viernes, 21 de junio de 2013

Mi amigo ese



Mucha gente merecería protagonizar una actualización de este blog. Mucha. En estos meses he podido comprobar (de nuevo) la cantidad de amigos que tengo: amigos de calidad; personas inteligentes y sensibles que me quieren, me arropan y me protegen. Cuando vienen mal dadas; o me pongo triste; o ando a la gresca con la vida, me doy un paseo por mi agenda del móvil y consigo recuperar la fe en el mundo. Porque me considero un tío muy afortunado, y me cuesta comprender cómo algun@s se empeñan en insistir en que estamos rodeados de malas personas. No es así. Al menos, no en mi caso. Superparanada.

Pues eso, que a muchos (seguramente a  todos y cada uno) de los que estáis leyendo esto os dedicaría gustosamente un homenaje bloguero. Quizá lo vaya haciendo poco a poco. Pero hoy quiero hablar de alguien que últimamente ha adquirido mucha presencia en mi vida. Nunca le he dicho que se ha convertido en alguien importante para mí. Así que se lo voy a decir hoy. Públicamente. Para que se muera de vergüenza.

A Carlos lo conocí... yo qué sé cuándo lo conocí. Seguro que hace muchos años, porque tenemos amigos comunes y sé que coincidimos en eventos sociales y profesionales en nuestra (no tan tierna) juventud. Sí recuerdo que compartimos curro en un programa de Antena 3, hace la friolera de 11 años. Él, que ya anda un poco mayor, dice que no se acuerda de aquello: pero estuvimos cenando juntos en “La mordida”, un mejicano de Madrid, donde presenciamos un lamentable espectáculo que quizá glose en otra ocasión. El caso es que a mí Carlos me cayó bien desde el principio. Me hizo gracia, y me inspiró ternura, ya ves tú. Yo soy muy de eso, de que la gente interesante me despierte ternura. Pero ya me estoy yendo por las ramas...

Después de aquello, Carlos y yo no volvimos a coincidir en mucho tiempo. Cuando digo mucho, digo MUCHO. Diez años, nada menos. Así que, cuando entré en Canal Sur y lo vi de nuevo, pensé que ya ni se acordaba de mí. Tampoco éramos tan amigos, la verdad. Pero curiosamente sí, sí se acordaba. Y me recibió con mucho cariño en aquellos extraños y desasosegantes primeros días en Canal. Junto con otros compañeros a los que ya mencioné en una actualización anterior, consiguió amortiguar el golpe que para mí supuso el desembarco en esta santa empresa. Me hacía caso; me ayudaba a sortear obstáculos; charlaba conmigo; me buscaba para fumar... Y esas cosas sencillas me ayudaron muchísimo en la tarea (para mí, complicada) de encontrar mi hueco en una empresa tan peculiar como esta.

Ya ha pasado más de un año de aquello, y ahora Carlos se ha hecho imprescindible para mí. Me gusta subir con él a la terraza y charlar de lo divino y de lo humano, fumando como dos carreteros. Tiene detalles conmigo y me ayuda en los disparates que invento, aportando ideas geniales que  siempre, siempre funcionan. Me habla de mil historias interesantes, y se ríe con las tonterías que yo le digo. Es un tío brillante, simpático, ocurrente; y me cae muy bien. Cuando no está en San Juan, lo echo mucho de menos. Y además... sé que todo esto que escribo le va a dar muchísima vergüenza y puede que hasta se ruborice, lo que me resultará muy gracioso. Espero también que le guste. Espero que te guste.

Y ya está. Me subo a la terraza, a fumar con Carlos. Chimpún.

martes, 18 de junio de 2013

El Camino






Ya está. Ya lo he hecho. Tengo los billetes de avión. He pedido los días de libranza. He reservado (pagado, en realidad) el hotel para la primera noche. Y he conseguido la credencial. Vuelvo al Camino de Santiago.

La primera vez que se me ocurrió la idea de hacer el Camino corría el año 2007. Por aquella época andaba yo sumergido en una crisis; debía ser muy trascendental, pero hoy no soy capaz de poner en pie los motivos de aquella angustia tan tremenda que experimentaba. Quizá me sentía asfixiado por la rutina: esa habitación cómoda en la que suelo instalarme para sentirme seguro; pero que al final siempre me acaba provocando una intensa sensación de claustrofobia. El caso es que estaba fatal de los fatales y mi cuerpo me pidió un paréntesis; una oportunidad para tomar distancia y ver mis quisicosas desde otra perspectiva. A punto estuve de largarme a Nepal, yo solito. ¿Por qué no lo hice? Bueno.... Los motivos no vienen al caso (aunque ahora pienso que eran equivocados. Pero como fui después y la experiencia resultó desgarradora, pues ya no importa). Total: que tras consultarlo con algunas personas muy esenciales me decidí a colgarme la mochila y tomar rumbo a Galicia. Yo solo. Así por las buenas. Casi nadie daba un duro por mí. Yo mismo pensaba que claudicaría antes de llegar a Santiago. No confiaba en mi fortaleza. Para nada. Pero aun así mi corazón sintió la necesidad urgente de tomarse un respiro. Qué listo es el cuerpo, algunas veces. Deberíamos escucharlo más.

