viernes, 16 de septiembre de 2022

48

 


Me tengo que comprar unas gafas de cerca. Nótese aquí el uso que hago de la perífrasis obligativa “tengo que + infinitivo”, en vez de la (más festiva) construcción de voluntad “quiero + infinitivo”. Lo escribo así porque no, no quiero comprármelas. Pero no me queda más remedio. ¿El motivo? Simple y fácilmente deducible: en las distancias cortas, estoy más ciego que Topacio. Y además, al ser mis brazos de longitud breve (como el resto de mi anatomía, por otra parte), pues ya no puedo alejar más de mi cara el móvil, la novela, el prospecto o lo que sea que pretenda descifrar. Así que, o encargo unas lentes para la presbicia, o me agencio un gadjetobrazo de dos metros, por lo menos. Qué derrota más grande, qué decadencia. Con lo que yo he sido.

Supongo que a ti, querido lector, esto de las gafas de cerca tres mierdas te importará. “Valiente mojón de argumento para una actualización”, estarás pensando, mientras abordas con cierta desidia esta nueva parrafada mía. Lo entiendo, lo comprendo… y hasta hace algunos meses, hasta lo habría compartido. Pero es que a mí me jode mucho claudicar en este asunto. Llevo meses resistiéndome; he intentado convencerme a mí mismo de que mantengo intacta mi capacidad visual. No es así, claro está. También he de decir a mi favor que ciertos autores de libros de instrucciones son unos auténticos hijos de la gran puta: con tal de ahorrarse espacio (y papel) te largan textos de letra tan mínima que ni con el telescopio Hubble se pueden leer. Me pasó hace poco con un ventilador que me compré en el chino (era un chino de los buenos, ¿eh? De los de tiras de led de colores y sudaderas con brilli-brilli. Mi paraíso estético, osea). Pues eso: traía el ventilador unas instrucciones escritas para linces ibéricos o águilas reales: ni con una lupa (la utilicé, os lo juro) se podían distinguir los caracteres. Ya me lo advirtió el simpático vendedor (chino, of course): “ventiladol fásil de montal, vienen instlucciones. Pelo si no, busca en el yotub, muchos vídeos”. Qué cabronazo, cómo sabía él que aquello estaba escrito con un pelo de pestaña mojado en (escasa) tinta. El mal rato, los sudores y las fatigas de muerte por descifrar esas microletras los pasé yo. Y mientras él, tan contento en su bazar, disfrutando de sus culebrones patrios. Mala puñalá le dieran al hijo de la gran… China (dicho siempre desde el respeto).

En fin: que sí, que vale, que me voy a comprar las puñeteras gafas de cerca. Mi resistencia y mi mosqueo por tener que hacerlo me han hecho pensar en lo jodido que puede resultar aceptar el paso del tiempo. No por la idea en sí (el tiempo pasa inexorablemente, y si deja de pasar… pues mal vamos, señal de que estamos muertos. Que se lo digan a Isabel II, con lo lejos que ha llegado conservada en ginebra); sino porque los minutos, las horas, los años; al transcurrir, te van pisoteando la cara; te van aflojando las carnes, otrora turgentes (estaba deseando usar esta palabra: “turgente”. ¡Es tan de la época del destape!); y te van limitando en tus capacidades, a muchos niveles. Que esto resulte totalmente inevitable no me consuela demasiado. Y eso que yo soy muy del discurso de que todas estas cosas hay que aceptarlas con alegría: las arrugas son bellos vestigios de las emociones vividas; la experiencia es un grado, y la juventud está sobrevalorada. Vale, todo eso lo pienso, y es una gran verdad. Pero cada vez comprendo más a las ancianas que se niegan a utilizar el andador; o apartan con terquedad el bastón recetado por su traumatólogo tras la fractura de cadera, o insisten en subirse a una escalera de mano para sacarle brillo a los altos de los armarios, con el peligro de desnucamiendo que esa actividad tan absurda conlleva. Esos pequeños gestos de profunda rebeldía, por muy irrazonables que nos parezcan, hay que entenderlos. Nadie celebra con una fiesta ir perdiendo facultades. Azín es.

