martes, 13 de mayo de 2014

Químicamente



Qué bien se está cuando se descansa bien. Esta aseveración, que parece una perogrullada (porque lo es), tiene en mi existencia muchísimo sentido. Es que yo tengo una relación muy complicada con el descanso en general, y con el sueño nocturno en particular. La cosa empezó a complicarse cuando era un chavalín (no hace tanto de eso, cabrones. ¿o sí?). Como ya dije en una ocasión, mi abuela desarrolló demencia senil, y yo compartí dormitorio con ella durante los años del instituto. Camas vecinas en una habitación de pequeñas dimensiones. Ella, que tenía la pinza bastante ida y los biorritmos más alterados que Pocholo en una fiesta rave; se pasaba las noches reza que te reza y hablando con familiares difuntos o gente imaginaria. Gente imaginaria muy pesada, debo precisar, porque le daban cháchara hasta las claritas del día. La pobre no tenía culpa de nada, pero claro, aquí el menda amasaba el colchón de tantas vueltas que daba en la cama, sin poder conciliar el sueño. Esta situación llegó a ser tela de agobiante, sobre todo en época de exámanes, y más teniendo en cuenta lo apretaíto que yo era (sigo siendo) para casi todo. Un agobio permanente y sudores fríos sobre la almohada. Es que además tengo muy poquita paciencia y tiendo fácilmente a la obsesión, a los pensamientos circulares y las fantasías de futuras catastróficas desdichas. Así que imaginad el cuadro: ella repitiendo hasta la saciedad un Padrenuestro eterno (me cago en el que inventó el rosario, malas puñalás le den); y yo venga a darle vueltas a la lavadora, sintiéndome peor que un peruano sin su poncho y su llama y su ocarina. Valiente panorama. Y ahí; en medio de esa tempesatad tan estresante; una noche me levanté a pasear mi insomnio por el salón y, en un gesto desesperado, asalté el famoso cajón de las medicinas. Es que mi madre era enfermera, y teníamos en casa un cajón que ríete tú de los depósitos de la Bayer. Había allí una muestrita de todas las drogas (legales) inventadas hasta la fecha. Mi madre las tenía recortaditas y metidas en botes de plástico, con su cartelito identificativo y todo. Creo recordar que lo primero que me eché a la boca (clandestinamente, por supuesto) fue todo un clásico de los sedantes: el famoso Valium 5, que tan buenos momentos ha dado a amas de casa frustradas y afectados por tirones musculares. Oye, qué bien, qué alegría, qué gusto. Al poquito de tomármelo entré en un sueño beatífico, y ya me daba lo mismo que mi abuela recitara el Avemaría del revés o que se pusiera a discutir de geoestrategia con Napoleón Bonaparte. Claro, lo que ocurrió después... pues ya os lo podéis imaginar, con lo vicioso que es aquí el pequeño. Iba a valium por madrugada, a un ritmo de consumo digno de la mismísima Carmina en sus más locuelos momentos marroquíes. Preciosísimo, vamos. Cuando mi organismo se habituó al diazepan, tuve que elevarme a otro escalón de dopaje, y echando mano de otro de los botes de mi madre (éste de tapa roja, indicativa de peligro extremo; ella era muy de cuidar esos detalles) me pasé al Tranxilium 10, droga ésta un poquito más dura que a mí siempre me ha sentado estupendamente. Mucho mejor que el Valium. Dónde va a parar.

Más tarde hicimos obra en casa y mi abuela pasó a otro dormitorio, así que yo pude dejar las pastillas y recuperar unos hábitos de sueño más o menos razonables sin necesidad de narcóticos. Pero claro, la afición ya estaba ahí; el gusto por la química se había asentado en mi pequeño cuerpecito y ese efecto balsámico, esa sensación tan placentera de descanso profundo y de pasotismo extremo  y de beatitud, ya no se me podía olvidar. Además, hay que tener en cuenta que yo tengo mucha tendencia a las obsesiones y los dramas. Esto mis amig@s los han sufrido (y aún lo padecen) con más o menos frecuencia: me meto en mi tragedia existencial y a Dama de las Camelias no me gana ni Sarita Montiel (Q.E.P.D.). Sólo me faltan el polisón y un abanico de plumas (valiente mariconada de precisión. En fin...). Pues eso: que cuando me han venido perrendengues vitales; o simplemente cuando hay luna llena (que a mí me transtorna mucho el ritmo del sueño, vaya usté a saber por qué) echo mano de la farmacopea con una alegría que da gusto verme. Cantando eso de “pastillas, Danone, listas para gustar”, con mi cajita de ansiolíticos en una mano y un vaso de cerveza en la otra (sí, soy muy de mezclar las pastillas con un poquito de alcohol, qué pasa). La pena es que ya no tengo a mi madre de camella, y debo buscarme la vida para empastillarme cuando lo necesito (o creo que me puede venir bien. Porque a mí no me tiembla el pulso a la hora de automedicarme. ¡Acabáramos!). Menos mal que uno tiene sus contactos: en mi círculo cercano hay otr@s tan tarad@s como yo, y médicos facilones que recetan antidepresivos y ansiolíticos como si fueran caramelos sugus. De hecho, la última vez que andaba yo un poquito alterado por mis quisicosas personales, mi médico de cabecera me prescribió Lexatín sin hacerme muchas preguntas. Por si fuera poco ese generoso gesto, va y me dice que lo consuma “a demanda”. ¡”A demanda”!. Osea, que me autorizaba a zamparme la caja entera si me daba la gana. No digáis que no es una persona adorable. A punto estuve de zamparle dos besos en sendas mejillas. Pero me pareció un detalle demasiado confianzudo y me corté. Con mi recetita de Lexatín en la mano, eso sí. Aferrándome a ella al más puro estilo Gollum en “El señor de los anillos”. Mi tesssssorooooo...

A lo largo de los años, como podréis comprender, he ido adquiriendo un conocimiento bastante prolijo en torno al universo pastilleril; y ya hay alguna gente que me consulta qué sustancia debe ingerir para aliviar determinados dolores (físicos o espirituales). Me he convertido en una especie de Coach pastillero, por así decirlo. Y en esa línea, así gratuitamente pero SIN ÁNIMO PROSELITISTA (esto que quede claro, no sea que vengan los de la CIA y me detengan por incitar al consumo de estupefacientes); os dejo un listadillo con mis cápsulas favoritas. No dan la felicidad, pero provocan un efecto tan parecido...

- Valium 5. Esta ya la superé yo, pero así en plan suavito, para quien no tiene el cuerpo hecho a todas estas sustancias, pues está bien. Relaja y ayuda a conciliar el sueño. Podríamos asimilarlo, metafóricamente, a un bar de primeras copas. Light, zen, chill out. Suficiente como iniciación.

- Tranxilium 10 (o 15, para los muy viciosos). ¡Ay! A esta es que le tengo yo muchísimo cariño, aunque hace años que no la cato. Creo que se pasó de moda, osea que ahora, encima, es "vintage". A mí es que me encanta, pero soy tan poco objetivo...

- Orfidal. Claramente sobrevalorada. No me produce apenas efecto; y ni siquiera da especial buen rollo, ni demasiada relajación. Que no, que no, que no me gusta el orfidal.

- Lexatín. Bueno, esto es una maravilla de la ciencia. A mí no me da sueño (salvo si lo mezclo con cerveza); pero cuando estoy en plena crisis de ansiedad, consigue detener mis pensamientos circulares; poner freno a mis obsesiones; y regalarme una sensación muy de pasar de todo, de estar en armonía con el fluir de la vida, de “aquí y ahora” y al carajo todo lo demás... El Lexatín: qué gran amigo. Necesario, estupendo; imprescindible en el botiquín de toda desquiciada que se precie de serlo (como yo)

- Dormidina. Esto tiene mucha tela: la doxilamina te la venden sin receta; y a mí me parece perfecto, oyes, pero no entiendo la razón. Porque una pastilla de dormidina te mete un pelotazo que pa qué las prisas. A mí, para dormir, es la que más efecto me hace, e incluso me deja resaquilla al día siguiente. Pero una resaca no del todo desagradable. Qué cosas. Me va, me va, me vaaaa...