Aquel primer Camino me marcó en diferentes sentidos: sí, finalmente lo completé, no sin pasar trabajos y fatigas y dolores, tanto físicos como emocionales. He intentado explicar muchas veces por qué me resultó tan balsámico, tan revelador, tan íntimo y tan emocionante; por qué lo viví con semejante intensidad y por qué me hinché de llorar de pura felicidad. Y, aunque ya sabéis que a mí en retórica no me gana nadie.... me confieso incapaz de transmitir el enorme caudal de sensaciones que me asaltó durante aquellos memorables seis días de caminata. Quizá ocurre que “el Camino” siempre se ha visto como un trasunto de “La vida”; y por eso es fácil catapultarse desde la parte hasta el todo; y entender, a través de esa experiencia concreta, otras cuestiones más amplias, más genéricas, más trascendentales.

La soledad; la fugacidad; el dolor; los apegos y desapegos (materiales, sentimentales, sociales, emocionales); los encuentros y desencuentros; la belleza; la solidaridad; todo eso ocurre en el CAMINO; todo eso ES el Camino. Lo comprendí de una forma muy espontánea, muy progresiva, muy de cada día un poquito de conciencia más. Y hacerlo me resultó absolutamente liberador.

Ahora estoy otra vez en plena crisis; y vuelvo a sentir(esta vez de forma más acuciante) la necesidad de alejarme... o mejor aún, de acercarme. De acercarme a lo esencial; de conectar con mi estómago, y con mi pecho, y con mi corazón; para mirar frente a frente esos nudos que se me han atado en el alma y encontrar la forma de ir deshaciéndolos. Lo mismo pasa como en ocasiones anteriores: quizá descubra que todo ese lastre no es más que humo; quizá regrese a Sevilla libre de rencores y de miedos; sientiéndome limpio y libre y reconciliado con mi vida; y todo pueda hallar su cauce otra vez. O quizá no. Ya os contaré.

viernes, 14 de junio de 2013

Se llama amig@s



Mañana es la final de “Se llama copla”. Este acontecimiento catódico, que a much@s no os importará en absoluto, tiene trascendencia para mí. Me da igual qué concursante se adjudique la victoria: en realidad, apenas he visto el programa este año, por varias razones. La primera y más importante, porque los sábados he procurado buscarme planes más estimulantes que quedarme en casa viendo la tele. Pero incluso desde un bar, con una cerveza en la mano (una actitud en la que es fácil encontrarme); cuando llegan las diez y media suena en mi corazón el eco de la sintonía del programa; y evoco la intensa emoción que, durante cinco años, sentí en ese momento vertiginoso del “ahora sí, estamos en el aire”. Le hablaba a Eva por el pinganillo; le decía la hora exacta y otras cosas que quedan para ella y para mí. Y entonces Eva, como una aparición de belleza imposible, descendía por la escalera, pisaba con ese desgarbo tan elegante el centro del escenario (que en ese momento se convertía en SU escenario); y dirigiendo a cámara sus infinitos ojos cristalinos, decía aquello de “buenas noches, son las diez y media pasadas, estamos como siempre en directo y aquí comienza la gala más decisiva del año en “Se llama copla”). Qué curioso: Eva le hablaba a cientos de miles de espectadores, pero yo lo vivía como un momento muy íntimo, muy nuestro, muy de ella y mío. Creo que Eva lo vivía así también. Se lo tengo que preguntar.

Yo llegué a “Se llama copla” un poco por casualidad, a través de una amiga que confió en mi talento y me metió en semejante berenjenal. Confieso que, durante las semanas previas al estreno, pensé que sería un programa para consumo exclusivo de la gente mayor: un espacio musical de folckore y nostalgia, quizá menos casposo que otros del mismo tipo.... pero con su toque rancio al fin y al cabo. A ver, estamos hablando de copla: un estilo musical prácticamente desconocido para mí. Yo entonces lo asociaba con la España de charanga y pandereta, las fiestas de los pueblos y los oscuros años del franquismo. Ahora ya no pienso así: pero claro, después de un máster de cinco años ya me valdría...