Todo esto lo comento yo precisamente hoy que cumplo 48 castañazos. Y oye, ni tan mal. Jamás me ha dado por pensar eso de “si pudiera, volvería a mi época de adolescente” (para empezar, porque es imposible; y para seguir, porque tampoco fue tan superguay esa época, la verdá). Pero a veces miro a mi alrededor y me sorprende asumir que ya estoy casi en la cincuentena. ¡Joder, si hasta hace nada era un niñato! ¡Si hasta lo sigo siendo, en algunos sentidos! Vale que tengo lesiones articulares, pero todavía puedo lucirme haciendo rondadas a lo Nadia Comanecci (hay testimonio gráfico de esto, espero que no salga nunca a la luz). Estoy contento con mis triunfos, y procuro no regodearme mucho en mis fracasos (a veces lo consigo, a veces, no). Me siento bien, con bastante energía; con ganas de divertirme y de viajar y de conocer gente y de evolucionar. Así que felicidades para mí: que me quiten lo bailao, y que lo que está por llegar me coja con capacidad para la risa, el amor y la sorpresa. Aunque sea con gafas de cerca. Ahora que lo pienso, de hecho, me voy a comprar las puñeteras gafas como auto-regalo de cumpleaños. Ahí, poniéndole actitud a la cosa. Por mí, que no quede. Y vosotros que lo veáis (con presbicia también, coño, no voy a ser yo el único).

NOTA ACLARATORIA: Finalmente, tras mucho trabajo y muchos improperios, monté el ventilador del chino, y funciona perfectamente. Cierto que me sobraron tres o cuatro tuercas, todo hay que decirlo. Así que si aparezco una mañana convertido en hamburguesa de Javi… ¡pues ya sabéis la razón! Las culpas, a Pekín. Sus castas toas.


viernes, 22 de julio de 2022

IncONDiciONalMEntE


 

 “Te voy a querer toda la vida”; “Mi amor por ti es incondicional”; “Pase lo que pase, nunca dejaré de amarte”. MOJONES DE KILO Y CUARTO. 

Sí: he empezado esta actualización de un modo bastante directo. Diríase que agresivo: más asertivo que Díaz Ayuso en una convención de la Asociación del Rifle (por decir algo tremendísimo). Pero es que estoy hasta las narices (y más allá) de determinadas mierdas verbales. Y mentales. Me repito: Disney ha hecho mucho daño con el rollito del amor incondicional (y con otras moralinas también, pero hoy no tocan). Ahora voy, y lo explico.

Está de moda (entre determinada gente) decir alguna de las frases que abren este texto (o todas ellas; lo que, teniendo en cuenta que significan prácticamente la misma basura, pues no tiene mucho mérito). A mí me las han espetado alguna vez, imagino que con la intención de agradarme. O quizá para crear en mí una especie de sensación de deuda, de vínculo inquebrantable. Osea, para manipularme. En realidad, ahora que lo pienso, me quedo con esta segunda interpretación. Porque nadie en su sano juicio; o con una salud emocional medianamente equilibrada, puede decir semejantes idioteces sin sonrojarse. Bueno, admito una excepción: son frases que pueden funcionar si queremos alimentar determinadas fantasías románticas, en momentos de apasionada e incontrolada exaltación. Dar cierto cuartelillo a esos excesos sentimentales no me parece peligroso, siempre y cuando tengamos claro que nos movemos en el terreno de la ficción. Más allá de eso… pues no, mireuhté, esas palabras no quiero escucharlas ni que me den a cambio un pase vitalicio para los musicales de Broadway (valiente marica estoy hecho). Y tengo mis motivos.

