martes, 26 de noviembre de 2013

Como el gallo de Morón


Hoy voy a hablar de la pluma. Y sí, podéis hacer bromas fáciles, porque me refiero a “esa” pluma. La de los maricones (un cursi diría “la de los gays”; pero es que yo no soy nada cursi; y ya dije una vez que reivindico la palabra “maricón”. Quien quiera saber por qué, que tire de archivo de este blog, que no voy a estar repitiéndome continuamente, hombre ya!).

Qué denostada está la pluma, sobre todo dentro del “universo gay” (otro día hablamos del “universo gay”; de si existe, y de cómo se maneja la gente que lo habita. Pero hoy aceptamos esa generalización, y seguimos, ¿vale?). Me sorprende muchísimo que un colectivo como el homosexual; que – supuestamente- ha luchado tanto por que se acepte su – nuestra- diferencia; acabe asumiendo los mismos estereotipos intolerantes, pacatos y conservadores de la sociedad que lo rechazaba. Esto lo veo yo con mucha frecuencia, y también me llega a través de amigas que lo observan con una mezcla de asombro e indignación. El ejemplo más flagrante es el enorme machismo que se respira en algunos círculos maricas: ese desprecio tan enorme con el que muchos maricones hablan de las  mujeres en general, y de sus – teóricamente- amigas en particular. La palabra “mariliendre” resume muy bien esta actitud. Que alguien, para referirse a una persona afecta, elija este neologismo tan insultante y despreciativo me revuelve el estómago. Literalmente. Yo no sé qué tipo de relaciones cultivan esos individuos; ni qué tipo de soberbia los lleva a considerar parásitos a las mujeres que los quieren y los acompañan. Qué cosa tan triste, qué corazón tan sórdido hay que tener para considerar que tus amigas son huevos de chupasangres capilares. Eso, por no hablar de la cantidad de maricas que abominan de todo lo femenino; que hablan con displicencia de las mujeres, y proclaman que sería ideal un mundo poblado sólo por hombres. Esto no es ciencia ficción: personas con este discurso existen, las he conocido personalmente. Y si eso llega a ocurrir; si “machotes” como ellos acaban siendo los únicos pobladores de este frágil y magnífico planeta... Por favor, que me avisen para mudarme a Marte. O a Venus, mejor, que es mucho más afrodisíaco (en el sentido más mitológico de la expresión).

En esa misma línea de despreciar lo femenino, muchos maricones abominan de “la pluma”. Ya ves tú, qué absurdez, cuando la pluma no tiene nada que ver con lo femenino. La pluma es pluma, simplemente: magnífica en su enorme diversidad. Porque hay muchos tipos de pluma: la pluma festiva; la frivolona; la aristocrática; la contenida; la elegante; la histriónica; también está la pluma lésbica, por supuesto (mucho más variada de lo que el estereotipo simplón de la camionera puede hacer pensar a la gente de poco mundo); y hay hasta una pluma heterosexual (o, mejor dicho, existen los heterosexuales con pluma; y las mujeres que sienten debilidad por ellos. Yo he conocido a varios individuos de ambos especímenes, me resultan muy curiosos). Ya digo que la pluma me parece magnífica en su diversidad. Y despreciar a los que tienen (debería decir “tenemos”) pluma es como decir que no te gustan los negros; o los pelirrojos; o la gente alta. Es cerrar los ojos y el corazón a un montón de gente. Es elegir ser social y sentimentalmente más pobre, así porque sí. Qué renuncia tan triste.  Aparte, me parece un ejercicio brutal de intolerancia: sobre todo cuando, como digo, esa actitud de desprecio nace del propio colectivo homosexual. De forma que queremos una sociedad más libre, más diversa, más tolerante.... Y mientras tanto reivindicamos la figura del macho-machote de toda la vida. Di que sí, a eso se le llama progreso. Ya por terminar de tocar los cojones, diré que la reivindicación y aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, tal y como está planteada, va, en mi opinión, un poquito en esa misma línea. En vez de romper con lo antiguo y buscar nuevas formas de convivencia, nos comemos con patatas la institución más retrógrada (y desacreditada, como bien la definió la sabia y queridísima Gloria, muchas actualizaciones atrás) de la tradición juedeocristiana. Decía una amiga que, en cuanto la Iglesia acepte celebrar matrimonios gays como Dios manda, veremos a una mancha de maricones y lesbianas supuestamente progresistas pasar por el altar para recibir la bendición del obispo. Y tan a gusto, oye. A misa todos los domingos. Amén Jesús. No voy a decir que todos esos comportamientos me parecen perfectamente respetables. No voy a decirlo porque es una obviedad. Por supuesto. Faltaría más. Y también son contradictorios con determinados discursos. Claramente. Esto así dicho queda un poco bestia.... Para más matices, pinchad aquí (http://superbaleando.blogspot.com.es/2012/11/casarse-o-no.html) antes de tirarme piedras, ¿vale?

