martes, 20 de abril de 2021

AuDiENciA


Hace unas semanas me rencontré (muy, muy felizmente) con unas amigas de mi juventud. Nos quisimos mucho en nuestros años mozos, y nos seguimos queriendo mucho ahora, aunque la distancia geográfica y nuestras trayectorias vitales hayan hecho que no coincidamos durante lustros en el mismo tiempo y en el mismo espacio. Eso, en realidad, no es importante, porque al abrazarnos de nuevo sentí (seguro que ellas también) el calor de nuestro enorme afecto; y tras intercambiar cuatro palabras, era como si aún estuviéramos en el Instituto, planeando qué bares íbamos a asaltar el fin de semana (por ejemplo). Vale, el tiempo ha pasado y a mí me ha pisoteado la cara (a ellas no, siguen tan bellas y chispeantes como en los 90); pero nuestros corazones siguen vibrando en la misma sintonía. Ángeles, Irene y Alicia (Eva también, por supuesto, pero con ella sí he mantenido una relación más constante) me devolvieron, con su mirada, la imagen de un Javi jovial, aventurero, inteligente y poderoso. Sigo siendo todo eso, obviamente, aunque con menos pelo y más arrugas. Y más sabiduría, también, qué cojones. Que la madurez (ejem) implica cierto aprendizaje, intelectual y emocional, aunque a veces me sienta como un niño de 12 años. El tamaño lo tengo, desde luego.

En fin: no voy a a hablar hoy con detalle de lo que significan estas mujeres en mi vida, espero que no se enfaden. En realidad tampoco hace falta, ellas lo saben muy bien y saben también que deseo firmemente que este rencuentro sea el prólogo de muchas quedadas más (cierre perimetral mediante). Las traigo a colación porque fui muy feliz al verlas de nuevo; y porque una de ellas (Ángeles en concreto) me comentó que suele leer mi blog, y que le gusta mucho hacerlo porque al leerme era como si me estuviera escuchando. Francamente, me sorprendí; no por lo segundo (soy consciente de que escribo más o menos como hablo, es deformación profesional de mis tiempos de guionista), sino por lo primero. No esperaba que Ángeles; a la que no veía desde hace años y con la que mantenía un escueto contacto cibernético (no es ella mucho de publicar en redes); pudiera tener el más mínimo interés en estos textos que de vez en cuando compongo, comentando mis paranoias, anécdotas, pensamientos, emociones y otras gilipolleces varias. Como digo, me sorprendí y me sentí tela de halagado. Por su cariño y su atención y su interés. Es muy bonito, la verdá.

Días más tarde, un perfecto desconocido (con el que no tenía ningún tipo de relación, ni siquiera virtual) le dijo a mi novio que le gusta mucho el estilo de mi blog. Ahí ya sí que me quedé con las patas colgando. ¿Cómo coño había llegado ese muchacho hasta este cyberescaparate? Pues fácil: resulta que yo (que soy lerdo para el tema redes) había puesto el enlace en mi perfil de instagram (que por lo demás, es privado) y eso puede verlo todo quisque. Ea, ya está, cagada gorda. No por nada, sino porque pienso que este blog es mucho más íntimo que el IG y, si tengo capada esa red, pues igual debería restringir también esta especie de diario virtual (no tan diario, vale, es una forma de hablar). En realidad es algo en lo que no había caído, ya que dudo que ni lo uno ni lo otro (ni mi instagram, ni mi blog) provoquen el más mínimo interés en personas desconocidas (por mí). Pero mira tú por dónde, resulta que sí; que despiertan interés, incluso para gente que no sabía hace unos meses ni de mi existencia. Los motivos… pues son fáciles de suponer. Tengo un novio instagramer y algunos de sus seguidores quieren saber quién puñetas se ha llevado ese gato a su agua. Pero mira tú por dónde, resulta que, más allá de esa curiosidad telecinquera (muy comprensible, por otra parte), hay quien va y se lee estas peroratas, tan personalísimas y extensas. Y hasta le parecen bien. Qué cosas…