Dejémoslo claro: no creo en el amor incondicional. Pero SUPERPARANADA: ni en el contexto de la pareja (o el trío, o la comuna, o la unidad afectiva que cada quien quiera construir); ni en el de la amistad, ni en el de la familia; aunque aquí debo abrirme a la excepción de las relaciones materno/paterno filiales, cuya intensidad, dimensión y durabilidad desconozco al no haber engendrado yo progenie alguna (Dios no lo quiera). En fin: que no, que no y que mil veces no. Lo del amor incondicional; lo de “para toda la vida”, “pase lo que pase”… Me parecen patrañas de la peor estofa. Primero, porque llegados a cierta edad ya deberíamos saber que nada (NADA) tiene por qué ser para siempre. Y segundo, porque esa idea del amor generoso y abnegado, que aguanta carros y carretas y permanece incólume foreverandever a pesar de los pesares; aparte de una mentira de las gordas, me parece un instrumento terriblemente peligroso, creado para la manipulación (propia y/o ajena) y el chantaje emocional. Y una cosa muy poco seria, la verdad. Quien utiliza esos argumentos más allá de los excesos románticos a los que aludía más arriba hace que me salten las alarmas. Y de las de PROSEGUR, que al menos por el nombre suenan a peligro superpeligroso.

Yo, desde luego, no amo a nadie incondicionalmente. Y cuando digo a nadie me refiero a NADIE. Por resumir: si insistes en darme palos, pues te mandaré al carajo. Mi amor por otras personas (sobra decir que amo mucho, y a muchas) está absolutamente condicionado por diversas circunstancias: admiración; respeto; empatía; generosidad; nostalgia (a veces). A la gente a la que amo me gusta tenerla cerca (aunque a veces esto no ocurra con frecuencia… ¡pero me gustaría!); deseo que le vaya bien, y, si puedo, colaboro en su bienestar (aunque muchas veces su bienestar está fuera de mis posibilidades y competencias). También espero de esas personas cierto grado de reciprocidad: no que me den lo mismo que yo les doy (lo cual resulta, además de imposible, muy poco enriquecedor); sino que me aporten ALGO (en el plano afectivo, digo). Como mínimo, espero que no me traten mal de manera consciente y reiterada (tampoco es tanto pedir). Nótese que he escrito dos veces la palabra “ESPERO”, y lo he hecho con toda la voluntad. Porque aquello de “amar es entregarlo todo sin esperar nada a cambio” me provoca arcadas secas, al considerar yo la frasecita como otro cliché absolutamente psicopático. O sociopático. Da igual. Quizá os resulte extravagante, pero no, no soy tan masoca como para darlo todo a cambio de nada (o a cambio de un mal trato, lo cual es peor). Si me agredes; si me desprecias; si me ignoras, me utilizas o me traicionas vilmente…. Pues dejaré de amarte. Así de simple… ¡y de doloroso!

A lo largo de mi vida me he visto obligado a dejar de amar a determinadas personas. No a muchas, la verdad. Hacerlo ha sido cuestión de pura supervivencia: cuando amas a alguien (al menos, a mí me pasa) te vuelves vulnerable a sus actitudes, palabras y comportamientos. Y si llega un momento en que todo eso sólo te provoca dolor… pues lo más saludable es extirpar a ese individuo de tu corazón y seguir adelante. En ocasiones esto pasa porque esa persona experimenta un cambio profundo (en general; o en su relación contigo). Otras veces ocurre que somos tan vanidosos (al menos yo lo soy, está claro) como para creer que alguna gente se comportará de determinada forma con todo el mundo, menos con nosotros. Ves su modus operandi con el resto de la sociedad, pero piensas: “conmigo, no, porque yo soy especial, a mí esas maldades no me las perpetraría nunca”. ¡Error!. Como dice ese bello proverbio: “quien tiene un vicio, si no se mea en la puerta, se mea en el quicio”. O en los dos sitios mismamente, tarde o temprano. Así es; así va.