Hablando así, en general, a mí no me molesta la pluma. Para nada. De hecho, he estado enamorado, más de una vez, de tíos que tienen una pluma muy evidente. ¿Tengo pluma yo? Os dejo opinar a vosotr@s, querid@s y escas@s lectores/as (coño, quié difícil es ser políticamente correcto). Pues supongo que sí. Depende del momento, del contexto, de cómo me quiera yo expresar. Ni la fuerzo ni la contengo. Afortunadamente, en mi entorno, no necesito hacer ni una cosa ni la otra. Y esto lo enlazo con una última reflexión. ¿No puede ocurrir que algun@s detesten la pluma por simple y puro miedo? ¿Por vergüenza de lo que son o lo que puedan parecer? ¿Por ver, reflejada en el plumífero, su propia atrofia emocional o social? Seamos discretos; seamos serios; seamos formales; integrémonos, así, sin ruido. Como ciudadanos de bien, ¿no? ¿De eso se trata? Y un carajo. ¡Que viva el escándalo, si es natural! ¡Arriba el telón! ¡Y que viva la diversidad! Le pese a quien le pese.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Físicamente


Esta mañana, caminando por la calle, me he encontrado con un amigo al que hace tiempo que no veía. Venía yo de comprarme un móvil nuevo (sí: el anterior ya lo he destrozado. Se me ha caído tropecientasmil veces. Si es que unas manos tan chicas no pueden manejar con soltura semejante armatoste de cinco pulgadas); y mientras trataba de encontrar una ruta soleada para regresar a mi casa sin sufrir los rigores de esta gelidez que nos ha entrado por las puertas, me he cruzado con este chico. Sergio, se llama. Encantador. Hemos charlado un poco de nuestras respectivas vidas; y en un momento dado, ya casi despidiéndose, va y me suelta: “Has cogido un poco de peso, ¿no? Menos mal, estás mucho mejor así”. Me lo ha dicho con su mejor intención, con todo su cariño; porque considera que este verano estaba yo hasta feo por mi extrema delgadez. Me encantaría poder agradecerle el cumplido. Pero no puedo. Porque yo lo que quiero es estar escuálido. Así que ya me ha dado el día, el pobre, pretendiendo halagarme.

Vamos a ver: yo he sido un adolescente gordo, y eso te marca para siempre. Queda muy bonito decir que la belleza está en el interior; y que el aspecto físico no nos debe condicionar a la hora de relacionarnos con el mundo (y con nosotros mismos). Queda precioso, sí señor. Pero es una solemne mentira. Y de las gordas (nunca mejor dicho).  Paparruchas que much@s pregonan, y nadie (o casi nadie) practica. Porque ser guapo; tener buen tipo; verse uno atractivo y deseable y mordible, gusta mucho. Así va. Y para mí, todo eso se resume en estar delgado. Cuanto más, mejor. También es que me da pánico que un par de kilos se conviertan en cuatro; y estos en seis, y así la cosa vaya engrosando en progresión geométrica. Porque tengo mucha tendencia a engordar, y delgado me siento más seguro, más intrépido, más libre. Mejora mucho mi autoestima. Para qué engañarnos: la belleza física, en el mundo en el que vivimos, importa. Y mucho. ¡Hasta en “La bella y la Bestia” el monstruo acaba convertido en chulazo como guinda para el “happy ending”! Si de verdad “la belleza estaba en el interior”, que lo hubieran dejado hecho una buena morsa marina. Al carajo con la moraleja. Hablemos claro, joder...

