martes, 13 de mayo de 2014

Químicamente



Qué bien se está cuando se descansa bien. Esta aseveración, que parece una perogrullada (porque lo es), tiene en mi existencia muchísimo sentido. Es que yo tengo una relación muy complicada con el descanso en general, y con el sueño nocturno en particular. La cosa empezó a complicarse cuando era un chavalín (no hace tanto de eso, cabrones. ¿o sí?). Como ya dije en una ocasión, mi abuela desarrolló demencia senil, y yo compartí dormitorio con ella durante los años del instituto. Camas vecinas en una habitación de pequeñas dimensiones. Ella, que tenía la pinza bastante ida y los biorritmos más alterados que Pocholo en una fiesta rave; se pasaba las noches reza que te reza y hablando con familiares difuntos o gente imaginaria. Gente imaginaria muy pesada, debo precisar, porque le daban cháchara hasta las claritas del día. La pobre no tenía culpa de nada, pero claro, aquí el menda amasaba el colchón de tantas vueltas que daba en la cama, sin poder conciliar el sueño. Esta situación llegó a ser tela de agobiante, sobre todo en época de exámanes, y más teniendo en cuenta lo apretaíto que yo era (sigo siendo) para casi todo. Un agobio permanente y sudores fríos sobre la almohada. Es que además tengo muy poquita paciencia y tiendo fácilmente a la obsesión, a los pensamientos circulares y las fantasías de futuras catastróficas desdichas. Así que imaginad el cuadro: ella repitiendo hasta la saciedad un Padrenuestro eterno (me cago en el que inventó el rosario, malas puñalás le den); y yo venga a darle vueltas a la lavadora, sintiéndome peor que un peruano sin su poncho y su llama y su ocarina. Valiente panorama. Y ahí; en medio de esa tempesatad tan estresante; una noche me levanté a pasear mi insomnio por el salón y, en un gesto desesperado, asalté el famoso cajón de las medicinas. Es que mi madre era enfermera, y teníamos en casa un cajón que ríete tú de los depósitos de la Bayer. Había allí una muestrita de todas las drogas (legales) inventadas hasta la fecha. Mi madre las tenía recortaditas y metidas en botes de plástico, con su cartelito identificativo y todo. Creo recordar que lo primero que me eché a la boca (clandestinamente, por supuesto) fue todo un clásico de los sedantes: el famoso Valium 5, que tan buenos momentos ha dado a amas de casa frustradas y afectados por tirones musculares. Oye, qué bien, qué alegría, qué gusto. Al poquito de tomármelo entré en un sueño beatífico, y ya me daba lo mismo que mi abuela recitara el Avemaría del revés o que se pusiera a discutir de geoestrategia con Napoleón Bonaparte. Claro, lo que ocurrió después... pues ya os lo podéis imaginar, con lo vicioso que es aquí el pequeño. Iba a valium por madrugada, a un ritmo de consumo digno de la mismísima Carmina en sus más locuelos momentos marroquíes. Preciosísimo, vamos. Cuando mi organismo se habituó al diazepan, tuve que elevarme a otro escalón de dopaje, y echando mano de otro de los botes de mi madre (éste de tapa roja, indicativa de peligro extremo; ella era muy de cuidar esos detalles) me pasé al Tranxilium 10, droga ésta un poquito más dura que a mí siempre me ha sentado estupendamente. Mucho mejor que el Valium. Dónde va a parar.

