martes, 6 de abril de 2021

CarmELa (sin más)

 


¡Las rubias no somos tontas!

La “R”

La “U”

la…

mmmmm…

¡Las rubias no somos tontas!


Pues no. Las rubias no son tontas. Al menos la rubia de la que voy a hablar hoy. He querido empezar así, en tono jocoso, para darle un poco de vaselina a este texto que ahora emprendo. Porque me temo que resultará bastante sentimental. Seguro.


Carmela llegó a mi vida de la mano de mi amigo Luis (que tantas cosas buenas me ha dado, y me sigue dando), en un momento crítico para mí. El más difícil (y también revelador) que he atravesado, en realidad. Andaba yo transitando caminos muy oscuros de mi alma; atormentado, frágil y tremendamente vulnerable. Más perdido que el barco del arroz: intentando asumir determinadas realidades y buscando mi norte en mitad de la tormenta. Tan desconcertado y dolido y asustado y excesivo que ni yo mismo sabía qué niveles de autodestrucción podía llegar a alcanzar. Un poemita, vamos. Coincidíamos por aquel tiempo Carmela y yo en un bar muy divertido cuyo nombre no recuerdo, porque ella era amiga del dueño y lo frecuentaba mucho. Como me suele ocurrir, no guardo la conciencia de cuándo la vi por primera vez, pero sí se mantiene viva en mi cerebro la sensación de que conectamos muy a primera vista, muy de piel con piel: de personas que son afines y comulgan fácil y ricamente. Así empezamos a vernos cada vez con más frecuencia, nos buscábamos y pasábamos tiempo juntos, en los bares o en su casa de la Alameda. Yo, que soy muy de largarlo todo por esta boquita y tengo la necesidad de compartir mis miserias con personas que me inspiran confianza, le abrí en canal mi corazón desolado; y ella, con su capacidad desmedida para la comprensión carente de juicio, me tomó de la mano y me regaló su amor infinito, todavía no sé muy bien por qué. Me prestó su hombro, su sentido común y su sonrisa, acompañándome en todo aquel laberinto emocional tan espinoso y excesivo; y me hizo creer en mi capacidad para encontrar ese nuevo rumbo que, en muchos sentidos, yo había perdido la esperanza de cobrar. No tengo vida para pagarle lo que hizo por mí en aquel tiempo, porque me dio justo lo que yo necesitaba: ni consejos, ni reproches, ni valoraciones, ni palmadas en la espalda. Sólo (nada menos que) la confianza en que yo solito saldría de mi personal atolladero. Supo ver en mí (y convencerme de que las tenía yo dentro) capacidades, valentías y talentos que yo no era capaz vislumbrar, de tan desarbolado que estaba. ¿Cómo lo hizo? Pues con una sabiduría que he conocido en poca gente. Y conozco a personas muy sabias, que conste.


Después de todo aquello, Carmela siguió apostando por mí, cuando otras personas dejaron de hacerlo. No lo digo en plan reproche a los que se apearon (circunstancialmente) de mi vida: es que tomé decisiones y adquirí compañías (ejem) difíciles de tragar… incluso para Carmela, por supuesto. Pero eso a ella le daba igual. A ver, igual… no le daba. Le jodía enormemente asistir a determinados espectáculos y contemplar determinadas vejaciones. Y precisamente por eso no me dejó abandonado a mi (mal elegida, pero elegida por mí, al fin y al cabo) suerte. Tragó sapos y culebras, lo sé perfectamente, y aun así seguía a mi lado, porque, por encima de todo, Carmela respeta mis decisiones, me lleven a donde me lleven. Eso no quiere decir que las aplauda: muy al contrario, a su forma chispeante de decir las cosas, me ayuda siempre a ser consciente de los líos en los que me estoy metiendo (algo que a mí no me cuesta mucho hacer, porque consciente soy tela y procuro no engañarme a mí mismo, aunque eso me joda). “Vale, cielo: sabemos los dos que la estás cagando bien cagada; pues nada, a cagarla. No pasa nada. Ya la descagarás. Y si no la descagas, pues no pasa nada tampoco. Hay que vivir la vida propia; acertar y equivocarte, aun sabiendo que lo estás haciendo”. Este es un discurso muy de Carmela. Lo dice con todo el peso de su corazón y de su privilegiado intelecto; desde la humildad y el poder que le conceden el ser una mujer tan auténtica, que se conoce tan bien a sí misma y ha llegado a aceptar sus grandezas (tan numerosas) y sus miserias (prácticamente insignificantes).


Aparte de un amor que no puedo (ni quiero) mesurar, siento hacia Carmela una admiración absoluta. La admiro por su inteligencia; por su bondad; por la belleza de su alma y, sobre todo, por su valentía. Porque hay que tener un par de ovarios muy bien puestos para recorrer el camino de autoconocimiento que ella enfrenta todos los días de su bendita vida. Y para, siendo ella tan íntegra y tan de verdad, lidiar con tantísmas moralinas y coñohonraos como nos rodean (para conocer estos conceptos, os dejo un link: http://superbaleando.blogspot.com/2015/06/de-moralinas-y-conohonraos.html). Iba a decir que la echo muchísimo de menos (porque es verdad: me encantaba que viviera en la calle de al lado, y poder abrazarla a diario); pero bueno: sé que su felicidad está ahora a kilómetros de distancia, y siempre nos queda el teléfono para ponernos al día, desahogarnos y decirnos lo mucho que nos queremos. Así que, guay.


Precisamente a esta hora Carmela está haciendo un viaje, no sé si es de ida o de vuelta. Espero que esta actualización se lo haga un poquito más liviano. El viaje, digo. Para todo lo demás, ya sabe que puede contar conmigo. FOREVER.

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