Este año pasado, y a base de pasar más hambre que un perro chico, perdí un montón de kilos. Pero un montón. Hasta quedarme hecho una verdadera sílfide. De talla “xs” y no encontrar pantalones que me quedaran ajustaditos. Con mis clavículas marcadas y mis cresta ilíacas bien definidas. Qué maravilla. Qué placer. Qué subidón. Habría ido todo el día en gayumbos por la calle, para que el mundo admirase ese pellejo en que me había convertido. ¿Frivolidad? Puede ser. ¿Qué con unos kilos más estoy más favorecido? Quizá. Pero no es lo que yo quiero. Así que cierro la boca de nuevo “ipso facto”.

Esta reflexión la uno con otro comentario que me hicieron hace unos días, referido a mi cada vez más evidente alopecia. Por suerte, la calvicie no me genera complejos... aunque es cierto que quisiera tener más pelo para que la cresta se viera más tupida y la gente se apartara de mi lado por la calle pensando que soy “peligroso” (sí, esa es mi intención al dejarme la cresta. Dar pinta de macarra chungo. ¿Para qué? Yo qué sé. Me hace gracia. ¿Lo consigo? Creo que no. Qué coraje). Total, que el comentario acerca de mi poco pelo me ha recordado una anécdota tan divertida como sangrante, que me ocurrió hace unos años. Ya la escribí en su día en el fotolog, pero hoy la copio y pego aquí. Porque me hace gracia y porque, sorprendentemente, ha tenido una segunda parte. La anécdota la conté así, tal y como ocurrió.

“Resulta que ayer me crucé con un vecino de mi madre al que, desde hace años, procuro evitar lo más posible: se trata de un anciano cotilla, maledicente y maleducado, de turbio pasado sentimental y aficionado al critiqueo gratutito y a la ocultación de los propios pecados (tarea inútil, porque todos en el edificio sabemos que fue cura y se fugó con una de sus feligresas, que a la sazón estaba casada y tenía un par de hijas a las que abandonó. Todo muy moral y muy católico y muy piadoso, como veis). Es un señor que me cae mal, me parece muy oscuro en su mirar y en su decir: siempre rondando el aparcamiento y poniéndole la funda al coche (que es otra cosa que me ENERVA: los fanáticos del cuidado de los coches, es que no puedo con ellos, de verdá). En fin: el caso es que ayer, como digo, me lo crucé en el jardín. Hace años que no nos vemos, y yo, en un intento sobrehumano de hacerme el guay, lo saludé con la mejor de mis sonrisas (que es, os lo aseguro, tela de convincente). Él me mira, sonríe también, y me suelta... "Ay, Javier... Cómo estás... – y aquí hace una pausa dramática. Yo me vuelvo, y cuando tengo el “muy bien, gracias” ya a punto de brotar de mi garganta, va el cabronazo y completa la frase: “cómo estás... ¡de calvo!".

¡Hay que ser hijodelagranputa, maleducado, amargado y cabrón! Menos mal que no me dijo "Cómo estás de gordo", porque ahí sí que no podría haberme mordido la lengua (como me la mordí) y le habría soltado lo que se me pasó en ese momento por la cabeza, que fue exactamente: "Y tú, cómo estás de moribundo, que después de los dos infartos que te han dado y con esa tremenda mala leche que gastas, deberías caer fulminado aquí mismo, para regocijo de mis ojos y alegría del mundo en general - y de mi vecindario, en particular-.

Luego dirán que tengo malos pensamientos, y que mi forma de desearle el mal a alguna gente es muy poco cristiana. Hay que joderse, con el excura.”