Decía una amiga muy querida (no sé si la frase es suya, o la ha tomado prestada) que amar es un acto de voluntad. Estoy de acuerdo. Por eso pienso que desamar también lo es, aunque suene a frialdad y racionalismo extremos. Muy lejos de mi intención parecer una Margaret Tatcher de los sentimientos, con lo emotivo que puedo llegar a ser. Dejar de amar me resulta siempre un deporte emocionalmente devastador (vale, sí, sigo tan dramática como siempre). Al menos yo lo he pasado fatal dinamitando mi amor por personas que me eran muy afectas. Hay mucho de impotencia, frustración, decepción (propia y ajena) y dolor en ese ejercicio. Pero más lesivo me resulta sostener un cariño que sólo me aporta disgustos o enormes carencias. Así que entre susto o muerte, elijo susto. Llamadme conservador. Igual lo soy.

Hay quien justifica lo de “te amaré para siempre” desde la perspectiva de la nostalgia, de la siguiente forma: “Vale que hemos tarifado a muerte y ya no te quiero más de aquí en adelante, pero siempre permanecerá en mi alma el recuerdo inalterado del amor que un día te prodigué, y esa es una forma de amar maravillosa y eterna”. Pues mira, tampoco. Conmigo eso no funciona. Cuando yo dejo de amar tengo mis razones, que siempre son MUY de peso. Y esos motivos no se me olvidan, porque no sufro de amnesia profunda (a corto plazo, sí - mucha-), ni pretendo desarrollarla. Lo que he visto de tu ser; lo que me has demostrado de tus valores, tu forma de ver la vida y las relaciones, a mí no me vale. Me hace daño. No lo quiero. No es tanto lo que hayas podido hacer, sino la persona que he visto que eres. Eso, por mucho azúcar glass que quiera espolvorear sobre mi memoria, le contagia un sabor amargo a toda nuestra experiencia pasada juntos. Ha estropeado el recuerdo, no lo puedo evitar. Ni quiero, por otra parte.

Cerraré esta actualización con tres reflexiones finales: intentaré que sean breves para no batir de nuevo mi récord de extensión (¡qué tentador!):

1. Aunque desprecio profundamente la idea del amor incondicional, sí contemplo la posibilidad del amor de ida y vuelta. No me cierro a la idea de volver a amar a alguien a quien en su día decidí desamar (alguna rara vez me ha pasado), pero francamente lo veo complicado, porque puedo ser muy terco para mis quisicosas.

2. A estas alturas (o bajuras) de mi existencia, dudo que nadie de mi ecosistema emocional vigente me dé motivos para dejar de amarlo… ¡y espero no darlos yo! Más que nada porque ya nos vamos haciendo mayores, nos conocemos bien y dudo que tengamos mucha opción de cambiar. Así que guay.

3. Supongo…. Bueno, no; no supongo: estoy seguro de que alguna gente me ha dejado de amar a mí, con toda la voluntad del mundo. Y oye, lo entiendo perfectamente. No me considero ningún santo, y seguro que mi forma de actuar ha lesionado a más de uno. No creo que sean muchos… pero haberlos, haylos. Of course.

NOTA 1: Quiero dejar claro que esta actualización no surge de nada concreto que me haya pasado últimamente, ni va ligada a ninguna persona en especial. Mi grupo de desafectos es realmente mínimo… y, si estás leyendo esto, segurísimo al 100% que no perteneces a él. Y que tienes más aguante que Rocco Sifredi en una orgía. Eso, también.

NOTA 2: La foto es un googleazo de tomo y lomo. Me ha parecido tan cursi que no me he podido resistir...


viernes, 24 de junio de 2022

HoY


 

Me pasa de vez en cuando: tras un periodo de silencio bloguero, viene alguien y me espeta: “Javi, ¿por qué no actualizas tu blog? Me gusta leer las idioteces que escribes”. Bueno, vale: lo de las idioteces no me lo dicen (no frecuento gentuza de semejante jaez, al menos en este momento de mi vida); pero lo de que actualice, sí que lo dicen. Entonces me vienen las moralinas malas, porque pienso que no le dedico tiempo a este cyberescaparate que tan revelador ha sido (para mí y para parte de mi entorno) en situaciones críticas de mi existencia. O que, simplemente, me ha permitido expresar ciertas inquietudes, emociones e ideas, de manera más o menos ordenada y siempre bastante extensa (ejem). En general, me comentan que escribo tal cual hablo; y que es fácil reconocerme en mis textos. Supongo que es deformación profesional… y personal. Soy barroca, sí, qué pasa. El minimalismo está muy sobrevalorado. ¡Tela!