Más tarde hicimos obra en casa y mi abuela pasó a otro dormitorio, así que yo pude dejar las pastillas y recuperar unos hábitos de sueño más o menos razonables sin necesidad de narcóticos. Pero claro, la afición ya estaba ahí; el gusto por la química se había asentado en mi pequeño cuerpecito y ese efecto balsámico, esa sensación tan placentera de descanso profundo y de pasotismo extremo  y de beatitud, ya no se me podía olvidar. Además, hay que tener en cuenta que yo tengo mucha tendencia a las obsesiones y los dramas. Esto mis amig@s los han sufrido (y aún lo padecen) con más o menos frecuencia: me meto en mi tragedia existencial y a Dama de las Camelias no me gana ni Sarita Montiel (Q.E.P.D.). Sólo me faltan el polisón y un abanico de plumas (valiente mariconada de precisión. En fin...). Pues eso: que cuando me han venido perrendengues vitales; o simplemente cuando hay luna llena (que a mí me transtorna mucho el ritmo del sueño, vaya usté a saber por qué) echo mano de la farmacopea con una alegría que da gusto verme. Cantando eso de “pastillas, Danone, listas para gustar”, con mi cajita de ansiolíticos en una mano y un vaso de cerveza en la otra (sí, soy muy de mezclar las pastillas con un poquito de alcohol, qué pasa). La pena es que ya no tengo a mi madre de camella, y debo buscarme la vida para empastillarme cuando lo necesito (o creo que me puede venir bien. Porque a mí no me tiembla el pulso a la hora de automedicarme. ¡Acabáramos!). Menos mal que uno tiene sus contactos: en mi círculo cercano hay otr@s tan tarad@s como yo, y médicos facilones que recetan antidepresivos y ansiolíticos como si fueran caramelos sugus. De hecho, la última vez que andaba yo un poquito alterado por mis quisicosas personales, mi médico de cabecera me prescribió Lexatín sin hacerme muchas preguntas. Por si fuera poco ese generoso gesto, va y me dice que lo consuma “a demanda”. ¡”A demanda”!. Osea, que me autorizaba a zamparme la caja entera si me daba la gana. No digáis que no es una persona adorable. A punto estuve de zamparle dos besos en sendas mejillas. Pero me pareció un detalle demasiado confianzudo y me corté. Con mi recetita de Lexatín en la mano, eso sí. Aferrándome a ella al más puro estilo Gollum en “El señor de los anillos”. Mi tesssssorooooo...

A lo largo de los años, como podréis comprender, he ido adquiriendo un conocimiento bastante prolijo en torno al universo pastilleril; y ya hay alguna gente que me consulta qué sustancia debe ingerir para aliviar determinados dolores (físicos o espirituales). Me he convertido en una especie de Coach pastillero, por así decirlo. Y en esa línea, así gratuitamente pero SIN ÁNIMO PROSELITISTA (esto que quede claro, no sea que vengan los de la CIA y me detengan por incitar al consumo de estupefacientes); os dejo un listadillo con mis cápsulas favoritas. No dan la felicidad, pero provocan un efecto tan parecido...

- Valium 5. Esta ya la superé yo, pero así en plan suavito, para quien no tiene el cuerpo hecho a todas estas sustancias, pues está bien. Relaja y ayuda a conciliar el sueño. Podríamos asimilarlo, metafóricamente, a un bar de primeras copas. Light, zen, chill out. Suficiente como iniciación.

- Tranxilium 10 (o 15, para los muy viciosos). ¡Ay! A esta es que le tengo yo muchísimo cariño, aunque hace años que no la cato. Creo que se pasó de moda, osea que ahora, encima, es "vintage". A mí es que me encanta, pero soy tan poco objetivo...

- Orfidal. Claramente sobrevalorada. No me produce apenas efecto; y ni siquiera da especial buen rollo, ni demasiada relajación. Que no, que no, que no me gusta el orfidal.

- Lexatín. Bueno, esto es una maravilla de la ciencia. A mí no me da sueño (salvo si lo mezclo con cerveza); pero cuando estoy en plena crisis de ansiedad, consigue detener mis pensamientos circulares; poner freno a mis obsesiones; y regalarme una sensación muy de pasar de todo, de estar en armonía con el fluir de la vida, de “aquí y ahora” y al carajo todo lo demás... El Lexatín: qué gran amigo. Necesario, estupendo; imprescindible en el botiquín de toda desquiciada que se precie de serlo (como yo)

- Dormidina. Esto tiene mucha tela: la doxilamina te la venden sin receta; y a mí me parece perfecto, oyes, pero no entiendo la razón. Porque una pastilla de dormidina te mete un pelotazo que pa qué las prisas. A mí, para dormir, es la que más efecto me hace, e incluso me deja resaquilla al día siguiente. Pero una resaca no del todo desagradable. Qué cosas. Me va, me va, me vaaaa...