Pues bien: hace unas semanas volví a cruzarme con esta bellísima persona, a la que aún intento evitar por todos los medios. Y de nuevo a traición, con toda su mala leche, me soltó: “¡Hombre, Javier, qué calvo estás!”. ¿Y sabéis lo peor? Que nuevamente me quedé mudo, y sólo atiné a componer mi mayor gesto de gilipollas mamahostias... Le desee buenas tardes y me fui con mi calvicie a otra parte y unas ganas de cagarme en toda su familia que pa qué las prisas. Así que ya veis, no aprendo. Encima de quedarme calvo, me estoy currando una úlcera de estómago por no responderle a este tiparraco como se merece. A ver si la próxima vez le hago por lo menos un corte de manga. O le escupo a la cara. O tengo la precaución de llevar encima una peluca, para joderle el comentario. Ains... qué cruz...

NOTA: Foto de mi extrema delgadez veraniega. Qué mono me veo...

sábado, 23 de noviembre de 2013

Mi Tía Concha


Siempre he sido un tío muy pragmático, muy racional, muy pegado a la tierra. De los de “sólo creo lo que veo”. Por eso, hasta hace poco, no creía en los ángeles. Pero ahora sí. Sí creo en ellos. Porque he visto uno. Y tengo trato frecuente con él. No sé cuál será su nombre celestial, pero para mí es la tía Concha.

Yo a mi tía Concha la recuerdo desde que tengo uso de razón, e incluso de antes. Me acuerdo de compartir con ella tardes de frío y juegos en las visitas que, durante mi infancia, realizaba al campo de mis abuelos, en Utrera; también la recuerdo en Sevilla, y la relaciono con el dormitorio rojo y con el otro que había al fondo y daba a la terraza. Había allí un cajón con juguetes antiguos, entre ellos un rompecabezas de cubos de serrín prensado, bastante hecho polvo, con el que me encantaba jugar; y olía en todo aquel piso de los Remedios a Colonia Álvarez Gómez, un aroma que para mí resume la expresión “oler a limpio”.  Las comidas de Navidad, siendo yo muy niño; los paseos por el Parque de los Príncipes…  Todo eso también me recuerda a mi tía Concha. Luego, ya de más mayorcito, la vi cuidar de sus padres (mi abuelo, primero; y mi abuela, después); y de sus hijos; y de todo bicho viviente que se le pusiera por delante. Porque ella es la que cuida; la que nos cuida. Aparte de otras muchas cosas, claro. 

También ocurre que, a pesar de los desencuentros sentimentales que se produjeron en mi pequeña familia; mi tía Concha y mi madre siempre fueron muy amigas. Se querían muchísimo, y se entendían a niveles muy profundos, pasando por encima de la diferencia generacional. Mi madre nos transmitió, a mi hermano y a mí, desde que éramos renacuajos (y después, también) su amor y admiración hacia esta mujer tan excepcional. Excepcional por muchas razones, que me da pudor desgranar aquí. Resumiendo: a mi tía Concha empecé a quererla a través de la mirada de mi madre; y ya luego, viviendo yo en Sevilla, fue afianzándose entre nosotros un cariño muy de verdad, de reírnos juntos y tener ganas de vernos y charlar de lo divino y de lo humano.

Cuando el destino nos sorprendió a todos con la enfermedad de mi madre, yo ya conocía perfectamente a mi tía Concha. Sabía cómo es, de qué pasta está hecha. Tenía claro que podíamos contar con ella; así que lo que pasó a partir de entonces no me sorprendió. No. No me sorprendió que un ángel entrara por las puertas de mi casa para caminar con mi madre y con nosotros a través de ese sendero tan jodido que conducía hasta la muerte. No me sorprendió su enorme capacidad para el amor; su serenidad y su templanza, tan curativas en esos mementos de desconcierto; la forma tan delicada y respetuosa y también pragmática con que nos llevó en volandas a mi hermano y a mí. Y, por encima de todo, no me sorprendió la corriente de amor infinito que vi desplegarse, ante mis ojos desolados, entre mi madre y ella. No tengo vida suficiente para darle las gracias por eso; y para decirle que la quiero, y que la admiro, y que es una inspiración constante. Seguro que mi hermano suscribe mis palabras. Como él no tiene blog, las dejo yo aquí en su nombre. Y en el de mi madre, que la amó, literalmente, hasta su último aliento. 