En su día (hace años, hay una entrada del blog que habla de eso) me preguntaba yo (y me contestaba, lo de mantener diálogos internos es una actividad que practico con fruición) por qué tengo un blog. Para qué lo escribo, y lo publico. Así lo expresé, muy sinópticamente:

“¿Para qué tengo un blog? Para exhibirme. Está claro. Para mostrar lo que pienso, lo que siento, o lo que imagino. Para conectarme con (parte de) el mundo; y quizá también para conectar conmigo mismo, a algunos niveles. También para recibir el aplauso, la admiración, el cariño de mis selectos y, según parece, no tan poco numerosos lectores. Porque me debo a mi público. Para que me queráis, vaya. Así que, venga: queredme. Leches.”

(¡Acabo de autocitarme! ¿Tendré que autopagarme derechos de autor? Lo consultaré con la almohada…)

A lo que vamos: en esta proyección pública mía, que algunos consideran exhibicionismo psicológico (porque lo es) hay ciertas dosis de vanidad. Supongo que esto me coloca en el mismo lugar que otros tipos de exhibicionista: quienes exhiben sus cuerpos, sus obras de arte, sus aventuras por el mundo, su vida social, sus habilidades físicas, sus extravagancias, sus manualidades o aquello en lo que creen que pueden destacar y despertar la admiración (o al menos, la atención) ajena. Puede ser. A todos nos gusta gustar; y cada uno tiene sus puntos fuertes. El mío (creo yo) es la capacidad de desnudarme emocionalmente, y transmitirlo de una forma bella o, al menos, personal y expresiva. También es que me interesa conectar con la gente a estos niveles, más que a otros. Imagino que eso despierta el interés de cierto perfil muy concreto de público… Aunque, como he dicho, a veces me sorprendo al descubrir entre mi audiencia a lectores totalmente inesperados. Y me agrada mucho, para qué mentir.

Debido al escaso feedback que mis actualizaciones reciben (muy pocos las comentan, y muy de tarde en tarde), me es muy difícil (más bien imposible) saber quién me lee. Y me encantaría saberlo, francamente. Así que si has llegado a estas bajuras de texto, por favor… ¡manifiéstate! Dime algo vía facebook, , guasap, instagram o en los comentarios de este mismísimo blog. Sería guay del paraguay.

NOTA: En la foto, junto al menda, las amigas que han dado pie a esta actualización. De izquierda a derecha: Ángeles, Irene, Alicia y Eva. Más maravillosas y ya, revientan.


martes, 6 de abril de 2021

CarmELa (sin más)

 


¡Las rubias no somos tontas!

La “R”

La “U”

la…

mmmmm…

¡Las rubias no somos tontas!


Pues no. Las rubias no son tontas. Al menos la rubia de la que voy a hablar hoy. He querido empezar así, en tono jocoso, para darle un poco de vaselina a este texto que ahora emprendo. Porque me temo que resultará bastante sentimental. Seguro.


Carmela llegó a mi vida de la mano de mi amigo Luis (que tantas cosas buenas me ha dado, y me sigue dando), en un momento crítico para mí. El más difícil (y también revelador) que he atravesado, en realidad. Andaba yo transitando caminos muy oscuros de mi alma; atormentado, frágil y tremendamente vulnerable. Más perdido que el barco del arroz: intentando asumir determinadas realidades y buscando mi norte en mitad de la tormenta. Tan desconcertado y dolido y asustado y excesivo que ni yo mismo sabía qué niveles de autodestrucción podía llegar a alcanzar. Un poemita, vamos. Coincidíamos por aquel tiempo Carmela y yo en un bar muy divertido cuyo nombre no recuerdo, porque ella era amiga del dueño y lo frecuentaba mucho. Como me suele ocurrir, no guardo la conciencia de cuándo la vi por primera vez, pero sí se mantiene viva en mi cerebro la sensación de que conectamos muy a primera vista, muy de piel con piel: de personas que son afines y comulgan fácil y ricamente. Así empezamos a vernos cada vez con más frecuencia, nos buscábamos y pasábamos tiempo juntos, en los bares o en su casa de la Alameda. Yo, que soy muy de largarlo todo por esta boquita y tengo la necesidad de compartir mis miserias con personas que me inspiran confianza, le abrí en canal mi corazón desolado; y ella, con su capacidad desmedida para la comprensión carente de juicio, me tomó de la mano y me regaló su amor infinito, todavía no sé muy bien por qué. Me prestó su hombro, su sentido común y su sonrisa, acompañándome en todo aquel laberinto emocional tan espinoso y excesivo; y me hizo creer en mi capacidad para encontrar ese nuevo rumbo que, en muchos sentidos, yo había perdido la esperanza de cobrar. No tengo vida para pagarle lo que hizo por mí en aquel tiempo, porque me dio justo lo que yo necesitaba: ni consejos, ni reproches, ni valoraciones, ni palmadas en la espalda. Sólo (nada menos que) la confianza en que yo solito saldría de mi personal atolladero. Supo ver en mí (y convencerme de que las tenía yo dentro) capacidades, valentías y talentos que yo no era capaz vislumbrar, de tan desarbolado que estaba. ¿Cómo lo hizo? Pues con una sabiduría que he conocido en poca gente. Y conozco a personas muy sabias, que conste.