En fin: que el otro día una persona importante en mi ecosistema actual me animó a perpetrar una parrafada nueva. Mentiría si dijera que he estado dándole vueltas a qué escribir, sobre qué asunto reflexionar o qué anécdota surrealista (de esas mamarrachadas que me pasan a mí) glosar sobre este papel tejido de megabytes. No, no he hecho nada de eso, por lo que este texto sólo refleja lo que siento ahora, en este mismo instante en que he encendido el ordenador y me he puesto a darle a las teclas. ¿Qué saldrá de aquí? Pues ni pajolera idea. Veámoslo. Juntos, que siempre divierte más.

A ver… Estoy tranquilo. Aparte de lo de la pandemia, la guerra, la inflación y demás zarandajas que pueden llegar a afectarme mucho emocionalmente (eso me pasa por ver los informativos… o como queramos llamar a eso que ponen a las tres de la tarde en la tele); aparte de todo eso, digo… me va bien. Tranquilamente bien. Sin estridencias. Salgo y entro, o me quedo en casa vendo series. Sigue siendo fácil encontrarme en la calle con una Cruzcampo en la mano, pero ya me dan pereza las madrugadas. Veo a mis amigos menos de lo que quisiera (esto ya es un clásico en mi biografía), y el deporte sigue estando entre mis asignaturas pendientes. También he cogido unos kilos, lo cual me jode bastante (como siempre). Me cambiaron de trabajo y ahora me dedico a algo que no había hecho nunca antes, lo cual resulta estimulante para mis neuronas (y lucrativo para mi bolsillo, todo hay que decirlo). Me ofrecen proyectos emocionantes que no abordo porque… porque no me apetece, ahora mismo. No tengo grandes planes de viaje este verano, aunque volé a Londres hace poco en gratísima compañía, y lloré a mares en el musical de “Frozen” (“Do you wan’t to build a snowmaaaaannnn”… Ains...). Estuve de boda (muy feliz) en Burdeos y esta noche voy al concierto de mi futura nueva mejor amiga (a.k.a. Pastora Soler). Me inquietan los problemas de mi gente querida, pero afortunadamente nos son cuestiones graves (cruzo los dedos). Echo de menos a algunas personas con la que espero reunirme pronto, y que todo sea como si no hubiera pasado el tiempo. Hago karaoke (a veces con peluca); y sonrío como un niño viendo disfrutar a mis seres humanos afectos. ¡Ah! ¡Y ahora me regalan huevos de gallina de verdad y productos de una huerta auténtica! (además de otras cosas que alimentan mis emociones y me ocupan alegremente muchos momentos del día). Mi corazón está vivo, palpitante; tengo ilusiones y amor… y…. y…. y la familia bien, gracias. Eso es todo.

Así dicho, puede parecer que atravieso un momento un poco letárgico, yo que siempre me valaglorié de intensidades mil, en todos los aspectos. Y no, mireuhté. Superparanada. Con asombro, descubro que esta tranquilidad; este orden (relativo); y esta ausencia de montañas rusas (Germán las llamaría “volaoras”, mucho más graciosamente) me hacen bastante bien. Como decía más arriba, vivo aproximadamente tranquilo. Así que… Virgencita, que me quede como estoy. Esto se lo digo a la Macarena, que para eso es vecina, y amiga. De prestarnos la ropa, vamos. Uña y esmalte. Lo que la quiero yo (campanas aparte).