Ninguno de los que arrancamos aquel invento imaginábamos el superéxito en que se iba a convertir.. Al menos a mí me cogió desprevenido. He trabajado mucho en la tele; y con gente muy profesional y muy sabia y muy buena. Pero haciendo “Se llama copla” crecí muchísimo: tanto en el plano de mis habilidades técnicas como, sobre todo, en el terreno más humano. Aprendí mucho de mí mismo: de mis potencialidades y de mis limitaciones; del tipo de persona que quiero ser... y del tipo de gentuza en que no quiero convertirme. Todo muy intenso. Quizá demasiado.

En mi línea nostálgica de los últimos días, hoy he recordado algunas situaciones que marcaron mi experiencia de esos cinco años. Curiosamente, el tiempo ha ejercido de filtro y ahora me vienen a la cabeza los buenos momentos (vale... también algunos malos; pero los evoco desde otra perspectiva, creo que más saludable: porque veo que, en realidad, me hicieron sufrir mucho... pero también sirvieron para unirme más aún a personas que hoy son imprescindibles en mi vida). Recuerdo, por ejemplo, el día que conocí a Eva y a Mónica. Hacía calor, y nos sentamos en la puerta de Caligari, a la sombra de un naranjo, en una actitud de lo más natural. Luego nos fuimos a un restaurante, y ya en aquel primer encuentro hubo miradas cómplices y un entendimiento muy fácil, muy como de conocernos de toda la vida. Después llegaron Féilx y Ceci, y con ellos las carcajadas; las patadas y tirones de pelo a Samantha; la lectura de guión, la locura, el cachondeo, el trabajo, las prisas, las botellas de vino abiertas con un boli, la fiesta de pijama, la excursión al puticlub... Mosqueperrismo en estado puro. Surgió en aquel camerino un club muy selecto y exclusivo que aún hoy funciona a pleno rendimiento: el Club de las Mosqueperras, al que muchos quisieron pertenecer. Pero lo que no nace de forma espontánea no se puede forzar. Las mosqueperras son (somos) mucho. Era fácil divertirse trabajando. Eso no pasa siempre. Y había (hay) mucho cariño también. Y confianza. Absoluta. Las mosqueperras me ayudaron, cada un@ a su manera, a salvar distintos obstáculos (profesionales y personales) que se me presentaron en aquellos tiempos. Las sigo queriendo tanto como el primer día. Os sigo queriendo. Por si lo leéis.

También tuve muy buen rollo con otr@s compañer@s, con los que mantengo un contacto más o menos frecuente. No quiero que nadie se ofenda, y por eso no voy a nombraros uno a uno: ya sabéis quiénes sois. En estos meses tan delicados vuestros mensajes (a muchos de los cuales ni siquiera he contestado) me han dado oxígeno para respirar. Cada uno de ellos, expresivos de un cariño tan sincero. Gracias a tod@s.

Y por supuesto está el departamento de producción. Dicen que contenidos y producción son dos facciones del equipo condenadas a vivir en continuo conflicto. No estoy para nada de acuerdo, por muchas razones que no vienen al caso. De hecho, el cuarto de producción era mi otro hogar en Caligari (junto con el camerino de las mosques). Allí me sentía cuidado, protegido y querido. Yo siempre entraba formando mucho escándalo, y las niñas me daban las palmas, y me abrazaban, y me decían que yo era lo más bonito del equipo. Quizá llevaban razón, porque al traspasar aquella puerta ofrecía lo mejor de mí, mi yo más natural y auténtico: y de eso son responsables ellas, que me daban cancha y me dejaban ser como soy. Gracias por eso.

Y llevando las riendas de aquella jaula de grillos, ordenada y caótica a un tiempo, estaba (está) Mercedes. Mercedes Navarro (escribo el apellido porque es prácticamente parte de su nombre). Es curioso cómo surge la amistad: porque mercedes y yo, así, de un primer vistazo, tenemos caracteres muy diferentes. A mí me cayó bien desde le principio. No es peloteo (ni yo necesito hacerlo ni ella merece recibirlo), sino la pura verdad. Así ocurrió. Y que conste que con ella he discutido acaloradamente más de una vez y más de dos, porque a veces nuestros puntos de vista divergen bastante. Y eso está muy bien. Y resulta enriquecedor.