Ahora que me he quedado huérfano, y salvando las distancias, mi tía Concha es lo más parecido a una madre que me queda en la vida. A ver si se quita ya del vicio ese que tiene por los hospitales y los quirófanos y las plantas de cardiología; deja de hacerle gasto a la Seguridad Social y, de paso, nos ahorra unos cuantos sustos, que ya está bien. La verdad es que, para ser una mucama sin papeles, nos ha salido bastante apañá. Y encima me cose corbatas de lentejuelas plateadas. Lo que vale, mi tía Concha. Y lo que la quiero.


Y ya está bueno lo bueno. Que me he hinchado de llorar escribiendo este texto.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Pesadilla antes de Navidad









Me encanta la Navidad. Seguro que much@s la odiáis: algun@s con convicción y otr@s por simple esnobismo. Porque queda muy guay decir que la Navidad es una patraña, un invento de los grandes almacenes para que comamos y bebamos y compremos y consumamos a gogó. Ya ves tú, como si el resto del año anduviéramos cultivando acelgas en una comuna hippy, o donando nuestras teles de plasma a los sintecho del mundo. Cuánta impostura y cuánto mamarrachismo. Aceptémoslo: vivimos en el universo de la frustración para el consumo, y las fiestas navideñas no son ajenas a esa mercadería. ¿Por qué habrían de serlo? Sí que es cierto que las Navidades llegan demasiado pronto: hasta a mí me resulta un poco jartible ver escaparates cuajados de estrellas doradas a estas bajuras del año, ya mismo tendremos que poner a los pastores en bañador y brindando con gazpacho, lascosascomoson. Pero, cuando la Navidad llega en tiempo y forma…¡están las calles tan bonitas, con tanto brillerío y tanta luz de color! ¡Se respira tan buen rollo! La gente saluda con una sonrisa más amplia; te encuentras de nuevo con los amiguitos que viven lejos; parece que hay más argumentos para celebrar que estamos vivos… Bueno, y este año está, además, el anuncio de la Lotería de Navidad. Sólo por eso ya merece la pena el empacho de turrones. Dónde va a parar. Amos, amos. 


Yo he llorado mucho con los anuncios de Navidad: el del famoso calvo me estremecía hasta los tuétanos; y recuerdo varios de la Coca-Cola que me han hecho derramar lagrimones como Estrellas de Belén. Aquel momento en que Papá Noël y los Reyes Magos se abrazaban… ¡ay, qué cosa tan emotiva y tan de quererse mucho y reconciliarse! Yo es que soy muy de que me lleguen esos mensajes de solidaridad y amor. Muy de tararear “al mundo entero quiero dar, un mensaje de paz” y que se me pongan los pelos a lo afro (los del cuerpo, claro: si los escasos cabellos de cabeza se reproducen lo bastante como para ponerse a lo afro, creeré para siempre en el Milagro de la Navidad; y prometo peregrinar hasta el mismísimo Belén para comerme el pienso que quede en el Sagrado Pesebre, ja me dé una intoxicación de la misma muerte). En fin, que sí, que esos mensajes sentimentaloides y requetemanidos me llegan, a ver qué le voy a hacer. Y así he vivido yo, toda mi existencia: conmovido por los anuncios de la Navidad. Hasta este año. Porque el anuncio de la Lotería de este año, más que conmoverme, me ha perturbado. Y mucho. Al estilo de “El hombre elefante” o “La parada de los monstruos”, pero con purpurina cayendo. Lo que se dice pánico bajo el acebo.
  