- Atarax. Dentro del sugestivo mundo de los antihistamínicos orales, el atarax destaca porque te mete un zurriagazo en las meninges que caes muerto a los diez minutos. Y te garantiza un sueño perfectamente reparador de al menos siete horas. A mí es el que me deja mejor cuerpo al día siguiente, hace que me levante con mucha energía y como muy ocurrente y alegre y activo y perspicaz. Una joya, vamos.

- Myolastán. Relajante muscular contra el que se está haciendo una inmerecida campaña de desprestigio, sospecho que con la intención de hacernos más infelices y más dóciles y más puteables. Quizá la CIA tenga mano aquí, no me extrañaría nada. El Myolastán, además de aliviar esos dolores musculares tan insoportables que tod@s hemos padecido alguna vez; te deja en un estado hipnótico celestial que dura horas y horas y horas. De levantarse con cara de Isabel Preysler en la portada navideña del Hola. Magnífico siempre.

- Tranquimacín. Confieso con cierta vergüenza que aún no lo he probado. Pero una amiga muy querida me ha pasado uno, que tengo guardadito para cuando se dé la ocasión propicia de zampármelo. Ya os contaré.

Bueno, aquí lo dejo. Del ibuprofeno y sus milagrosos efectos; y de la Dolantina, que es ya otro nivel, para usuarios muy avanzados; quizá hable otro día. Para terminar, os propongo un juego: ¿cuál de las pastillas anteriormente mencionadas es la responsable de mi optimismo matinal de hoy? A quien acierte, le regalo un gallifante. O le paso un Lexatín, así como de extranjis, que tiene mucha más gracia.

VÍDEO: Maravillosa canción de “La casa azul”, con cuya letra, como imaginaréis, me siento muy identificado.

lunes, 12 de mayo de 2014

Elogio de lo hortera




Reconozco abiertamente que soy un hortera. Lo soy porque me pierden el brilli-brilli y ciertas extravagancias barrocas en lo estético y lo musical y lo social. A veces pienso que esa escora mía hacia todo lo estridente se ha convertido en una especie de forma de rebeldía, una reacción contra el esnobismo y la corrección política (dos conceptos que, como mis sufridos lectores habréis notado en pasadas actualizaciones, detesto profundamente). Quizá en el fondo; bajo las lentejuelas y las lucecitas con que me adorno a veces; existe un superbala más sencillito y menos ruidoso. Bueno, quizá no: os aseguro que ese superbala existe. También existe, digo. Porque aquí el menda es uno y trino (sin ánimo de resultar irrespetuoso); o múltiple, mejor dicho. Como todos, supongo. Pero vamos a reconducir esto, que yo quiero halar hoy de un evento muy concreto, y ya estoy metido hasta el cuello en un enorme circunloquio. Ejem, ejem...

Pues sí, soy un hortera, y por eso me gusta ver cada año el Festival de Eurovisión. Es que hay que joderse: ya la misma palabra “Festival” tiene su caspita y su matiz sepia, ¿verdad? Pronúnciala en voz alta: “Festival”. Como por conjuro, de pronto el mundo se destiñe y parece que lo vemos todo en blanco y negro, con moños muy altos y pantalones de campaña y rutilantes estrellas que descienden por escaleras imposibles de inmaculado cartón piedra. Hay orquesta en directo, bailarines embutidos en turgentes mallas y mucho zoom. Vamos, una maravilla. Ya, ya sé que igual todo esto lo fabula mi desquiciada mente fantasiosa... pero es un poco así, no me digáis que no. “Festival”. Ahí lo llevas, con toda su ranciedad. Salen solos “Benidorm”, “San Remo”, “La OTI” y Viña del Mar”. Vamos, que sólo falta Alfredo Landa brindando con Lina Morgan. O con Laurita Valenzuela. Deliciosamente kistch. Me superencanta.

El evento eurovisivo marcaba una fecha roja en los calendarios de mi infancia y juventud. En las tuyas también, seguramente, porque los de mi quinta crecimos con un solo canal de TV, así que estas cosas había que tragárselas sí o sí, junto con “Dallas”, “El osito Misha” y el mítico “Un, dos, tres” (apagar la tele no era una opción plausible). Cuando llegaba el gran día de Eurovisión, nos sentábamos delante de la caja tonta, dispuestos a ver qué injusticia se cometía un año más con nuestra querida España. Porque Europa nos ha tratado siempre muy malamente. Incomprendidos totales. Mucho venir a Palma de Mallorca a jincharse de cerveza, pero de votos, cortitos con sifón. Y así seguimos, aún hoy. Si no, que se lo digan a Rodolfo Chiquilicuatre o a Pastora Soler, dos ejemplos muy claros de pucherazo eurofestivalero. Ambos merecieron mucho más. Claro que además ahora, con todas las movidas geopolíticas y el televoto y demás monsergas, lo de la música y el espectáculo ha pasado a un segundo plano. Y aun así, yo sigo disfrutando enormemente con el momento de las votaciones: experimento ahí un brote de patriotismo muy pedestre, que sólo me sale en estas situaciones idiotas o cuando viajo al extranjero; y protesto y despotrico e insulto a los portugueses, que este año no nos han dado ni un triste voto. “Hay que ser malnacidos, con la de toallas y gallitos meteorológicos que les hemos comprado en estas últimas décadas”. “Valiente mancha de hijosdeputa lusos”; “me cago en toda la casta de Ronaldo”; “Merecida tienen la crisis tan gorda que les ha entrado por las puertas”. Y otras cuantas lindezas por el estilo. Qué a gusto me quedo, qué desahogadito. Terapéutico cien por cien. Deberían recetar las votaciones de Eurovisión junto con los orfidales. Ahí dejo lanzada la idea.

Este año me siento especialmente indignado (ya, ya sé que Eurovisión no merece que yo me indigne, pero soy así de temperamental, qué vamos a hacerle) por el guirigay (qué gran palabra, qué de posibilidades tiene para hacer un chiste)  que se ha montado a cuenta de la tal Conchita Wurst. La de la barba, vaya; la que ha ganado. Al margen de si la canción nos gusta o no (a mí me parece un truñaco); y de si la ¿muchacha? canta mejor o peor (es lo de menos, obviamente); lo que me tiene alucinado es la cantidad de idioteces que se están diciendo en torno a este personaje televisivo y su – presuntamente- reivindicativa barba. Que si es un símbolo de la diversidad; que si es una forma de reivindicar los derechos de los maricones... hay que joderse. Vamos a ver, ladies and gentlemen (esto estaba deseando yo escribirlo): este muchacho se inventó el personaje para llamar la atención, sin más. Y vive Dios que lo ha conseguido. Se ha puesto pelucón y se ha dejado barba para salir más por la tele y para que nos chirríe la vista; con la única intención de distinguirse y sobresalir en este mundo en el que, según parece, determinado tipo de extravagancia llama mucho la atención. ¿Su auténtica voluntad es abanderar la idea de diversidad y dar un mensaje de amor y paz entre los pueblos y que los maricones de Rusia vivan en un ambiente de más libertad? Anda ya, porfaplís, no seamos tan ingenuos. Pretendía destacar de alguna manera, y ya de paso aprovechó los graznidos de los retrógrados recalcitrantes de siempre para echar sus lagrimitas, esgrimir la bandera de los marginados del mundo y hacer su particular negocio. Y muy bien que lo veo, oigauhté. Pero de ahí a ponerle una estatua en la Plaza de España y subirla a los altares a lo Karol Wojtyla (ese es otro tema)... pues... francamente... Yo no vi nada de todo eso: en cambio, sí que vi a un chavalito con barba y peluca que cantaba bastante bien una melodía cursilérrima y pretenciosa. Y, dándome un poco de grima, me llamó la atención, por encima del resto. Era lo que él pretendía, al fin y al cabo. Así que ole por Conchita.