Mercedes era mi cómplice de le copla: en el sentido más amplio de la palabra “cómplice”, porque se estableció entre nosotros una comunicación muy fluida, nos entendíamos con sólo mirarnos y nos apoyábamos a muerte: tanto en el cachondeíto como en cuestiones más peliagudas. Eso levantó muchas ampollas, y ahora que lo veo desde la distancia, lo entiendo perfectamente: formábamos un tándem indestructible, sin fisuras; una alianza que, desde determinadas actitudes (o ineptitudes, ahí dejo ese veneno) podía verse como una amenaza. Tiene gracia: ahora todo eso me da risa, aunque en aquel tiempo llegué a pasarlo bastante mal. Pero tenía a Mercedes, y ella me tenía a mí, por encima de todos los manejos maquiavélicos que incluso pugnaron por enfrentarnos. Qué ilusos: ¿no nos vieron en la minibús, inventando espectáculos imposibles y quiméricas giras por Hispanoamérica? ¿No se dieron cuenta de que nos echaban de la sala de casting porque nos partíamos de risa sin apenas pronunciar palabra? ¿No nos observaban conspirando, tramando maldades, inventando historias locas para hacer más divertidos (aún) nuestros respectivos quehaceres? ¿No apreciaron, a fin de cuentas, que nos queríamos mucho? Y nos seguimos queriendo. Que es lo bonito.

Al contrario de lo que le pasa a mucha gente, Mercedes tiene el don de la oportunidad: sabe aparecer en el momento justo y decirme exactamente las palabras que necesito escuchar. Además ella no entrega el corazón tan fácilmente, no le regala su afecto a cualquiera: por eso, para mí, tenerlo es un auténtico privilegio. Y además me río muchísimo con ella. Y es de esa gente que me invita a crecer. No se puede pedir más. Qué suerte tengo, joder, con esa cuñada postiza. La quiero tela.

Y eso: que mañana es la final de “Se llama copla”, y yo estaré allí; con mi gente, como si nunca me hubiera ido. Quizá porque en realidad nunca me he marchado del todo. Ni media palabra más.


jueves, 13 de junio de 2013

Marta









En los últimos tiempos, por razones que much@s imaginaréis, he pensado mucho en la familia. Mejor dicho, en MI familia. Lo que mi familia es; qué miembros la componen; y qué significan esos miembros (y miembras) para mí. He buscado en el DRAE la definición de este vocablo que usamos tan cotidianamente... y no, mireusté: ninguna de las acepciones recoge lo que la palabra “familia” significa para mí. Porque, aparte de algunos parientes (sólo algunos, para qué vamos a engañarnos), MI familia es otra cosa.

Marta está en mi vida desde que tengo uso de razón. Nos criamos y crecimos juntos: cuando nos conocimos ella tenía tres años y yo apenas levantaba un palmo del suelo (tampoco he crecido mucho desde entonces, pero algún estirón sí que di, algo después). Tengo una memoria inconstante y vaga, pero sí puedo evocar muchas aventuras de mi infancia compartida con ella. Recuerdo bien los circuitos de bici por el jardín; las excursiones para extraer cristales de yeso, transmutados en cuarzo por nuestra infinita imaginación infantil; las peleas de Maripepa por que la niña comiera; las carreras en torno a la mesa camilla, perseguidos por mi abuela; las cintas de cassete grabadas de la radio; las cuestaciones de patatas fritas y refrescos entre el vecindario, con la excusa de que se había presentado una visita sorpresa en casa; las tardes eternas del verano, bronceados de tanta piscina, comiendo pipas hasta “las doce pasadas”; y todas esas vivencias que ella y yo comprendemos, porque dibujaron una infancia no tan feliz (al menos para mí) pero sí compartida. Estas cosas unen mucho. Muchísimo. Sobre todo si germinan en fidelidad y admiración, y el cariño se alimenta con el paso de los años.

También recuerdo el día que me dijeron que Marta y sus padres (y su perro Pipo) se iban de “Los Olivos”. En realidad habían comprado una casa muy cerca de aquel paraíso infantil en el que yo seguiría viviendo; vamos, cerca, cerquísima. Pero para mí aquella noticia fue como un mazazo, quizá el primer momento auténticamente doloroso del que tengo memoria. Lo viví con tal grado de angustia; con tanta sensación de soledad y abandono, que permanece nítida en mis neuronas la luz de aquella tarde fatal; las palabras de mi madre anunciándome el desastre; y mi pena, y mi dolor, y mi miedo. Ya ves tú, como si un par de kilómetros pudieran separarnos a Marta y a mí. Pero claro, eso lo veo ahora. Entonces, no. Porque yo desde niño tengo cierta tendencia al melodrama. Mucha, en realidad. Me estoy quitando.

