miércoles, 26 de abril de 2017

EpiSToCRaciA


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Leí hace cierto tiempo en la prensa un artículo que hablaba de la epistocracia. Me llamó la atención, porque – con muchos matices- resumía varias ideas que llevo años macerando en mi pequeño (y limitado) cerebro. Según he visto bicheando por esa fuente de sabiduría universal que es San Google, lo de la epistocracia (que es, por otra parte, una idea muy antigua) se está poniendo de moda a cuenta de los últimos (y no por legítimos, menos espeluznantes) resultados electorales around the world. Los del Brexit, Donald Trump y tal y cual. Me sorprende bastante que los demócratas de pro (entre los que, como saben mis conocidos, no me cuento) se escandalicen de pronto de cómo funciona nuestro sistema político: ahora se tiran de las rastas y empiezan a cuestionar la fórmula de recuento de votos, las ponderaciones que se aplican en las elecciones, la ley D’Hondt y otras cuestiones por el estilo. Cuando ganaba Obama a muchos les parecía todo muy guay. Pues no, mirehusté, no era tan guay. Ni entonces, ni ahora. Y aunque esta frase queda muy fea, la voy a poner por escrito, a despecho de los bienpensantes: “todo esto ya lo venía diciendo yo”. Que la democracia (al menos, estas democracias occidentales) es un verdadero mojón; o un engañabobos; o una milonga. O todo eso junto al mismo tiempo.

Ya, ya sé que ahora viene eso de “la democracia es el menos malo de todos los sistemas posibles”. Esto dicho así, y repetido hasta la saciedad como un mantra idiotizante, sirve para justificar cualquier tipo de desmán político, social, moral o ideológico. Habría mucho que discutir al respecto, pero esta mañana gris de primavera no quiero yo meterme en semejante berenjenal. Sólo me apetece apuntar un par de ideítas (sandeces serán, para muchos; pero al disponer de dedos, teclado y conexión a internet, como tantos otros idiotas, pues las publico porque me da la realísima gana) en torno a eso de la “epistocracia”. Que es algo así como el despotismo ilustrado, pero con matices; o una especie de democracia releída, revisada y sometida a cierto sentido crítico. Es lo menos que se despacha, ¿no? Un poco de espíritu crítico para rebajar algunos grados tantísima autocomplacencia y onanismo de los neoprogres que en el mundo son. Ea, ya está, ya he lanzado dos o tres improperios: haciendo amiguitos, para variar. Que nadie se dé por aludido. O sí.

Grosso (muy grosso) modo, la epistocracia parte de la idea de que no todos debemos tener derecho al voto. Bueno, esto así dicho suena muy bestia, pero es por resumir. En realidad, subyace la certeza de que no todo el mundo vota desde el conocimiento y la responsabilidad. Y, claro, cuando el votante resulta ineducado, irresponsable o directamente necio… pues pasa lo que pasa. Que Jesús Gil (Dios lo tenga en su oronda Gloria) se convierte en alcalde de Marbella, por ejemplo. ¿Cómo se arregla esto? Pues admitiendo que las bondades del sufragio universal son una falacia. El hecho de que mi voto valga lo mismo que el de José Luis Sampedro, por citar a uno de mis ídolos más venerados, me da auténtica vergüenza. Por lo pequeño que me veo ante el espejo de semejante estatura espiritual y moral. Al mismo tiempo, que el rumbo de la sociedad lo dibujen (a través de las urnas) los hooligans que el otro día se pasaron cuatro pueblos (por decirlo de una forma suave) en la Plaza Mayor de Madrid… pues me da bastante miedo. Y explica muchas cosas. El que defienda que todos los votos valgan igual, que se atenga a las consecuencias y no se queje luego. Ahí lo llevas, por hacerte el guay.

Me resulta difícil desgranar aquí todos mis argumentos en contra de la democracia (o, por matizar, como dije más arriba, de esta democracia a la que tanto cariño le tienen algunos). Para empezar, hay que ser muy ingenuo para creer que, de verdad, las decisiones que efectivamente toman nuestros gobernantes emanan del pueblo. Es más: hay que ser muy ingenuo para creer que nuestros gobernantes son los que efectivamente toman las decisiones importantes en este mundo tan retorcido que nos ha tocado habitar. Pero bueno, por no entrar en más Honduras (capital, Tegucigalpa); y volviendo a la epistocracia, lo mínimo para que se despacha es garantizar que el votante sabe lo que está votando. No digo que se restrinja el derecho al voto a gente con estudios superiores, o a determinadas elites intelectuales, o a eruditos de uno u otro pelaje. Simplemente pienso que no estaría mal que, antes de que un ciudadano cualquiera deposite su papeletita en la urna (con las enormes consecuencias que, teóricamente, ese gesto conlleva); la sociedad cuente con algún tipo de garantía de que esa papeleta recoge la voluntad formada de quien la ha elegido entre otras muchas opciones. Ojo, que aquí lo importante es el adjetivo especificativo “FORMADA”. Vamos, que el fulano que vota sepa, por lo menos, qué leches está votando. ¡Qué menos que eso, digo yo! Un examencito previo para demostrar su conocimiento mínimo de los distintos programas electorales en liza podría resultar muy útil. Claro, que para eso los programas electorales tendrían que servir para algo más que para rellenar papeles a expuertas. Si es que al final el iluso soy yo. En fin…

Para terminar de tocar los cataplines, quiero subrayar que toda esta paja mental surge de otra idea más profunda, y, seguramente, aún más políticamente incorrecta. No, señores, no, no todos y todas somos iguales. Ni física, ni intelectual, ni emocional, ni moralmente. Negar esa realidad me parece un ejercicio de cinismo tremendo. Y aceptarla, en cambio, lo mismo nos ayudaba a construir una sociedad mejor (sea “mejor” lo que quiera que sea).

Todo esto, de pronto, me ha recordado una canción muy certera de “Avenue Q”, el musical cuya banda sonora llena de sonidos y mensajes mis paseos en los últimos meses. Hay que estar muy pendientes de la letra. 

Vaya telita de actualización. Caótica y farragosa a partes iguales. Será la falta de costumbre, digo yo. O que me meto en más líos que Leticia Sabater en Supervivientes. O en cualquier sitio, vaya.