- Atarax. Dentro del sugestivo mundo de los antihistamínicos orales, el atarax destaca porque te mete un zurriagazo en las meninges que caes muerto a los diez minutos. Y te garantiza un sueño perfectamente reparador de al menos siete horas. A mí es el que me deja mejor cuerpo al día siguiente, hace que me levante con mucha energía y como muy ocurrente y alegre y activo y perspicaz. Una joya, vamos.

- Myolastán. Relajante muscular contra el que se está haciendo una inmerecida campaña de desprestigio, sospecho que con la intención de hacernos más infelices y más dóciles y más puteables. Quizá la CIA tenga mano aquí, no me extrañaría nada. El Myolastán, además de aliviar esos dolores musculares tan insoportables que tod@s hemos padecido alguna vez; te deja en un estado hipnótico celestial que dura horas y horas y horas. De levantarse con cara de Isabel Preysler en la portada navideña del Hola. Magnífico siempre.

- Tranquimacín. Confieso con cierta vergüenza que aún no lo he probado. Pero una amiga muy querida me ha pasado uno, que tengo guardadito para cuando se dé la ocasión propicia de zampármelo. Ya os contaré.

Bueno, aquí lo dejo. Del ibuprofeno y sus milagrosos efectos; y de la Dolantina, que es ya otro nivel, para usuarios muy avanzados; quizá hable otro día. Para terminar, os propongo un juego: ¿cuál de las pastillas anteriormente mencionadas es la responsable de mi optimismo matinal de hoy? A quien acierte, le regalo un gallifante. O le paso un Lexatín, así como de extranjis, que tiene mucha más gracia.

VÍDEO: Maravillosa canción de “La casa azul”, con cuya letra, como imaginaréis, me siento muy identificado.

lunes, 12 de mayo de 2014

Elogio de lo hortera




Reconozco abiertamente que soy un hortera. Lo soy porque me pierden el brilli-brilli y ciertas extravagancias barrocas en lo estético y lo musical y lo social. A veces pienso que esa escora mía hacia todo lo estridente se ha convertido en una especie de forma de rebeldía, una reacción contra el esnobismo y la corrección política (dos conceptos que, como mis sufridos lectores habréis notado en pasadas actualizaciones, detesto profundamente). Quizá en el fondo; bajo las lentejuelas y las lucecitas con que me adorno a veces; existe un superbala más sencillito y menos ruidoso. Bueno, quizá no: os aseguro que ese superbala existe. También existe, digo. Porque aquí el menda es uno y trino (sin ánimo de resultar irrespetuoso); o múltiple, mejor dicho. Como todos, supongo. Pero vamos a reconducir esto, que yo quiero halar hoy de un evento muy concreto, y ya estoy metido hasta el cuello en un enorme circunloquio. Ejem, ejem...

Pues sí, soy un hortera, y por eso me gusta ver cada año el Festival de Eurovisión. Es que hay que joderse: ya la misma palabra “Festival” tiene su caspita y su matiz sepia, ¿verdad? Pronúnciala en voz alta: “Festival”. Como por conjuro, de pronto el mundo se destiñe y parece que lo vemos todo en blanco y negro, con moños muy altos y pantalones de campaña y rutilantes estrellas que descienden por escaleras imposibles de inmaculado cartón piedra. Hay orquesta en directo, bailarines embutidos en turgentes mallas y mucho zoom. Vamos, una maravilla. Ya, ya sé que igual todo esto lo fabula mi desquiciada mente fantasiosa... pero es un poco así, no me digáis que no. “Festival”. Ahí lo llevas, con toda su ranciedad. Salen solos “Benidorm”, “San Remo”, “La OTI” y Viña del Mar”. Vamos, que sólo falta Alfredo Landa brindando con Lina Morgan. O con Laurita Valenzuela. Deliciosamente kistch. Me superencanta.