Voy a cerrar este sinsentido con una anécdota que no tiene nada que ver con lo anterior (o quizá sí...mmmm…). Ni siquiera me ocurrió a mí, pero se me ha venido a la cabeza y me apetece contarla, porque es MARAVILLOSA. El otro día mi amigo Germán (ya aparece mencionado dos veces en este texto, se ve que me ronda mucho la cabeza, y el corazón); Germán, digo, conoció a una chica latinoamericana con la que mantuvo una breve conversación, que paso a reproducir. IMPORTANTE: lo que dice esta muchacha (y con “muchacha” no me refiero a Germán, sino a la otra) hay que leerlo con acento sudamericano, y a poder ser, en voz alta, porque, si no, la anécdota pierde toda la gracia. Vamos allá:

Germán: (a la muchacha) “Hola, soy Germán, encantado”

Muchacha: (con dulce acento latino) “¡Igualmente! ¿Qué tal, cómo estás?

Germán: Pues bien, pero… (bostezando) ¡tengo un sueñoooo!

Muchacha: “Ay, ¡Pues ojalá que se te cumpla!”

No me digáis que no es para comérsela con papas (o con yuca, en este caso). Pues eso: que ojalá que se te cumpla. Y feliz viernes.

viernes, 14 de enero de 2022

CayEnDo en LaS RedEs

Venga, vale, lo reconozco: he tardado mucho en actualizar el blog. ¿Por qué? Pues por pereza, para empezar, que es un pecado capital bastante frecuente en mi día a día. Y también porque me daba un poco de vértigo sentarme de nuevo ante el teclado. En este tiempo he arrostrado muy diversas aventuras, en lo emocional, lo social, lo profesional y hasta en lo sexual. Muchas de ellas podrían ser motivo de chanza, carcajada, lagrimeo y/o reflexión. Hasta de un babuchazo en la coronilla, por capullo. Pero para mi reentré (galicismo perfectamente evitable, pero que a mí me superencanta) voy a abordar un asunto que me tiene consumidas las meninges desde hace ya bastantes meses. Quizá por eso no he escrito nada hasta hoy: necesito ordenar muchas ideas para ofrecer una perspectiva completa y razonable de esta realidad que hoy analizo. Seguramente no lo conseguiré (lo de “completa y razonable”); pero bueno: a petición de varios de mis fans (dos, en concreto), me pongo manos a la obra. O a lo que acabe siendo este texto, que, como es habitual, se sabe dónde empieza pero no dónde terminará. Que Dios nos coja confesados (y vacunados).

Voy a hablar de las redes sociales. Omnipresente universo en nuestro devenir cotidiano (al menos, en el de la mayoría de la gente), con más o menos presencia en la vida de cada cual. Quien más, quien menos, aquí todo quisque (esto es un homenaje a Rafa, no sé si lo leerá, pero va por tí!) le echa un vistazo al facebook, al instagram, al twitter, al tinder, al grinder, al tik-tok o a otros foros de similar pelaje. Forman parte de nuestra vida, consumen nuestro tiempo, nuestro interés, nuestra energía y hasta nuestra vista; y juegan un papel relevante (para unos más, para otros menos) en lo que sabemos de ese mundo que hay más allá de nuestro necesariamente limitado ecosistema vital. Hay mucho que decir al respecto, lo sé. O al menos yo tengo mucho que decir, desde lo particular hasta lo general. Seguro que el texto (que será necesariamente extenso, ya sabéis que no suelo lucirme en ese deporte tan saludable que es la sinopsis); seguro que el texto, digo, acabará siendo un batiburrillo incompleto de ideas hilvanadas. Iba a decir que lo siento… pero no, no lo siento. Así soy yo… o así estoy, con respecto a este asunto: abrumado, sobrepasado, sorprendido, escandalizado y afectado. Afectado porque me he visto inmerso (o, mejor dicho, me he sumergido) en una vorágine cybernética que no sé manejar del todo bien. Así es, lo reconozco. Diré a mi favor que a la hora de entrar en esa espiral he contado con cierta ayuda; y que hay gente (mucha; muchísima) aún más sustraída por el cybercuelgue que yo. Y esto me preocupa, la verdá. Bastante.