En realidad, lo que más coraje me da es que, una vez más, los centroeuropeos se nos han adelantado, enviando a Eurovisión a una cantante con barba. Tenemos nosotros aquí, de toda la vida, a IpuntoPpunto; que no necesita postizo ninguno y encima lo mismo te canta una copla que te monta una operación monísima de blanqueo de capitales. Vamos, triunfo asegurado. Pero se nos pasó ese tren. Maldita sea. Cagoentó.


lunes, 28 de abril de 2014

Exabrupto




Un niño tropieza, trastabilla y cae de bruces al suelo, dándose un golpe tremendo en la cabeza. Su madre, que lo observa y vigila de cerca, se aproxima a él; le sacude la arena del peto vaquero; le da un beso en la coronilla; y componiendo una radiante sonrisa le dice, musicalmente” ea, ea, ea. No llores, que no ha sido nada”. Con su mejor intención le quita importancia al trompazo; le enseña a su hijo que ese dolor, ese malestar, esa rabia y esa impotencia que siente como un zarpazo, no son asuntos de gravedad. Le tatúa en el corazón que hay que poner al mal tiempo buena cara; que llorar está muy feo; que enfadarse y patalear, aun después de haber estado uno a punto de partirse la crisma, no son actitudes propias de un niño bueno.
 

Luego, ya de mayores, algunos repiten ese comportamiento aprendido, y pregonan así, públicamente (incluso se dicen a sí mismos, en privado) que todo está fetén; que no les duelen ni la garganta ni el corazón; que el trabajo les va guay y el amor es una seda y la vida les sonríe y todo el universo corea una canción de Paulina Rubia que habla de fiesta y de alegría y de felicidad la la la la. Aunque en el fondo de su corazón las estén pasando putas. Incluso cuando se enfrentan a situaciones críticas o angustiosas o simple y llanamente jodidas (que a todos nos tocan a veces, leches ya!). “Hay que ser positivo”; “quitémosle hierro al asunto”; “no es para tanto”; “mejor reírse de esas cosas”; “lo saludable es afrontarlo con humor”. Yo he sido a veces uno de esos: de los evitan (o directamente niegan) las sombras de la vida y piensan que sólo cuando uno se ríe de sus miserias ha conseguido superarlas. Que es más valiente y más razonable y más sano mantener siempre eso que está tan de moda, "una actitud positiva". Ahora no; ya no lo veo así.

Ahora pienso que tengo derecho a encontrarme mal, y a decírmelo a mí mismo, y a comunicarlo a los demás; que he pasado por experiencias que no me hacen ni puta gracia, y eso es así aquí y en Sebastopol de la Guinea, y seguirá siendo así in secula seculorum. Y creo que verlo de esa manera, sin el disfraz de la carcajada ni el barniz de la brillantina; reconocerlo; respirar ese dolor y esa rabia y ese malestar; experimentarlos, aceptarlos y vivirlos, sin especial dramatismo, y sin "quitarle hierro" tampoco; me hace mucho bien. Ya ves tú. Ni regodeo ni evitación. Simplemente concederme la oportunidad de explorar los agujeros que a veces me brotan en el pecho y en la biografía, y aceptar que forman parte de esta experiencia. Tal cual son, sin pintarlos de colorín ni añadirles autocompasión ni agitarlos para que huelan peor ni bañarlos de desodorante. Esto seguro que les chirría mucho a los PaoloCohelistas. Qué le vamos a hacer.

Todo esto lo escribo hoy, cuando, curiosamente, me encuentro bastante bien y bastante tranquilo (un poco resfriado, eso sí). Por alguna razón, he sentido el impulso de decirlo. Quizá porque llevo un tiempo dándole vueltas a este asunto. Por romper una lanza en favor de los que no estamos todo el puñetero día happy-happy. Por dejar claro que, cuando digo que me encuentro mal, lo que me ayuda es que me comprendan y me escuchen y me abracen, sin lecciones morales ni frases que contengan la perífrasis “deberías + infinitivo”.

De hecho, la “perífrasis “deberías + infinitivo” tendría que estar prohibida. (Mierda. Ya he dicho “tendría que + infinitivo”, que al fin y al cabo es lo mismo. Contradictorio que es uno. Hay que ver…)

viernes, 21 de marzo de 2014

Estereotipadamente


Lo he pensado muchas veces: ¿qué ocurre primero, la realidad o el estereotipo que define determinadas realidades? Esto me lo he preguntado, concretamente, acerca del estereotipo gay; y supongo que mi reflexión al respecto puede hacerse extensiva a otros ámbitos de la sociedad humana. Porque, efectivamente, los estereotipos funcionan. De forma más o menos intensa en cada individuo; de manera parcial, a veces; y muy intensa, en otras ocasiones. Pero funcionan. Y comprobarlo, más aún cuando me afectan a mí mismo, no deja de sorprenderme.

A ver: ser maricón consiste básicamente en que te gusten seres humanos de tu mismo sexo. Que te atraigan sexualmente; y quieras establecer con ellos determinados lazos emocionales que identificamos con el concepto de “amor romántico” (esto me ha quedado un poco antiguo; quizá tenga que revisarlo, pero no en esta actualización, que ya tiene bastante miga). Eso define al homosexual: ni más, ni menos. Así, a priori, no tengo por qué identificarme con el resto de maricas del mundo más allá de esa afición tan concreta por confraternizar (ejem) con individuos del sexo masculino. Y aun así, a menudo descubro en mí comportamientos, intereses o simples gustos que repiten otros cientos de miles de maricas; es decir, descubro que respondo al estereotipo. Porque sí: existe un estereotipo homosexual; o varios estereotipos, mejor dicho. Están ahí, y son (somos) muchos los que repetimos ese patrón. ¿Cómo se explica? Pues eso es lo que yo digo: por qué y para qué. 

Lo reconozco: me gusta Rafaella Carrá; veo competiciones de gimnasia rítmica; puedo tararear de memoria las canciones de diversos musicales; he ido a un concierto de Madonna; me considero un tipo “sensible”, y también presumido; y sí, vale, vamos a decirlo todo: la banda sonora de “Yentl” me hace estremecer. Osea que, en muchos sentidos, soy un marica de libro: de sacarme en plan alegórico en la carroza más grande de la cabalgata del orgullo, como paradigma del gay español. ¿Cómo he desarrollado yo esas actitudes y aficiones tan tremendamente mariconas? Pues no lo sé, mireuhté. Pero las tengo; son mías. Y además, no me avergüenzo de ellas. Porque ya dije en varias ocasiones que, a estas bajuras de mi vida, procuro no avergonzarme ni de mis gustos ni de mis disgustos, por muy extravagantes o idiotas o frívolos que puedan parecerle a algunos. Y en esos “algunos” incluyo a ese peculiar espécimen de marica que reniega apasionadamente del estereotipo, con tonito de desprecio además, pretendiendo quizá separarse del resto; distinguirse, descollar, sobresalir; o con un afán pelín sospechoso por dejar clara su “masculinidad”. Como si la masculinidad tuviera que ver con rascarse los huevos mientras se bebe cerveza durante un combate de Tyson. Hay que joderse...

Pues eso, que yo, en ciertos sentidos, respondo al estereotipo gay; y muchos otros maricas que conozco, también (iba a decir “la mayoría”; o directamente “todos”, pero me voy a cortar, no sea que haya un sociólogo entre mis lectores y me afee la imprecisión). ¿Por qué? ¿Es que los maricones llevamos tatuado en los genes el “explotaexplotamexpló? ¿Quizá sonaba un concierto de Barbra Streisand en el momento de nuestra concepción? Ahí dejo ambas preguntas, por si hay algún grupo de estudio de la Universidad de Massatchusstes (un poné) que quiera abordar la materia desde una perspectiva científica. Quizá, en realidad, a mí no me interesaban todas esas cosas a pripri; pero he ido cogiéndoles el gusto a base de juntarme con otros gays ya previamente infectados del “virus rosa”. Por lo de buscar una identificación social, sentir que pertenezco a una tribu y todas esas milongas. Mmmmm... No lo creo, la verdad. Que conste que soy perfectamente capaz de darle la vuelta a mi personalidad con tal de sentirme aceptado; y que, a la hora de arrastrarme a cambio de aprobación, no me gana nadie, independientemente de su orientación sexual; pero es que yo no he tenido demasiado contacto con “el ambiente gay” (salvo que incluyamos a varias amigas mías en el concepto de “marica”, cosa nada descabellada, por otra parte). Vamos, que no, que no me convence: descarto la teoría del contagio, al menos como única explicación.