El evento eurovisivo marcaba una fecha roja en los calendarios de mi infancia y juventud. En las tuyas también, seguramente, porque los de mi quinta crecimos con un solo canal de TV, así que estas cosas había que tragárselas sí o sí, junto con “Dallas”, “El osito Misha” y el mítico “Un, dos, tres” (apagar la tele no era una opción plausible). Cuando llegaba el gran día de Eurovisión, nos sentábamos delante de la caja tonta, dispuestos a ver qué injusticia se cometía un año más con nuestra querida España. Porque Europa nos ha tratado siempre muy malamente. Incomprendidos totales. Mucho venir a Palma de Mallorca a jincharse de cerveza, pero de votos, cortitos con sifón. Y así seguimos, aún hoy. Si no, que se lo digan a Rodolfo Chiquilicuatre o a Pastora Soler, dos ejemplos muy claros de pucherazo eurofestivalero. Ambos merecieron mucho más. Claro que además ahora, con todas las movidas geopolíticas y el televoto y demás monsergas, lo de la música y el espectáculo ha pasado a un segundo plano. Y aun así, yo sigo disfrutando enormemente con el momento de las votaciones: experimento ahí un brote de patriotismo muy pedestre, que sólo me sale en estas situaciones idiotas o cuando viajo al extranjero; y protesto y despotrico e insulto a los portugueses, que este año no nos han dado ni un triste voto. “Hay que ser malnacidos, con la de toallas y gallitos meteorológicos que les hemos comprado en estas últimas décadas”. “Valiente mancha de hijosdeputa lusos”; “me cago en toda la casta de Ronaldo”; “Merecida tienen la crisis tan gorda que les ha entrado por las puertas”. Y otras cuantas lindezas por el estilo. Qué a gusto me quedo, qué desahogadito. Terapéutico cien por cien. Deberían recetar las votaciones de Eurovisión junto con los orfidales. Ahí dejo lanzada la idea.

Este año me siento especialmente indignado (ya, ya sé que Eurovisión no merece que yo me indigne, pero soy así de temperamental, qué vamos a hacerle) por el guirigay (qué gran palabra, qué de posibilidades tiene para hacer un chiste)  que se ha montado a cuenta de la tal Conchita Wurst. La de la barba, vaya; la que ha ganado. Al margen de si la canción nos gusta o no (a mí me parece un truñaco); y de si la ¿muchacha? canta mejor o peor (es lo de menos, obviamente); lo que me tiene alucinado es la cantidad de idioteces que se están diciendo en torno a este personaje televisivo y su – presuntamente- reivindicativa barba. Que si es un símbolo de la diversidad; que si es una forma de reivindicar los derechos de los maricones... hay que joderse. Vamos a ver, ladies and gentlemen (esto estaba deseando yo escribirlo): este muchacho se inventó el personaje para llamar la atención, sin más. Y vive Dios que lo ha conseguido. Se ha puesto pelucón y se ha dejado barba para salir más por la tele y para que nos chirríe la vista; con la única intención de distinguirse y sobresalir en este mundo en el que, según parece, determinado tipo de extravagancia llama mucho la atención. ¿Su auténtica voluntad es abanderar la idea de diversidad y dar un mensaje de amor y paz entre los pueblos y que los maricones de Rusia vivan en un ambiente de más libertad? Anda ya, porfaplís, no seamos tan ingenuos. Pretendía destacar de alguna manera, y ya de paso aprovechó los graznidos de los retrógrados recalcitrantes de siempre para echar sus lagrimitas, esgrimir la bandera de los marginados del mundo y hacer su particular negocio. Y muy bien que lo veo, oigauhté. Pero de ahí a ponerle una estatua en la Plaza de España y subirla a los altares a lo Karol Wojtyla (ese es otro tema)... pues... francamente... Yo no vi nada de todo eso: en cambio, sí que vi a un chavalito con barba y peluca que cantaba bastante bien una melodía cursilérrima y pretenciosa. Y, dándome un poco de grima, me llamó la atención, por encima del resto. Era lo que él pretendía, al fin y al cabo. Así que ole por Conchita.

En realidad, lo que más coraje me da es que, una vez más, los centroeuropeos se nos han adelantado, enviando a Eurovisión a una cantante con barba. Tenemos nosotros aquí, de toda la vida, a IpuntoPpunto; que no necesita postizo ninguno y encima lo mismo te canta una copla que te monta una operación monísima de blanqueo de capitales. Vamos, triunfo asegurado. Pero se nos pasó ese tren. Maldita sea. Cagoentó.