Empecemos por el principio: de mi pretérita relación con las redes sociales ya hablé yo en su día. De hecho hay una entrada en este blog al respecto (http://superbaleando.blogspot.com/2012/12/cyberamiguitos.html), no hace falta que la leáis. Tras revisarla, y con las perspectiva que dan los casi diez años que han transcurrido desde aquella reflexión (un poco naif la veo ahora), me temo que mi visión sobre el tema ha cambiado. Y no poco.

Decía entonces que en las redes tendemos a transmitir una imagen idealizada de nosotros mismos, mostrándonos no exactamente como somos, sino más bien como nos gustaría ser. Enseñándole al mundo nuestro perfil más favorecedor, matizado por ciertos filtros de impostura; añadiendo algo de purpurina a nuestra atribulada existencia para parecer un poquito los guays (nótese el uso del modificador “un poquito”, con su lacerante diminutivo, tan revelador de mis intenciones). Entonces las redes funcionaban así, supongo, y la cosa no tenía mucha más trascendencia. Pero todo evoluciona, y hoy el panorama me parece sustancialmente distinto, Voy a decir por qué, en mi (no tan) humilde opinión.

Para hacerlo, tomo prestadas las palabras de un psiquiatra tela de reputado. Vale, en realidad es el personaje de una serie de médicos, no recuerdo ahora cuál (son mi vicio, veo tantas que ya las confundo). En un emocionante capítulo, ese entrañable facultativo abordaba los problemas de una adolescente cuya estabilidad emocional se había visto altamente perjudicada por el uso (y el abuso) de las redes sociales. La pobre, de tanto postureo, ya no sabía ni quién era ella en realidad: ni se conocía ni se reconocía más allá del yonkismo instagramero en el que se había instalado. A cuenta de esa situación, este hombre sabio (o los guionistas, mejor dicho) nos regalaba la siguiente reflexión (recreo sus palabras, no me las sé de memoria… ¡Demasiada cerveza!… en fin…): “el problema de las redes sociales no está ya en que intentemos mostrarnos como nos gustaría ser a nosotros mismos; sino más bien como pensamos que los demás quieren que seamos, con la única intención de coleccionar seguidores y acumular muchos likes. O, lo que es lo mismo: de ser aceptados por un inmenso colectivo de gente desconocida a la que en realidad le importamos un mojón de kilo y cuarto. Y al hacerlo, vamos perdiendo nuestra esencia, nuestra identidad genuina, para convertirnos en un puñado de bits absolutamente carentes de personalidad y de criterio”. Qué mente tan preclara, qué forma de resumir alguno de los efectos nocivos del Instagram y sus congéneres. Premio Nobel para este hombre (o para los guionistas) a la voz de YA. O para mí, mejor dicho, que he recreado el discurso y le he añadido algunos gotitas de mi sutil ingenio. Si es que estoy perdiendo dinero, está cada día más claro.

Por motivos personales, he sido testigo de primera fila de esa dicotomía tan vertiginosa entre la realidad y la cyberficción en la que habitan algunas personas. Incluso yo mismo, como dije más arriba, he perpetrado actualizaciones que mostraban determinados aspectos de mi vida tan dulcificados, manoseados y tergiversados que ahora me parecen totalmente ajenos a mí. No, Javier, no; ajenos, no: es que has publicado fotos y textos directamente opuestos a la verdad de lo que estabas viviendo y sintiendo. ¿El motivo? Pues supongo que hay varios: ciertas dosis de narcisismo; unas gotas de autoengaño (aunque yo no soy mucho de eso: de autoengañarme, digo); y la voluntad de parecer superfeliz ante un público muy, muy concreto, entre el que yo mismo me contaba. En resumen, el ánimo de cubrir (erróneamente, por supuesto) determinadas carencias. En el camino, lógicamente, mis auténticas emociones se iban cyber-desdibujando, aunque a mi favor diré que yo nunca perdí la perspectiva de mi propia realidad. Igual es porque soy (en este caso, afortunadamente) demasiado viejo para dejarme seducir a tope por esos cantos de sirena. También ocurre que tengo una vida real bastante rica, en muchos sentidos, por lo que no necesito entregarme a las redes para sentirme aceptado, querido, admirado y acompañado. Suerte la mía, no cabe duda; algo bueno habré hecho, digo yo.