Así que ahí sigo, atribulado por esta duda existencial: si el origen no es biológico; ni las he adquirido por imitación... ¿de dónde salen todas esas actitudes? ¿Qué fue primero, el marica o el estereotipo de marica? ¿por qué señor, por qué, a tantos gays les gustan Fangoria, la ópera, el ballet, Eurovisión, Mónica Naranjo, La Semana Santa o las películas de Almodóvar? (por poner ejemplos definitorios de distintos subgrupos dentro del estereotipo) Pues vaya usted a saber. Si alguien tiene la respuesta, que me la diga, porfaplís. Porque con este sinvivir no sé yo si podré disfrutar del fin de semana. Procuraré hacerlo, eso sí: ¡que ha llegado la primavera!

miércoles, 12 de marzo de 2014

Polvo eres


De pequeñito me enseñaron que está muy feo eso de ser “aprendiz de mucho, maestro de nada”. Y claro, yo me lo creí. Tratando de ser “maestro” en diversas actividades he cosechado algunos éxitos y muchas frustraciones. Y, sobre todo, me he perdido – o, mejor dicho, he dejado de disfrutar- muchas experiencias potencialmente interesantes. Porque, aunque parezca mentira, mis habilidades son limitadas; y hay algunos ámbitos en que mi destreza (o mi carencia de ella) me impide llegar a la maestría. Esos terrenos en los que, por incapacidad natural, no me muestro directamente brillante, me han dado siempre bastante repelús, e incluso generan rechazo en mí. Porque ahí no puedo yo sobresalir; y, en consonancia con lo que me enseñaron, pues mejor dedicarme a otras actividades. Taras de una educación tan bienintencionada como limitadora. Como de algunos otros defectos de fábrica, me estoy intentando quitar.

Ahora pienso (y quiero sentir) que en realidad lo del aprendizaje produce muchas más satisfacciones que la maestría. Todo ese rollo de disfrutar del camino y tal. Sin pretensiones; sin querer resultar excelente y magnífico y admirable. Puede sonar PaoloCoelhista – seguramente lo es-, pero funciona. Y en esa vía de experimentación, me he metido en el mundo de la cerámica. Por probar algo distinto; por verme haciendo algo inútil, algo poco intelectual; y, quizá, por encontrar el placer de lo imperfecto, de lo accesorio, de aquello para lo que no estoy especialmente dotado. Además, como es un taller del distrito casco histórico, me cuesta sólo veinte euritos al año. Un chollazo, mireuhté. Tan ricamente.

Qué desconcierto el primer día; qué desaosiego, allí, rodeado de gente que ya había trabajado con barro y sabía lo que se traía entre manos. Miraba a mi alrededor acobardadito perdido, pensando que mi decisión me iba a generar más ansiedad que disfrute. Porque yo jamás le había metido mano a una pella de arcilla, más allá de las lejanas clases de plástica de la E.G.B. Y lo hice con escasa fortuna, la verdad. Aun así, me quedé en el taller; y cogí un molde para cuencos y me lie a amasar el barro. Y me sentí muy bien, en contacto con ese materia tan pedestre y tan terrícola y tan auténtica. Hoy, tras varios meses de práctica, entiendo que mi intuición me llevó por el camino correcto. Por diversas razones.

Es que lo de la cerámica tiene su trasunto emocional, y ciertos paralelismos metafóricos (quizá un poco rebuscados, vale; pero soy así de retorcido para mis cosas) con sensaciones, ideas y actitudes que ahora mismo me interesa desarrollar. Para empezar, y aunque sea una obviedad, el barro mancha; pringa, ensucia, muy felizmente. Eso me encanta, porque en esta vida tan aséptica que a veces llevamos se echa de menos un poco de guarreo. Al fin y al cabo eso es lo que somos, ¿no? Sudor, fibras, linfa, sangre, esperma, saliva... aunque continuamente tratemos de disimular nuestros olores y nuestros fluidos, en esta ¿cultura? tan escrupulosa que nos ha tocado en gracia. Entrar en contacto con la materia elemental, acuosa y blandurria y pringosa, me pone en contacto con la tierra y con algo muy esencial que resulta difícil de definir. Notar las texturas; sentir el barro cálido o frío que resbala entre mis dedos; apreciar la dureza, la distinta calidad de cada pella; incluso el aroma terroso de la arcilla... No sé, son sensaciones muy primarias que me conectan con lo atávico, sin misticismos. Muy a lo natural; muy “tal y como lo siento, lo vivo”. Me gusta ese pringacheo chapoteante e infantil. Disfruto mucho ensuciándome; sólo por eso ya merece la pena la experiencia. Ya ves tú, qué cosa tan irracional. Y me ayuda.

La cerámica también evoca en mí el atractivo de lo imprevisible, de lo sorprendente; de lo que escapa a mi control. Porque cuando me enfrento al barro; ya sea con una idea preconcebida o dejándome llevar por alguna musa más o menos bienintencionada; pretendo dominarlo; juego a hacer con él lo que yo quiero, para obtener cierto resultado práctico, o bello, u original. Pero la arcilla, que tiene un carácter muy caprichoso, suele imponer su propia ley; y al final el resultado difiere bastante de lo que yo, en mi calenturienta mente inquieta, había imaginado. Además, la pieza cambia mucho cuando la metes en el horno; y los esmaltes (esos pigmentos tan misteriosos, que experimentan una metamorfosis brutal con las altas temperaturas) sólo muestran su verdadero esplendor (o su fealdad) al salir de la cámara de calor. Vamos, que hasta el final del proceso no tienes ni puta idea de cómo quedará la pieza; ni siquiera hay certeza de que vaya a sobrevivir, porque en diversos momentos existe un alto riesgo de que ese plato tan imaginativo, al que has dedicado horas de mimo durante dos o tres semanas, se agriete por diversos puntos y acabe en el cubo de la basura. Suena frustrante, pero en realidad lo veo aleccionador. Porque así es la vida real: fugaz, insospechada, azarosa. Comprobarlo en un ámbito tan inofensivo como éste tiene, pienso yo, un alto componente terapéutico. Seguro que un psicoanalista argentino sacaba de este comentario años y años de terapia. Y yo me las avío con un poco de barro... qué baratito me sale.

Podría dedicar muchas más líneas a describir por qué lo de la cerámica me entusiasma tanto, y para qué me sirve, más allá de para pasar el rato. Pero mejor lo dejo ya, que no quiero agotar (aún más) la paciencia de mis sufridos lectores. Sólo diré que, de una manera un poco arcana, trabajar el barro nos pone en comunicación con nuestra mismidad más íntima. Porque, al fin y al cabo, no somos nada más que polvo de estrellas. O nada menos, en realidad.

viernes, 14 de febrero de 2014

Mudanza de ideas


“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Se supone que esta frase, atribuida al genial Groucho Marx, resume la quintaesencia de la volubilidad. Vamos, lo peor de lo peor. En teoría, lo correcto es mantener unos principios sólidos, indiscutidos, inamovibles, que nos guíen en nuestra existencia (y en nuestra relación que el mundo) hasta que expulsemos el último aliento. Así “los otros” nos llegarán a considerar (y nosotros mismos nos veremos así también) personas coherentes, íntegras y cabales. Esto es lo que nos han enseñado, lo que se nos ha inoculado: que esas “luces guía” deben brillar foreverandever en nosotros mismos, como verdades absolutas en las que cimentar nuestras convicciones, ideas y comportamientos. Lo bueno y lo malo; lo correcto y lo incorrecto; lo justo y lo injusto; lo que se debe hacer y lo que no. Caca, culo, pedo, pis. Bah. A todo eso digo yo que un mojón; pero de los gordos. Por muchas razones.

