miércoles, 16 de diciembre de 2020

PArA sIEmpRE

 


Cuánto daño han hecho las películas de Disney. Pero tela. Daño del daño dañino que te puede joder la vida, a base de expectativas inalcanzables (y, en muchos casos, por muy almibaradas que parezcan, indeseables). Me explico.

Estos días, a cuenta de diversas conversaciones, le he estado dando vueltas a la idea del amor eterno. Bueno, en realidad muchas vueltas no le he dado, porque ya tiene uno el culo algo pelao y ciertas certidumbres (perdón por la cacofonía) más o menos arraigadas. He dicho muchas veces, a lo largo de mi – no tan extensa aún – vida, eso de “te quiero para siempre”. Cuidado: lo he dicho a parejas y a amigos, ¿eh? Que para mí el amor unos y de otras (uso el femenino porque las mujeres ocupan un porcentaje altísimo en mi extensa lista de gente amada) es, como mínimo, igualmente importante. El que me dan y el que yo ofrezco. Y sí, lo repito: he dicho muchas veces eso de “te quiero para siempre”. Así, explayándome, con intensidad y, en ocasiones, hasta lágrimas en los ojos. También he recitado, con toda la convicción del mundo, esa tópica jaculatoria de “eres el amor de mi vida”. Ni una, ni dos, ni tres veces: han sido muchas más, porque tengo tendencia al sentimentalismo y puedo llegar a resultar muy facilón en todo lo emocional. ¿Estaba siendo sincero, en cada una de las ocasiones? Por supuesto. Claro que lo era. Y lo soy, cada vez que lo digo. Pero, a mi provecta edad, también soy consciente de que eso será… o seró. O, mejor dicho, sé que eso vale para ese mismo instante en que lo estoy pronunciando. Y me siento bien con esa convicción, la verdad. Porque es auténtica, real, y únicamente vinculante en el momento presente… que es, por otra parte, lo único que verdaderamente existe (o algo así).

Ya he dicho en varias ocasiones que tengo la enorme fortuna de amar a mucha gente. No lo digo por fardar, es que esa es la verdad verdadera. El acervo sentimental que he ido atesorando se ha convertido en mi principal patrimonio, y me consta que no existe por casualidad: lo he construido (en colaboración con toda esa gente tan guay que me rodea, aunque sea en la distancia) a base de sinceridad, atención, respeto, admiración y a veces también perdón. Porque a mí hay que perdonarme mucho, leches (cosa que me da un coraje extremo). Risas, conversaciones, noches de farra y mañanas de resaca; llamadas de teléfono, soledades compartidas, abrazos (cuando se podían dar), caricias, besos y alguna que otra discusión acalorada, que me superencantan. Todo eso tan bello y tan vital que muchas veces permanece en el tiempo…. y otras no. Sin dramatismo.

Y es que, mientras todo lo anterior es muy ciertamente la tónica de mi vida, también hay personas a las que dejé de amar. Es así, y no pasa nada. Bueno, no pasa nada cuando eso ocurre por desidia mutua; por distancias que se van convirtiendo en abismos; como consecuencia del correr de la vida, tan lleno de fugacidad. Otro asunto son algunos casos muy concretos que, de tan minoritarios, resultan insignificantes, aunque tallaron hondas cicatrices en mi corazón. Que yo recuerde, sólo en tres ocasiones he dejado de amar así, muy conscientemente, a individuos que me causaron una enorme decepción. Quizá yo no los había mirado bien, o me dejé llevar por una imagen idealizada de ellos… o simplemente cambiamos (ellos y/o yo), y de tenernos afecto pasamos a provocarnos dolor (por acción u omisión). Curiosamente, se trata más de personas del ámbito de la amistad, no tanto de la pareja. Yo es que el concepto amigo lo tengo en muy alta consideración, y cuando hay rupturas, pues sufro mucho. Se me pasa después, menos mal… pero ya el amor se ha volatilizado, y no hay energía en el mundo que pueda reconstruirlo. A esas personas que en su día consideré familia ya no las quiero; y no las quiero… pues porque no quiero, ya que estoy convencido de que en el amor hay mucho de voluntad. Quizá recuerde con alegría algunas vivencias compartidas con ellos en el pasado (que tampoco, mireuhté: soy en general poco nostálgico y un pelín rencoroso, para qué mentir, por lo que los buenos recuerdos, en esos casos, suelen estar teñidos por la sombra de los malos ratos, quizá como un sortilegio protector para no tropezar nuevamente con la misma mala persona). Pero el amor que una vez sentí por ellos ya no tiene sitio en mi alma, tan kamikaze, por otra parte, a la hora de entregarse a las relaciones humanas.