En fin: que a golpe de filtro, posturita, ángulo de cámara y textos pseudoprofundos; pienso que las redes, lejos de ayudarnos a conectar de forma sincera con los demás y con nosotros mismos, están jugando un papel opuesto y terriblemente perverso: se encargan de diluir nuestras aristas, de volatilizar nuestra esencia; y nos invitan a participar (en nuestra actitudes, nuestras apariencias y nuestras vivencias, sean estas reales o inventadas) de acuerdo con determinados clichés, con el objeto de ser aceptados y/o admirados por otros usuarios tan enajenados como nosotros mismos. Un ejercicio por otra parte inútil, ya que (esto lo he visto yo con mis propios ojos, y hasta lo he practicado alguna vez) la mayoría de los likes que emitimos o recibimos son fruto de un gesto automático: ni las fotos se observan con detalle, ni los textos (esto, mucho menos) se leen con atención alguna. Así, nos transformamos en otros para satisfacer a… a nadie, en realidad. Esto me resulta desoladoramente triste, sobre todo porque se trata de una dinámica muy exigente: al final, la persona siempre debe estar a la altura (o bajura) del personaje que proyecta a través de las redes, y esto (por imposible) siempre conduce a una enorme frustración. Y a una enorme soledad. Lo segundo me parece aún más lamentable que lo primero… y ya es decir.

Lo sabía: con esta actualización iba a batir mi propio récord de extensión… ¡y aún no he terminado! Tengo mucho más que vomitar a estos respectos, pero dejaré otros asuntos aparte para terminar haciendo referencia al archifamoso algoritmo. O algoristmos, porque ya no hay proveedor de contenidos que no lo utilice. ¡Ay, el agoritmo! Esa especie de Gran Hermano que todo lo ve, todo lo analiza y todo lo controla desde algún paraíso digital cuya localización desconocemos. El algoritmo… ¡qué gran invento! Gracias a él sólo nos cyber-relacionamos con nuestros correligionarios; y vemos, escuchamos y leemos todo aquello que encaja con nuestra propia forma de ver la vida y el mundo. Perdón… ¡perdón! ¿He dicho “propia”? No, no… Nada de “propio”, aquí todo debe ser colectivo; a poder ser, universal. El algoritmo, al filtrar los mensajes (de todo tipo) que recibimos; e incluso a las personas a las que cyberconocemos; funciona al mismo tiempo como un espejo deformante y como un censor: nos escamotea todo lo que pueda resultarnos molesto y ofrece a nuestros ojos una imagen de la realidad confortablemente afín a nuestras opiniones y deseos. Así, simultáneamente, nos va moldeando, puliendo, desgastando: nos extirpa el pensamiento crítico y hace que nos instalemos en la comodidad del que sabe que lleva la razón… ¡porque todo el mundo razonable y guay piensa igual que yo! Arcadas secas me da el algoritmo: no hay mayor instrumento para el narcisismo, la autocomplacencia y la masturbación social e intelectual. Y al que discrepe o se salga del target… que le pique un pollo. Así nos va. Aborregados pero hipnóticamente felices, nos dirigimos con docilidad a los fértiles prados de nuestro target de consumo. Y yo el primero, que conste. Puaj y repuaj.

Hasta yo mismo me he cansado de tantísima verborrea. Corto ya. Qué a gusto me he quedado.