Pues no: esos dos kilómetros no nos separaron. Ni tampoco nuestra turbulenta adolescencia, que cada uno vivió por su lado, un poco a su bola; pero siempre conectados por un amor incombustible y una complicidad muy sutil, y muy firme también. Nos conocíamos, nos intuíamos; descubríamos nuestra identidad y, a pesar de que hay una especie de neblina que oscurece la memoria de nuestra relación en aquellos años, está claro que avanzamos en la misma dirección. Marta se fue a estudiar a Sevilla, experimentó con el amor y con el desamor, y apuró intensamente los años dorados de la primera juventud con entusiasmo, inteligencia y un sentido de la honestidad que he conocido en muy poca gente. Aunque ya digo que en ese tiempo anduvimos un poco independientes, Marta siempre estaba ahí: como amiga, como hermana; como una compañera en los días de sol y un refugio contra los temporales. Eso sigue siendo ahora para mí. Además de muchas otras cosas importantes.

De lo que ocurrió desde entonces hasta ahora hay mucho que contar. Bueno, en realidad hay poco que contar. Nos queremos indefectible, irrevocable, irremisiblemente. Y además nos comprendemos y nos aceptamos y nos perdonamos, y todas esas cosas que hacen entre sí las personas que se quieren bien. Estaba conmigo en la azotea del Hospital Civil, cuando supe que mi abuela agonizaba, compartiendo aquel primer encuentro con la muerte tan desolador. Lloramos juntos y su abrazo me ató a la tierra y me hizo creer que la vida “después de” merecía la pena. Me ayudó en las decepciones amorosas; me confió sus secretos, sus grandezas y sus miserias. Confieso que muchas veces he pensado que, en determinados momentos, no estuve a la altura de su amistad. Porque yo soy un poco veleta, y Marta es la roca, el cimiento, el meridiano cero. La hierba sobre la que tumbarse y descansar y ser tú mismo. Es imprescindible. Quien no la tiene en su vida no sabe lo que se pierde.

Podría contar muchas, muchísimas situaciones divertidas, dramáticas o simplemente cotidianas que he vivido con ella; pero sólo voy a contar una... y apenas, porque nada que yo escriba puede reflejar lo que compartimos aquella noche de febrero, en la habitación de mi madre. Ella (mi madre) había pasado un día horrible, prácticamente inconsciente. Sabíamos que estaba ya en las últimas horas... y de pronto nos llamó. Eso de la mejoría que precede a la muerte… es verdad. Allí ocurrió. Yo lo viví. Y Marta también. Contar con detalle la escena tan.... tan.... indescriptiblemente bella a la que asistimos me parece poco apropiado: más que nada porque fue un regalo para nosotros, los que estábamos allí. Quedará como un lugar en nuestro corazón al que regresar cuando la desolación amenace con vencernos. Marta estaba allí. Mi madre pronunció su nombre. Varias veces. Y ya está. Ella sabe lo que quiero decir.

Ayer quedé con Marta para tomar unas cervezas en el Barrio de Santa Cruz. Charlar con ella, una vez más, me ayudó mucho. Me ayudó en realidad más que nada ni nadie. No porque los demás signifiquéis menos para mí. Sino porque Marta me mira y me ve a mí, todo lo que yo soy, mejor que ninguna otra persona; porque su amor y su admiración y su respeto y su abrazo abrigan mi corazón desolado. Porque entre nosotros hay un vínculo que no se puede describir... o quizá sí. Pero yo no sé hacerlo mejor.

Cuando volvía a mi casa, ya anocheciendo; y paseaba por las calles de Sevilla bajo la luz satinada del ocaso; pensé que Marta y yo no compartimos vínculos de sangre, pero ella es ahora, más que nunca, MI familia. Digo más que nunca porque tras la muerte de mi madre me siento sin asideros; como lanzado a un vacío que da mucho vértigo. Gracias, Marta, por aferrarme la mano; por prestarme tu beso; y ayudarme a volar.

jueves, 6 de junio de 2013

Confesión




Llevo varias semanas acariciando la idea de actualizar este blog. He pensado en hablar de política; en comentar algunas anécdotas divertidas y vergonzantes que me han ocurrido últimamente; en glosar la emocionante boda que oficié hace unos cuantos días; en optar por escaparme; por tirar para alante; por hacer como si mi vida y el mundo siguieran siendo las realidades que hace unos meses habitaba, tan cómoda y cotidianamente.

Pero no. No puedo hacerlo. Porque la verdad es que estoy bien jodido. Y eso es lo que hay por el momento.

Que ustedes lo pasen bien.