Dicho todo esto, reconozco que, al menos al 99% de las personas a las que alguna vez he amado, las sigo amando hoy, con más o menos intensidad. Y tengo la firme intención de seguir haciéndolo, lo que es aún más importante. Esto seguro que te incluye a ti, que estás leyendo esta extensa perorata; y también incluye a un ser humano de casi dos metros, desbordántemente bello por dentro y por fuera, que se ha colado recientemente en mi vida. Bueno… colado…. no: nos hemos invitado mutuamente a este viaje, que es mucho más bonito (y más fiel a la realidad).

Se me van los dedos con el romanticismo, será que estoy enamorado.

viernes, 4 de diciembre de 2020

faNTaSmAS

 

Algunos días se me olvida que soy un tío excelente. Pierdo de vista mis grandezas y vuelvo a sentirme muy pequeñito, muy poca cosa. Como en aquellos años de la adolescencia, cuando mi amiga Geor tenía que engañarme diciendo que no había ninguna visita en su casa, porque si estaban sus amigos (que eran muy guays y muy guapos y muy deportistas y muy populares), yo no iba. Hay que decir que los amigos de Geor, aparte de todas esas cosas, eran también tela de simpáticos; me trataban estupendamente y me tenían un cariño que yo, obstinadamente acomplejado, no podía apreciar. No lo entendía, no era capaz de aceptarlo. Obviamente el problema estaba en mí: el bulling que padecí en el cole (por gordo, por empollón, por sensible y por no llevar ropa de marca) se me pegó a la piel como un unto ponzoñoso cuya pestilencia sigue atrofiándome (a veces) las meninges a mis 46 tacos. Tiene cojones, la cosa. ¡Y menos mal que no se me notaba la mariconez! De esa, por lo menos, me libré. No es poca cosa.

Luego, ya en el instituto, mi vida dio un giro radical y encontré un lugar en que ser yo mismo sin sentirme una lombriz. Allí la diversidad era la tónica, y cada cual se construía un universo, más o menos poblado, de acuerdo con sus inquietudes, sus cualidades y su peculiar carácter. Descubrí que podía expresarme con libertad, y aun así, ser querido y admirado y respetado por mucha gente. Perdón, me corrijo: no “aun así”, sino “precisamente por eso”: por mostrar mi esencia más esencial. Sólo hacía falta encontrar al público adecuado. Y los demás… pues no molestaban. Cada cual iba a lo suyo sin joderle la vida al resto. Así dicho, este comportamiento tan básico puede resultar una obviedad, algo que, de pura lógica, debería darse por sentado. Pero no siempre ocurre así.

Cuando di el paso a la universidad mi mundo se expandió aún más, muy felizmente. Encima me quedé delgado, lo cual puede parecer una frivolidad, pero significó un salto mortal para mi frágil autoestima. Empecé a sentirme de verdad atractivo, admirado, emocionalmente poderoso; sensaciones todas que han ido amplificándose con el correr de los años, hasta componer el ego del Javi actual. En ello ha tenido que ver mucha gente que por fortuna sigue formando parte de mi vida. Pero de eso hablaré un poco más abajo. Seguramente.

A lo que iba: a pesar de toda esa evolución; aunque a estas alturas soy consciente de mis diversas virtudes (algunas de ellas otorgadas de serie a mi pequeña persona; otras, fruto de autoconstrucción en el que sigo empeñado); a pesar de la evolución, digo, en ocasiones todo aquel montón de complejos de mi niñez se me viene encima, y me impide disfrutar con alegría de algunos regalos que la vida me ofrece. Es una tenaza que me oprime el corazón y me deja abatido, angustiado e impotente, con el pecho metido en un puño. Está ahí, infiltrado en mis células, latente, esperando la oportunidad para manifestarse y aguarme la fiesta. Ocurre especialmente con asuntos que tienen que ver con el físico, o con ambientes que exigen cierto grado de popularidad. Ecosistemas (reales o virtuales; presentes o pasados, eso da igual) de gente bella, atrevida, intrépida, superguay del paraguay. No encajo para nada en esos mundos: cuando me veo envuelto en ellos, siento que todos me miran como a una especie de mascota y deseo salir corriendo por patas. No hace falta que lo haga, en realidad, porque son ambientes en los que el Javi cotidiano que conocéis directamente desaparece: mis encantos se volatilizan como una bola de alcanfor, y no queda ni rastro de mí. Qué sensación tan desasosegante, de verdad. Igual por no ser capaz de moverme en esos ámbitos me estoy perdiendo a un montón de gente interesante. Podría ser… aunque en realidad pienso que determinadas fachadas esconden almas más vacías y menos sutiles que aquellas de las que me gusta rodearme.