¿A quién, en qué momento, se le ha ocurrido juntar a esos cinco entes humanos – ejem- y hacer con ellos… hacer con ellos… hacer con ellos ESO! ¿Quién le ha dado el visto bueno a tamaña MIERDA CATÓDICA? Os juro que, cuando vi por primera vez a esa Montserrat Caballé saliéndose del pellejo; con el peluconazo de Pichardo y los ojos desorbitados, dignos del Stanley Kubrick más siniestro… os juro que supe que iba a dormir mal hasta el mes de mayo, ¡y eso con suerte! ¿Por qué, Señor; por qué me sometes a esta prueba terrible? ¿Por qué pueblas mis pesadillas con semejante Gollum metido a Pimma Donna? La Marta Sánchez más encantada de conocerse a sí misma, que parece a punto de hacerse un dedo mirando su reflejo en un bombo de lotería; ese Bustamante estucado hasta las trancas, que sólo le falta el gotelé, apretando el esfínter para dar semejantes agudos infames; la Niña Pastori, que tiene de Niña lo que yo de fallera mayor (aún no entiendo por qué la han metido a ella en el anuncio; lo mismo por lo de “pastori”, que es tan navideño. “A Belén, Pastori, a Belén, chiquitos…” Eso será); y ya en el colmo del dolor y el insulto, un Rafael (grande, siempre, Raphael) en el extremo de su caricatura, amenazando con comerse a dos o tres figurantes con velita, de tanto que abre la boca. El momento final; lo de la cantinela de los niños de San Ildefonso, ya es que es de cogerse el coño y hacerse la muerta. Con perdón de mis refinados lectores. 


Tanto me ha impresionado este anuncio, que he llegado a pensar que en realidad se trata de una parodia; y en algún momento veremos el spot de verdad, el de quedarse con los ojos húmedos y desear darle un abrazo al primero que se ponga por delante. Pero parece que no, así que ya sólo me queda rezar para que el anuncio de la Coca-Cola me sumerja en un espíritu navideño en condiciones. O ponerme en el youtube aquello de “Las muñecas de famosa se dirigen al portal”. Sí, definitivamente me apunto a esta opción. Porque la melancolía, “en estas fechas tan entrañables”, es algo que nunca falla.
 

lunes, 11 de noviembre de 2013

El huerfanito

Quedarse huérfano es un rollo. Vamos, una solemne putada. Yo no me lo esperaba para nada: lo de quedarme huérfano tan pronto, y de esta manera. Que fuera un rollo sí me lo esperaba. Aunque lo imaginaba de otra forma. La verdad.

Se supone que estas cosas no hay que ventilarlas así, tan públicamente. Y yo lo voy a hacer. ¿Por qué? Porque me da la gana. ¿Para qué? Para desahogarme y poner negro sobre blanco algunas emociones que tengo ahí, atascadas. A ver si de esa manera las ordeno y empiezan a fluir. Porque ahora mismo siento que “todo eso” ha adquirido una textura muy espesa; se ha pegado a las paredes de mi estómago y no sé cómo licuarlo y hacerlo salir. 

Mi madre se llamaba Mari Carmen. Enfermó en enero y murió en febrero. En realidad ya estaba enferma antes, pero no lo sabíamos. Ni ella tampoco. Siempre pensé que, siguiendo la estela de los antecedentes familiares; llegaría un momento en que perdería sus facultades físicas y mentales, y tendríamos que cuidar de ella. Ese era el plan. De hecho llevábamos años (ella y yo; y también mi hermano) preparándonos para esa situación. Preocupados y angustiados, cada uno a su manera. Lanzándonos mensajes de cómo queríamos que eso se gestionase. Y planificando; y creando estructuras mentales para organizarnos; y desarrollando un trabajo intelectual y emocional absolutamente inútil. Inútil porque todo eso no ocurrió. Ni ocurrirá. Ya no ocurrirá nunca. Ni afortunada ni desgraciadamente. Simplemente no ocurrirá. Porque ella enfermó y murió en apenas cuatro semanas. 