Sí, amiguitos: yo suscribo felizmente la frase de Groucho Marx, pero ligeramente modificada, y me digo a mí mismo “estos son mis principios; si no me gustan, los cambio por otros”. ¿Por qué? Pues porque acepto de partida que todo lo que yo pienso; absolutamente todo, incluso esos valores que me tatuaron a fuego en el alma, desde la infancia, como axiomas vitales; todo eso en lo que firmemente creo, puede ser objeto de crítica y revisión. Y de sustitución, en su caso. ¿El resultado? Pues que a día de hoy pienso de forma muy distinta de como pensaba hace un par de años. Y en eso ha tenido que ver gente muy concreta: personas que, con sus ideas y su discurso, me han convencido (la mayoría de las veces sin ánimo proselitista) de que mi visión del mundo era equivocada. Me he convencido yo, en realidad, cotejando sus ideas con las mías, y comprobando que su perspectiva me parece más acertada. Cuando se produce esa iluminación; en ese momento en que, escuchando a alguien, me digo a mí mismo: “Oye, Javi, pues esta mujer lleva razón; su planteamiento parece más razonable, más certero, más saludable que el tuyo”; bueno, es un instante la mar de vertiginoso, siento una especie de revelación y noto cómo, en mi cabeza y en mi corazón, se abren nuevos horizontes. Me expando, doy una voltereta intelectual, crezco; algunas veces felizmente, y otras con dolor. Porque desprenderse de esos mantras que uno lleva muchos años repitiendo puede causar ciertos estropicios emocionales. Bienvenidos sean. La evolución, es lo que tiene.

Todo esto lo digo porque hace poco, charlando con un amigo, salieron estos asuntos a relucir. Y entonces me acordé de varias mujeres que, con su enorme inteligencia y perspicacia y espíritu crítico, han dado un golpe a mi timón y nuevo aire a mis velas en distintos momentos de mi biografía. Sí, curiosamente sólo se me vienen a las mientes personas del género femenino singular (si no fueran singulares, serían colectivas, claro; y no es el caso. Ya empiezo a divagar). Tampoco resulta eso extraño: siempre he vivido rodeado de mujeres, muchas de ellas ejemplares e inspiradoras a niveles exquisitos. Y escuchándolas; compartiendo sus personalísimos universos y genuinas ideas, he desarrollado mi propia manera de pensar: estas ocurrencias que a veces digo y a veces vomito, a despecho de algunas sensibilidades. Ya ves tú, qué cosa tan inadecuada en estos tiempos de corrección política que estamos sufriendo, desarrollar un ideario propio. En fin...

Cito aquí a algunas de esas mujeres que han esculpido mi forma de mirar eso tan inasible que llamamos “la realidad”. Seguro que faltan muchas; que no se ofendan, plís: ya sabéis la mala cabeza que tengo. De la infancia, aparte de mi madre y mi abuela, están Marta y Georgina; más tarde llegaría Begoña (que se quedaría muerta si leyera esta referencia, ya que tarifamos hace muchos años y hoy no tenemos ningún tipo de contacto; pero que fue importantísima durante los atribulados años de mi adolescencia); Cristina, Marina, Yoli; Carmen Rueda, una mujer excepcional, inteligentísima, tolerante y empática como he conocido pocas, que me abrió los ojos a muchas realidades; Gloria, mi madre postiza, cuya mirada, libre de todo esnobismo, me sigue iluminando a muchos niveles; Mercedes, sabia y sentimental y divertida y... magnífica; mi tía Concha, de la que ya hablé en otra actualización; Carmen (de estas hay varias), Cristina, Raquel(es), Macarena, Lucía, Cinta, Patri, Chiqui, Mar, Eva (un par de ellas), Marisa, Juana...

Qué suerte he tenido, qué suerte tengo: el Javi de hoy tiene mucho de todas ellas; espero que ellas también piensen que tienen algo de mí; de lo mejor de mí. Que no es poca cosa, porque cuando me lo propongo, puedo llegar a ser magnífico. La verdad.

lunes, 10 de febrero de 2014

Del onanismo y la autocomplacencia


No suelo ver cine español. Decir esto así, tan abiertamente y tan a las claras, puede ser una temeridad. Parece que, por haber nacido más abajo de los Pirineos, tenemos la obligación, el compromiso, de consumir productos patrios, también en lo audiovisual; nos gusten o no. Pues qué queréis que os diga, llamadme cabrón: yo consumo lo que me gusta, lo que me motiva, lo que me apetece, venga de donde venga. Además, pienso que ese discurso de proteger lo nacional está pelín desfasado, en este mundo que ha difuminado sus fronteras, en el que todo está financiado y dirigido por un capital que no entiende de colores, ni de himnos, ni de bailes regionales. Que no, vamos, que no: que el discurso ése de “defiende lo nuestro” no va para nada conmigo. Porque, además, “lo nuestro” muchas veces no es “lo mío”; ni siquiera “lo del vecino”. Superparanada. Así que evito perder el tiempo mirando los códigos de barras para saber si una naranja se ha cultivado en Valencia o en Tombuctú. Me da exactamente igual: con que me resulte apetecible y esté bien de precio, basta. Y eso también lo aplico a los productos audiovisuales.

No suelo ver cine español porque, así en general, no me atraen las películas de la “marca España”. Descarto directamente todo lo que tiene que ver con la Guerra Civil y la postguerra: qué saturación, qué pesadez, qué cosa tan triste y tan jartible. Es un contexto que me despierta cero interés, cuestiones ideológicas y manipulaciones varias aparte. Partiendo de esta premisa, el stock de películas españolas que me pueden llegar a interesar se reduce mucho; muchísimo. Elimina también las comedias tontorronas; los pseudoplagios pretenciosos de cine americano; las pajas mentales de unos y otras.... y ya me quedan poquitas opciones para disfrutar del celuloide con acento cañí. Encima, la última vez que, en un alarde de temeridad, me senté ante la pantalla grande para ver una peli española, escogí “Los amantes pasajeros”: es decir, uno de los mayores truños jamás vomitados en la Historia del Séptimo Arte; vacua, idiota, ordinaria e insultante hasta niveles sublimes. Para compensar, diré que “Lo imposible” me conmovió muchísimo (claro, que esa tiene de española lo que yo de monja de clausura); y que Álex de la Iglesia, por ejemplo, me parece un tipo simpático y de gran talento. Ya imagino que  mis prejuicios (sí, lo reconozco, soy prejuicioso) hacia el cine patrio hacen que me pierda pelis interesantísimas y preciosísimas y brillantísimas y súperconmovedoras. Qué se le va a hacer: hasta que se me olvide lo de la última de Almodóvar, tendré que pagar ese precio. Es lo que tiene el estrés postraumático. 