Todo esto lo cuento porque, el otro día, por motivos que no vienen al caso, volví a sentirme así: pequeñito, inferior, incapaz de estar a la altura de determinada gente. Lo peor es que se trata de personas que ni siquiera forman parte del presente; a las que ni conozco, ni conoceré jamás; y que salieron a colación porque alguien afectísimo a mí trataba de explicarme lo estupendo y valioso y atractivo que me veía en comparación con ellas. Hay que ser muy capullo para tomar esas palabras; despojarlas de su auténtico sentido y volverlas contra ti mismo. Aun así, lo hice. El mecanismo de autodesprecio funciona como un resorte, no lo puedo evitar, es superior a mí. Valiente plan.

Verme en esa situación, y no poder controlarla, me genera mucha ansiedad. De pronto me muestro sombrío, hosco y meditabundo. En realidad, estoy librando una batalla interior para convencerme de que todas esas sensaciones son sólo ecos de un pasado que hace décadas dejó de existir. Cuesta trabajo lidiar con esas quisicosas tan emocionales, francamente. Al final, me da la llantina y se me pasa. Se ve que tiene que ser así. Qué le vamos a hacer.

Como ya llevo más de cuatro décadas conviviendo conmigo mismo, he aprendido a aceptar que algunas de las piedras de mi mochila emocional van a estar siempre ahí, como un lastre del que muy probablemente no me podré desprender jamás. A lo más que llego es a aliviar su peso, tirando de la ayuda de toda esa gente que tanto me quiere, y que me ve como un tío excelente. Para resumir el efecto que, en este sentido, mi gente querida produce en mí, tiro de autoplagio y recupero parte de una actualización perpetrada (por mí) hace algún tiempo.

Los que me bienamáis sois, para mí, un espejo que me devuelve la imagen de un Javi corregido y mejorado. O quizá de ese Javi que a veces se me olvida que soy. Mirándome a mí mismo a través de vuestros ojos, me siento más poderoso, más brillante, más capaz y mejor persona. Y a veces, incluso me veo también más buenorro. Esto último me reconforta mucho, aunque suene a frivolidad (porque lo es, una solemne frivolidad. Qué le vamos a hacer). La emoción que me asalta cuando me devolvéis esa imagen mía tamizada y enriquecida por vuestro buenamor hacia mí…. Bueno, eso no hay éxtasis ni LSD ni setas alucinógenas que puedan igualarlo. Y sin efectos secundarios, ni resaca ninguna. Deberíais estar financiados por la Seguridad Social.

Por fortuna, tengo a mucha gente a mi alrededor que me hace sentir así. Y ahora, además, tengo un cascabel (de carne y hueso), que ahuyenta con su música los fantasmas que me asaltan de vez en cuando. ¿Qué más se puede pedir?

PD: En la foto, de hace años, cuando estaba delgadérrimo. Me encantaba. Pero esa tristeza en la mirada... No, definitivamente, no merece la pena.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

NavIDaD

 

Disfruto mucho la Navidad. Ya sé que esto no queda muy guay, porque lo trendy es decir que se trata de una fiesta de mierda y que es un rollo tal y cual. Pero a mí me superencanta (osea). Las luces, titilantes, tendidas como constelaciones eléctricas deslumbran desde el cielo de la ciudad; el aroma a castañas asadas, tan suculento; el gentío; los reencuentros; los villancicos; María Carey (sencilla y recatada siempre) y todo ese brilli brilli en el que coyunturalmente nos sumergimos (literal y metafóricamente) me dan calor en los meses de invierno, tan sombríos sin toda esa purpurina. ¿Que hay mucha hipocresía tras eso que llaman el “espíritu navideño”? Pues vale, me da igual: prefiero las sonrisas más o menos impostadas al derrotismo y la mala leche que salen a la luz en épocas menos refulgentes del calendario. ¿Que son una manifestación del consumismo desbocado? Pues vaya novedad, como si el resto del año viviéramos en una comuna, practicando el trueque solidario y el desapego material al compás del Cumbayá. No te jode. Entiendo muy bien los argumentos de aquellos que odian la Navidad, por motivos más o menos personales y/o sinceros. Pero a mí que me dejen en paz mientras canto por Michael Bublé “Its begining to look a lot like Christmas”. Que no me den la coña con los gruñidos y el despotrique antinavideño. Siempre he dicho que no hay en el mundo nada peor que un aguafiestas... Y ese cenizo tan siniestro resulta aún más dañino cuando me asalta estando yo tan feliz bajo las hojas de acebo, deslumbrado por las bombillitas, las lentejuelas y los níveos copos de poliespán. Dejadme con mis noveleríos, leches. Que no está el panorama como para desperdiciar una ocasión festiva.