Después de todo aquello, Carmela siguió apostando por mí, cuando otras personas dejaron de hacerlo. No lo digo en plan reproche a los que se apearon (circunstancialmente) de mi vida: es que tomé decisiones y adquirí compañías (ejem) difíciles de tragar… incluso para Carmela, por supuesto. Pero eso a ella le daba igual. A ver, igual… no le daba. Le jodía enormemente asistir a determinados espectáculos y contemplar determinadas vejaciones. Y precisamente por eso no me dejó abandonado a mi (mal elegida, pero elegida por mí, al fin y al cabo) suerte. Tragó sapos y culebras, lo sé perfectamente, y aun así seguía a mi lado, porque, por encima de todo, Carmela respeta mis decisiones, me lleven a donde me lleven. Eso no quiere decir que las aplauda: muy al contrario, a su forma chispeante de decir las cosas, me ayuda siempre a ser consciente de los líos en los que me estoy metiendo (algo que a mí no me cuesta mucho hacer, porque consciente soy tela y procuro no engañarme a mí mismo, aunque eso me joda). “Vale, cielo: sabemos los dos que la estás cagando bien cagada; pues nada, a cagarla. No pasa nada. Ya la descagarás. Y si no la descagas, pues no pasa nada tampoco. Hay que vivir la vida propia; acertar y equivocarte, aun sabiendo que lo estás haciendo”. Este es un discurso muy de Carmela. Lo dice con todo el peso de su corazón y de su privilegiado intelecto; desde la humildad y el poder que le conceden el ser una mujer tan auténtica, que se conoce tan bien a sí misma y ha llegado a aceptar sus grandezas (tan numerosas) y sus miserias (prácticamente insignificantes).


Aparte de un amor que no puedo (ni quiero) mesurar, siento hacia Carmela una admiración absoluta. La admiro por su inteligencia; por su bondad; por la belleza de su alma y, sobre todo, por su valentía. Porque hay que tener un par de ovarios muy bien puestos para recorrer el camino de autoconocimiento que ella enfrenta todos los días de su bendita vida. Y para, siendo ella tan íntegra y tan de verdad, lidiar con tantísmas moralinas y coñohonraos como nos rodean (para conocer estos conceptos, os dejo un link: http://superbaleando.blogspot.com/2015/06/de-moralinas-y-conohonraos.html). Iba a decir que la echo muchísimo de menos (porque es verdad: me encantaba que viviera en la calle de al lado, y poder abrazarla a diario); pero bueno: sé que su felicidad está ahora a kilómetros de distancia, y siempre nos queda el teléfono para ponernos al día, desahogarnos y decirnos lo mucho que nos queremos. Así que, guay.


Precisamente a esta hora Carmela está haciendo un viaje, no sé si es de ida o de vuelta. Espero que esta actualización se lo haga un poquito más liviano. El viaje, digo. Para todo lo demás, ya sabe que puede contar conmigo. FOREVER.