Es que además, para echar más leña al fuego de mi pasotismo hacia el cine español, van los de la Academia y se despachan con la ¿Gala? de los Goya de anoche. No tenía pensado verla: porque estoy tan desvinculado de ese microuniverso que no me entero de la misa la media (ni he visto las pelis, ni conozco a la mayoría de los actores, ni nada de nada); y encima el presentador era Manel Fuentes, un tipo mediocre y malajoso donde los haya, cuyo inexplicable éxito daría para una temporada completa de “Expediente X”. Pues a pesar de todo, como soy un morboso del carajo y al final me puede la curiosidad, puse TVE y me tragué el evento de principio a fin. Sí, amiguitos, sí: hipnotizado por ese espectáculo tan cutrérrimo y falto de glamour, soporífero hasta el paroxismo, autocomplaciente, carente de gracia y de emoción y de... de todo. Fuentes, con look de comercial de aspiradoras y una cara de ijtierco desubicado que pa qué las prisas, demostró que no sirve ni para leer el cúe con naturalidad. Sus chistes me parecieron más bien una broma pesada. Vamos, que la Cospedal en el Congreso tiene más gracia que él. Lo de los vídeos esos para presentar a las candidatas a mejor película rozó... no, no rozó, entró hasta el fondo en el terreno de lo patético: hay vídeos de boda más divertidos y ocurrentes y mejor montados; el numerito musical (por llamarlo de alguna manera) que se marcaron en mitad de la gala no es apto ni para la fiesta de fin de curso de un parvulario; las gracietas de la panda de “Muchachada Nui”.... bueno, una gilipollez de salir en el Récord Guiness; y ya no hablemos de los discursitos absolutamente insoportables de casi todos los ganadores: cursis, relamisos, pesados, onanistas, pretenciosos... Muy gore todo. Sólo salvo a David Trueba, que sin ser santo de mi devoción estuvo bastante correcto; y.... y.... y poco más. Vamos, nada más. Se ve que el público catódico tiene aficiones menos sadomasoquistas que yo, porque la ¿gala? ha obtenido el dato de audiencia más bajo del último lustro. Normal: todo lo que ocurrió allí era tan endogámico que sólo podía interesar a los familiares de los homenajeados... y no más allá del primer grado de consanguineidad. Menos lloriqueo; menos pedigüeñismo; menos mendigueo, y más brillantez, es lo que hace falta. Porque se supone que lo de anoche tiene sentido si consigue llevar a más espectadores a las salas de cine para ver pelis elaboradas aquí. Misión fallida, me temo. K.O. técnico. Kaput. Muerte por aburrimiento. En fin...

Los yanquis serán unos horteras inelegantes y todo lo que vosotros queráis, pero ellos SÍ saben montar un espectáculo. Hasta para los puyazos políticos se lo montan mejor, porque miden más: lanzan un par de mensajes certeros, a la yugular, con mesura y contundencia; y luego se dedican a la frivolité y el sensibleo, que es lo que tienen que hacer. Y les sale de lujo, oiga.

Ea: ya me he despachado a gusto otra vez. Como siempre, despertando la simpatía y el cariño de mis lectores más políticamente correctos. Así soy: cybertocapelotas en estado puro. Que ustedes lo pasen bien.

miércoles, 5 de febrero de 2014

La niña de la trenza de espiga



Según parece, hay más gente que lee este blog de lo que yo creía. Lo sé porque, de vez en cuando, me lo dicen: "Lo que me río con tu blog"; o "Se me saltaron las lágrimas con tu última actualización". En general, me sorprenden (y alegran mucho) esos comentarios; porque, como aquí nadie dice ni mú, siempre tengo la impresión de estar predicando en el desierto. Así que, cuando alguien me demuestra lo contrario, pues... qué queréis que os diga, se me despierta un no se qué de orgullo en el estómago. Resulta bonito que personas queridas (o desconocidas) empleen parte de su tiempo en empaparse de mis quisicosas, tan personales, tan íntimas, tan surrealistas a veces. 

El otro día coincidí precisamente con alguien que me dijo eso: que suele leer mi blog. Y después, así a pelo, muy en su estilo, me echó un broncazo que pa qué las prisas: está indignadísima porque, tras muchos años de amistad, no le he dedicado ni una sola cyberlínea. Pues nada, nada, ahí va una actualización dedicada exclusivamente a ti. Bueno, ya veremos, lo mismo tengo que meter a más gente en este recuadro de hoy. Seguro que otr@s aparecen, aunque sea de soslayo. Me lo estoy viendo venir.

Pues la susodicha lectora se llama Lelete. En realidad su nombre verdadero es Beatriz Leonor (qué regio, ¿verdad? Podría llevar corona, la muchacha; pero no la lleva. Porque no quiere, supongo); pero todos la llamamos Lelete. La conozco desde que nací... o, mejor dicho, desde que nació ella, porque es un poco (MUY POCO) más joven que yo. Lo siento, esto tengo que decirlo así, porque las verdades son verdades aquí y en Pequín: Lelete forma parte de “Las Mayitas”; que no son, como el apelativo podría sugerir, un grupo de flamenco-pop, sino una familia la mar de apañá que compartió conmigo los años de la infancia, de la juventud... y los que han venido después (no sé cómo definirlos, lo de “madurez” nos queda un poquito grande, me temo). “Las Mayitas” odiaban que las llamáramos así; y en venganza, pretendieron que a mi hermano y a mí nos conocieran como “los Javielitos” (sic, con “ele”; mira que eran cabronas). Por fortuna, y pese a su insistencia, nunca lo consiguieron. Se siente. No siempre se puede ganar.

Podría contar muchas...¡muchas cosas! Acerca de esas hermanas y de su madre y de su abuela y de nuestras aventuras y desventuras en el Cerrado de Calderón. Pero como ha sido Lelete la instigadora de este texto, voy a centrarme en ella; que fue, además, uno de mis primeros amores platónicos; quizá el más temprano. Yo no me acuerdo de eso, claro, pero una foto que nos muestra bailando agarraos, en no sé qué evento de nuestra infancia, así lo corrobora. Lo que sí sé seguro es que la amaba (y la amo) por muchas razones; y que he compartido con ella momentos importantes de mi vida, ahora que me detengo a pensarlo. Decir “Lelete” es decir risas compartidas, complicidad, fiesta. Porque Lelete es una fiesta. Siempre lo fue, al menos para mí. Qué curioso: mira que somos distintos, en muchos sentidos; y nos entendemos perfectamente, de una manera muy limpia y muy natural y muy de querernos mucho. Me encanta cuando charlamos en el idioma jurásico; y cuando me cuenta las locuras de su adolescencia; y cuando, como dos gilipollas, nos reímos a carcajadas sin saber muy bien de qué. También me gusta sentir su abrazo en los momentos difíciles, y ver, en esos ojos tan chispeantes y vivarachos, que hace suyo mi dolor y se conmueve conmigo. Entonces el carácter suyo, tan vitalista, funciona como un bálsamo que me reconforta mucho. Me mira, me abraza; me sumerge en su infinita alegría y, por un instante, hace que me sienta feliz. Qué más se puede pedir.

Lelete siempre fue un poco cabra loca: aventurera, atrevida, deslenguada, impetuosa. Sigue siéndolo, porque todo eso forma parte de su esencia más esencial. Pero con los años ha demostrado una madurez tremenda, y se ha construido una vida la mar de tranquila y la mar de ordenada. Sólo hay que ver a su hijo, tan estupendo, para darse cuenta de cómo Lelete sabe funcionar, más allá de la frivolidad que suele presidir nuestros encuentros. Hay mucho fondo detrás de esa risa desbordante; yo, que la conozco de siempre, lo veo. Y me parece admirable.

De todas las situaciones (hilarantes, emocionantes, cotidianas, divertidas y hasta trágicas) que he compartido con Lelete, me quedo con una que ella seguramente no recordará. Era verano, y nos fuimos con su moto hasta la calle Rodeo, para fumar a escondidas nuestros primeros cigarros. Yo sí me acuerdo de aquella tarde, con sabor a alquitrán en la boca y Málaga, encendida de naranja al atardecer, a nuestros pies. El mar, el humo, la amistad; aquella transgresión, tan inocente. Nosotros... creyendo, todavía, que la vida era eterna. En realidad, sí: la vida es eterna, porque la sensación de plenitud se repite siempre que veo a Lelete. Y con eso, quizá, baste.