Dicho todo esto… A ver, tengamos un poco de mesura, y entendamos que las Navidades son también una especie de fantasía a la que a algunos nos gusta entregarnos. Ilusión; Vodevil. Sin más. Este año, por mor de las circunstancias pandémicas que nos han tocado padecer, las Navidades serán necesariamente distintas. Tienes que serlo. Y no pasa nada, oiga. Pero nada de nada. Si el 24 no me puedo reunir físicamente con mi breve familia para brindar con champán del malo… pues tampoco se acaba el mundo. No me sentiré deprimido ni taciturno… ni siquiera triste. Porque no me da la gana; porque la ocasión no lo amerita. Intentaré ver a mi gente en otro momento menos comprometido, y sanseacabó. Puede que me toque cenar solo en mi casa. Y si es así, me compraré viandas de esas que el resto del año no me puedo permitir (para seguir cabiendo en mis vaqueros, digo); haré unas cuantas llamadas (con o sin vídeo); me pondré una peli sentimental… y punto pelota. Tan feliz, tan agusto, tan agradecido por todo lo bueno que la vida me ofrece (y lo que te rondaré). Tengo la fortuna de haber recibido varias invitaciones para que todo eso no ocurra, porque gente que me quiere mucho y bien se sentiría muy triste sabiendo que esa noche estoy solo. Pero es que no es así: yo NUNCA estoy solo. Porque os tengo a vosotros, que tanto me bienamáis. Y ese es un patromonio que no cabe en el saco de Papá Noel. Además, precisamente este año el adviento me pilla con una nueva compañía, que complementa y completa la de mi familia y amigos. Un compañero inesperado, recién venido a mi vida como regalo precoz de Sus Majestades de Oriente. En realidad es aún mejor que eso, porque yo no lo pedí; y seguro que no se me habría ocurrido incluir a alguien tan guay en mi carta a los Reyes. He debido ser un chico muy bueno. Espero que sí: le pongo voluntad a diario.

Lo único que de verdad me jode de esta Navidad es no poder montar mi archifamoso y ultravenerado árbol de Navidad. Me jode no poder montarlo… y no poder exponerlo por el interné, para solaz y/o pavor de mi ilustre audiencia cibernética. Es que las toneladas de adornos me cogen a una inalcanzable distancia de 200 km… y no es plan de saltarme el confinamiento perimetral por ese motivo (aunque confieso que me lo he planteado, por ser completamente franco). Este año me temo que en mi árbol habrá bastante verde, porque he tenido que partir de cero y adquirir adornos como para enterrarlo no hay presupuesto que lo resista. Habrá verde, sí, lo reconozco avergonzado. Pero, a cambio, la tarea de planificarlo y contruirlo (literalmente) desde cero me está resultando… cómo definirlo… deslumbrantemente feliz. Como ya avancé en otra red social, mi árbol de este año será distinto: quizá no funcione como ese homenaje habitual al horror vacui que tantas pasiones despierta entre mis fans… Pero para mí es, quizá, el árbol más especial de los últimos años, por una sencilla (y feliz) razón. Esta vez está siendo ornamentado a cuatro manos; así que no puedo hablar de “mi árbol” sino de “nuestro árbol”. Montarlo así, al alimón; entusiasmadamente enamorado (ya está, ya lo he dicho) cubre de purpurina mis manos, y también mi corazón. Me siento con el alma ilusionada; y tengo un mágico destello en la mirada, y cascabeles en el pecho. Si eso todo no es navideño… que venga el reno Rudolf y lo vea.

Postdata 1: Gloria, me apunto lo del elfo convidando a anís del mono para incorporarlo a mi árbol del año que viene. Esta vez no me da tiempo de hacer el casting del elfo, los papeles del seguro, etc.

Postdata 2: En la foto, ni árbol del año pasado, antes de caer vencido por el peso de tanto cachibache. No esperéis algo igual. Advertidos quedáis, luego no quiero quejas, ni reproches, ni lamentos, ni crujir de dientes.