Supongo que a todos nos ha pasado en alguna ocasión, sobre todo a personas que (como yo) tienen el hábito de ejercer el control sobre situaciones presentes y futuras. Qué idiotez, lo que acabo de escribir. No de “ejercer el control”, sino de “pretender ejercerlo”. Confieso que dedico gran parte de mis jornadas a imaginar plausibles escenarios de futuro; a evaluar los riesgos y desarrollar soluciones para esas contingencias (generalmente dolorosas) que, en mi fantasía, me pueden entrar por las puertas. Este hábito lo tengo yo muy interiorizado, es fruto de toda una infancia recibiendo la lección: prepárate; sé cauto; adelántate; guarda; prevé, y conserva. Esta forma de abordar la vida me ha sido útil en muchos sentidos, y también me ha causado grandes dosis de infelicidad. O me ha privado de muchos momentos de felicidad, mejor dicho. Porque ese tiempo que dediqué (aún ahora lo hago, me sale solo) a solventar catástrofes futuras lo podría haber invertido en disfrutar (o sufrir, lo que toque) de las realidades presentes. Esto lo veo yo muy claro a nivel racional: y aun así, actúo de otra manera. De acuerdo con mi programación. Mi software. Está claro que necesito un reseteo.

En fin: que no, que al final, como suele ocurrir, todo ocurrió de forma muy distinta a como imaginé; así que mis herramientas, esas que tanto esfuerzo y tiempo y energía había empleado en desarrollar, no sirvieron para nada. En cambio sí que sirvió mi programación; mi software. Y actué de acuerdo con lo que me enseñaron a ser. Todo muy correcto, todo muy controlado, todo muy razonable y comedido y educado y elegante. Hubo mucho amor, y vivimos momentos preciosos. Y me repetía a mí mismo que la aceptación es la mejor forma de abordar estos temas. Mientras, iba interiorizando esa idea de la orfandad: tarareaba a todas horas la canción de “El huerfanito"” y hasta me hacía gracia la ocurrencia. Fíjate tú que cosa tan frívola. Por una vez, no pensaba en el futuro: demasiado tenía con enfrentar lo cotidiano, el minuto a minuto. Sí que pude disfrutar de esas cuatro semanas de despedida. Lo digo así, con mayúsculas, a despecho de quien sea: DISFRUTAR. Porque fueron un regalo. Y también una putada. Al final, como suele ocurrir en estas historias, mi madre se murió. Y ahora sí que sí: ahora soy huérfano. Qué cambio tan enorme y tan difícil de asumir. No en lo racional... sino más abajo. Ahí es donde la barca zozobra.

Ser huérfano es un soberano coñazo: como dice mi tía Concha, muy gráficamente, te quedas en primera fila, con la espalda descubierta. Ya no es sólo echar de menos a tu madre, y todas esas carencias más o menos cotidianas que su ausencia genera. Es que tú, como persona, cambias. Al menos yo lo estoy viviendo así. Y hay lugares a los que mi enorme capacidad de raciocinio no puede llegar. Emociones que, desde la cabeza, no puedo gestionar. La ira es una de ellas, quizá la más acuciante y a la que a mí me cuesta más trabajo dar salida. Porque me enseñaron que enfadarse no es cosa de hombres cabales, y no sirve para nada. Poco pragmático; irrazonable; inútil; vulgar. Y el caso es que estoy tela de cabreado. Ya ves tú. 

Ante este panorama; y en vista de que mis herramientas habituales no terminan de funcionar; he decidido entregarme a la experimentación, y explorar esos otros ámbitos que tengo yo tan demonizados: la intuición; lo espiritual; lo corporal. A ver si me funciona. Lo malo es que me cuesta muchísimo trabajo entrar a fondo en esos parajes. Me siento como un niño pequeño que debe aprender a andar, y tiene miedo y piensa que las piernas nunca le funcionarán correctamente. Esto a mí me jode tela: porque suelo tener prisa y en general demuestro bastante destreza en casi todos los ámbitos de la vida. Así que este trabajo tan lento y tan desconcertante a veces me desespera. Pero aun así, persistiré. Porque no me queda más remedio. Y porque, a pesar del temor, creo que me puede hacer mucho bien. En ese “nuevo camino”, este sábado asistí (como espectador) a una sesión de Constelaciones Familiares. Fue una experiencia curiosa, pero hablaré de ella otro día, porque hoy ya está bueno lo bueno. 

NOTA: En la foto, con mi madre, en la boda de mi hermano. Fue un día muy feliz. No sé qué más decir.