Ea, Lelete, ya tienes tu actualización. Al final no he hablado del resto de “Las Mayitas”; ni concretamente de Georgina (que es, con permiso de las demás, mi auténtica y genuina mismidad, y merece una actualización aparte. La tendrá). Tampoco he dicho nada de la trenza de espiga, que está en el título de este texto. Da igual. Eso mejor que lo cuente Lelete, en vivo y en directo. Tiene mucha más gracia que yo.
 

lunes, 27 de enero de 2014

Cuidar


Hablaba el otro día de lo que significa, para mí, “cuidarme”. Hoy le quito el reflexivo al verbo, y pienso en lo que significa, para mí, "cuidar": ofrecer lo mejor de mí a gente querida que pasa por un trance difícil. Puedo llegar a sentirme muy feliz cuidando a otras personas, porque en esa acción se entretejen el egoísmo y la generosidad muy naturalmente. Y eso gusta. Y satisface. Y eleva.

Estoy acostumbrado a cuidar de otras personas desde mi más tierna infancia. Resulta que mi abuela materna vivía con nosotros. De hecho prácticamente nos crio a mi hermano y a mí, porque mi madre trabajaba mucho y tuvo que delegar (en parte) el trajín de lidiar con esos renacuajos que comían y crecían (poco, en mi caso) y daban alguna guerra (no mucha, la verdad, fuimos unos niños excepcionalmente buenos; quizá es que no fuimos niños, en puridad. Pero de eso ya hablé en otra actualización. Me centro, me centro). Mi abuela Rafaela nos cogió de la mano, y, a su cariñosa manera, hizo que nos convirtiéramos en los seres humanos que ahora somos. Ella es responsable de gran parte de nuestra (excelente) educación. Mi queridísima Marta, que es la tercera hermana (a muchos niveles), también participó de aquella comunidad peculiar que formaba mi pequeña familia. Ella también corrió alrededor de la mesa camilla para evitar los bofetones de mi abuela, que tenía cierta afición a los pellizcos y la mano abierta. La pobre, cómo la toreábamos y qué paciencia tenía con nosotros. Fue una gran mujer, con una capacidad para el amor fuera de serie. Y encima, alegre y cantarina y bailonga y culta. Vamos, un lujo total. La sigo echando de menos, a menudo.

En fin: mi abuela nos llevó en volandas durante los años de la niñez. Y luego ella se convirtió en niña a causa de la demencia senil. Sí: suena duro (y lo es) eso de asistir a la decadencia mental de una mujer que ha sido tu referente. Pero también tuvo su lado bonito, y tierno, y divertido. En realidad, diría que convivir con ella, cuando tenía la cabeza perdida, fue más bello que dramático. La demencia propició que mi abuela se instalara en un mundo de fantasía, a caballo entre un pasado convertido en presente y ciertos delirios de su desbocada imaginación. Y allí nos mudamos nosotros con ella, cuando se hizo evidente que intentar traerla a la “realidad” (sea eso lo que sea) sólo le provocaba sufrimiento. La engañábamos, la mareábamos y le gastábamos bromas; bailábamos con ella el pasodoble y le pedíamos que nos cantara unas coplillas muy cursis de su juventud como maestra: “Que truene, que retumbe, que haga sol/ que el trueno en el espacio se haga oír...”. Joder. Parece que la estoy oyendo, tan risueña y feliz, abrazándonos sin saber muy bien si éramos sus hijos, sus nietos o sus vecinos. Gente muy querida, en cualquier caso. Porque eso sí lo sabía: que nosotros éramos “su gente”. Los que la cuidábamos, los que la amábamos, los que la protegíamos. Lo supo incluso al final, cuando ya su identidad había quedado prácticamente desdibujada y Rafaela navegaba por el éter de una irrealidad total. Sí, lo repito: suena duro, pero también fue muy bonito. Un regalo, poder ofrecerle ese amor que ella había inoculado en nosotros. Su semilla dio frutos muy dulces. Aún los da, tantos años después. Qué cosas.

Más recientemente, como sabéis, la implacable dinámica generacional nos hizo cuidar de mi madre. Con ella todo fue muy diferente: por breve y por agónico. Y aun así, al menos yo, experimenté sensaciones parecidas a las que viví con mi abuela: la felicidad de acompañarla y protegerla en ese trance tan íntimo y trascendente de la enfermedad y la muerte. Darle de comer; lavarla; vestirla; gastarle bromas y compartir su proverbial buen humor; mirarla a los ojos, comprendiendo. Comprendiendo y aceptando. Qué suerte. Nunca podré darle gracias a la vida por permitirme participar en semejante experiencia.

Este fin de semana he tenido la ocasión de cuidar a alguien a quien quiero mucho, más de lo que yo pensaba. Los detalles no vienen al caso, porque afectan a personas que no quieren aparecer aquí. La situación, afortunadamente, no es tan peliaguda como las que conté más arriba, porque en este caso la historia terminará previsiblemente bien. Pero a lo que voy: que me he sentido muy feliz (sí, FELIZ) sabiendo que, con mis chascarrilos, mi empatía y mi cariño, he conseguido que esa persona se sienta un poquito mejor. Bastante mejor, en realidad. Así que este lunes me descubre agradecido; y emocionado. Al más puro estilo Lina Morgan.

FOTO: Rescatada del baúl de los recuerdos, el menda, Martita y mi hermano (de izquierda a derecha). Qué disfraz tan infame el mío, de verdad. No hay por dónde cogerlo. Esta imagen explica tantas cosas...

jueves, 23 de enero de 2014

Deep inside





      Como mi madre murió a causa de un cáncer digestivo (bueno, en realidad murió por la metástasis en el hígado, pero el origen de todo estaba en las tripas), los médicos nos recomendaron a mi hermano y a mí que nos vigilásemos la fontanería intestinal, por si los tumores. Eso significa que, de ahora en adelante, debemos someternos a esa prueba diagnóstica superchachiguay con nombre de mareante genovés: la colonoscopia. Tiene gracia que reciba ese apelativo, porque se trata de eso: de hurgarte con aparatejos allá donde no llega la luz del sol, para ver lo que hay “plus ultra”. Lo mismo que hizo Colón, pero con sobres evacuantes y sin carabelas de por medio.

      Pues ayer mismo, después de aplazar el temita dos veces (por diferentes motivos) me llegó el turno de experimentar qué se siente cuando unas completas desconocidas te piden que te desnudes y, muy sonrientes, se disponen a investigar esas zonas de tu cuerpo que jamás lucirán un bonito bronceado. A mí, enfrentarme a esa prueba no me causa mucho estrés: más me preocupan los análisis de sangre, por lo que puedan revelar de mis consabidos excesos. También es cierto que no tengo una personalidad aprensiva; y que los hospitales y sus trasiegos me dejan bastante indiferente, en el sentido de que no me impresionan mucho. A ver, soy más de tomar cervezas (llamadme raro); pero si hay que ir, se va. Y con alegría.

      Tras el desagradable ratito de la preparación y limpieza de bajos (os ahorro los detalles, no me va nada la escatología); me presenté en el Virgen del Rocío con mi tía Concha (siempre ella, ya dije en su día que es un ángel) y allá que me metieron en una sala alicatada con balsodines blancos, al más puro estilo “Saw”; y me pidieron que me desnudase y adoptara posición fetal sobre un lecho de sábanas verdes. Yo iba muy sonriente, muy entero, muy en mi sitio; pero no hacía más que repetir compulsivamente la palabra “sedación”, asegurando que soy muy poco tolerante al dolor y que, si no me metían un buen chute, podía liarse allí la de San Quintín. Ambas afirmaciones son falsas, claro: pero entre la perspectiva de una sodomía hospitalaria “a pelo”, y un viaje por el etéreo mundo de las drogas… Pues lo tengo claro, mireuhté. Drogas a gogó, las que hagan falta. Se ve que resulté convincente, porque la enfermera, quizá asustada por la escenita que ese pequeño chaval con cresta podía montar allí, me largó dos buenos jeringazos de no sé qué sustancia transparente (lástima no saberlo, no lo pregunté: se me pasan las mejores). A partir de ahí…. Bueno, me inflaron por la retaguardia hasta hacerme adquirir la categoría de globo de Pokemon, y llegaron con su camarita a lo más profundo de mi intimidad más íntima (me encantan estos eufemismos). Y yo estaba allí tumbado, en aquella postura ridícula, en esa situación tan indecorosa… y agustísimo de la vida; contento, risueño; casi, casi feliz.

     Me habría encantado que, en ese ratito, hubiesen ocurrido algunas anécdotas vergonzantes; esas cosas que me pasan a mí y que tanto juego me dan para actualizar este blog. No sé: liarme con las sábanas y caerme de la camilla; enredarme con los cables de los monitores hasta casi la asfixia; insultar a la enfermera, o tratar de darle un abrazo, o llamarla “cariño”; encontrarme con un jefe en la “sala de los pedos”…. Cualquier gilipollez por el estilo. Pero no, no pasó nada. Lo siento mucho. Me dijeron que tengo el intestino como un jaspe, y me largaron de allí. Feliz de la vida; bajo los efectos de la sedación; flotando en una nube estupefaciente de sustancias químicas maravillosas…

       No entiendo a la gente que pide expresamente parir con dolor; o a los que se niegan a que los anestesien o los droguen para enfrentarse a determinados sufrimientos hospitalarios. Es como si vas a sacarte una muela y le pides al dentista que te lo haga a lo vivo, con unas tenazas oxidadas o con martillo y cincel. La ciencia avanza, y esa evolución no siempre se pone a nuestro servicio. Pero cuando sí se pone; cuando todos estos siglos de investigación y conocimientos se materializan en una pequeña ampolla que te libra de un mal rato…. Señores, por favor: que me chuten lo que me tengan que chutar. Y menos mal que este tipo de sustancias no lo venden en los estancos, porque si no… ¡Ay, madrecita, por qué soy tan vicioso!

       Esta es, sin duda, la actualización más absurda que jamás he perpetrado. Y me quedo tan pancho, oye. Como si toda esta mierda le importase a alguien.

FOTO: Tras la susodicha prueba, haciendo teatro. En realidad estaba descojonado de la risa.

jueves, 16 de enero de 2014

Cuidarse



“Hay que cuidarse”. Me han dicho mucho esta frase, últimamente. Imagino que es porque tengo tendencia a los excesos; porque a la primera de cambio me zampo un espidifén, o una dormidina, o la primera pastilla que encuentre en mi bien surtido botiquín; o simplemente porque ya estoy entrando en una edad (o dos) en la que “lo suyo” es dar prioridad a la salud, por encima de otras cuestiones. “Hay que cuidarse”.... Estoy de acuerdo. Pero me temo que lo que yo considero “cuidarme” dista bastante de lo que me quieren decir mis amig@s. 

¿En qué consiste “cuidarse? Pues en disfrutar; en tratar de hacer de nuestra vida un lugar estimulante, divertido, placentero. En aprovechar nuestro tiempo en el mundo (o en este mundo, al menos) de la forma más completa y satisfactoria posible. Cada uno lo hace a su manera.... y a veces esto no se consigue siguiendo los consejos de la OMS. Al menos, a mí me ocurre. Porque yo disfruto fumando, y bebiendo cervezas – si es acompañado de gente querida, mejor-, y trasnochando (o madrugando, depende), y comiendo (o no comiendo, porque me superencanta verme delgadérrimo). ¿Es esto saludable? Pues para mi cuerpo serrano, no, mireuhté, no lo es; pero siento que, en muchos sentidos, hacer todas esas cosas tan denostadas es sinónimo de “cuidarme”. Dar cancha a los propios deseos, aunque alguna gente (quizá con razón) los tache de autodestructivos, me sienta tela de bien. No sé qué opinará mi organismo al respecto. De momento se está portando como un campeón: cuando empiece a quejarse, lo mismo cambio de idea y me convierto en un ortoréxico. Seguro que lo hago. Porque yo, como todo quisque, le tengo aprecio a mi organismo, y deseo que funcione como un reloj. Suizo, a poder ser, que son más precisos que los chinos. Y duran mucho más. Dónde va a parar.

No pretendo defender el hedonismo desaforado; pero tampoco me gusta esa especie de obsesión por conservar nuestro bienestar físico a costa de lo que sea. Porque vivir desgasta, oxida, mancha.... y te acaba matando. Esto último, además, ocurre indefectiblemente. Incluso si te metes en una burbuja aséptica y renuncias a exponerte a los peligros del mundo. A estas alturas (o bajuras) de mi existencia, estoy por beberme la vida a grandes sorbos. O a bebérmela a sorbos, simplemente. Aunque eso me acabe pasando ciertas facturas. Habrá que pagarlas. Cuando llegue ese puente, ya lo cruzaremos. Con buen talante, espero. Y que me quiten lo bailao.

Todas estas ideas las defiendo yo desde hace mucho tiempo; últimamente, sumergido en esta especie de crisis existencial con la que estoy lidiando, las tengo especialmente presentes. A ver: quien no me conozca va a pensar que ando metido en una espiral de sexo, drogas y rockandroll. Superparanada. Y tampoco me paso el día (como alguna gente que conozco) obcecado por llevar una “vida sana”: mirando en el google qué alimentos pueden provocarme un cáncer; o sometiéndome a tratamientos depurativos para prolongar unos segundos mi impredecible existencia. ¿Me preocupan la enfermedad y la muerte? Pues claro, no te jode. Me preocupan tanto que quiero vivir. VIVIR. Es que me encanta la vida, a ver qué le voy a hacer.

El enlace es una canción de “La casa azul” que, de forma tangencial, tiene que ver con todo esto que estoy diciendo hoy. Hay quien pillará la relación, y quien no la pillará, porque es muy sutil... o muy personal mía. El caso es que este disco de “La casa azul” (“La polinesia meridional”) habla de muchas emociones que estoy experimentando en los últimos meses; lo cual demuestra que soy un ser humano de lo más vulgar, y, por eso, de lo más sublime. Vamos, que aquí el que no corre, vuela.

miércoles, 8 de enero de 2014

2014


Se supone que, al pasar la página de un año que acaba, toca hacer balance: mirar hacia atrás y, con la breve perspectiva que nos da el lapso de las campanadas; mientras nos atragantamos (o no, porque yo no me atraganto nunca, se ve que tengo una enorme capacidad bucal... ejem, ejem...) con las uvas, sacar determinadas conclusiones acerca de esos doce meses que nos dicen adiós. Yo este año no he realizado ese ¿saludable? ejercicio. ¿Por qué? Porque no me ha dado la gana; porque si tengo que ponerme a pensar en todo lo que me ha ocurrido en el 2013 podría pasarme otros 365 días simplemente reflexionando. Y no, mireusté, no estoy yo para emplear mi valiosísimo tiempo en semejante acrobacia sentimental. Así que me tomé las uvas, simplemente; y me abracé a personas a las que quiero mucho; y brindé con champán y me puse a bailar, deslumbrado por el brillo de mi corbata de lentejuelas.

La única concesión a la nostalgia me la he permitido esta mañana, al echar un vistazo a mis deseos del año pasado. No he tenido que estrujarme las meninges, porque los expresé en esta misma cybercasa. Copio y pego lo que escribí entonces:

“Mi propósito para el 2013: darme más cancha; soltarme las riendas; no ser tan jodidamente autoexigente; y levantar el vuelo. Feliz 2013!”

Qué cínica es la vida: al final mis deseos se han cumplido, de una forma totalmente distinta a como yo imaginé. Eso me pasa por hablar y tentar al destino.

Y como el ser humano difícilmente aprende de las lecciones de su pasado, este año me atrevo de nuevo a formular un deseo; sólo uno, esta vez: quiero que, durante el 2014, no se me olvide que se puede vivir día a día: sin futuro, sin pasado; contemplando y sintiendo y disfrutando (o doliéndose) por el “aquí” y el “ahora”. Ya sé que esto es un topicazo; en el fondo nunca pensé que esta actitud fuera posible ni saludable. Pero ahora creo que sí, que sí que se puede. Y que hacerlo sienta muy bien. Por favor, Diosito, que no se me olvide. Y vosotros que lo veáis.