martes, 16 de junio de 2015

Entradas recicladas (y muy pertinentes)

Ligero de equipaje - Sólo lo idispensable: esa es la regla básica a la hora de preparar la mochila. Vale igual para el camino que para muchos aspectos de la vida. <BR> <BR>Cuando digo lo insidpensable, queiro decir lo I-N-D-I-S-P-E-N-S-A-B-L-E... Y eso significa muchas menos cosas de las que uno cree. Muchos decían que, a la hora de preparar la mochila, me había padaso de parco; durante el camino pude comprobar que, en realidad, llevada objetos de más: utensilios y prendas que, desde Sevilla, me parecían importantísimos... Pero, una vez en el camino, resultaban más una molestia (al fin y al cabo, hay que cargar con ellos a la espalda) que una ayuda. <BR> <BR>Al comprobar lo pesados e inútiles que resultan algunos cachivaches que parecían indispensables; he pensado que hay sentimientos, reconcores, amores, complejos, frustraciones, agobios y otra serie de lastres que ocupan mucho sitio en nuestra mochila emocional; pesan como auténtico plomo; y resultan absolutamente inútiles a la hora de disfrutar del camino. <BR> <BR>Por eso, en todos los sentidos, merece la pena escoger con cuidado lo que uno se echa a la espalda. Definitivamente, merece la pena caminar ligero de equipaje (y con una cervecita a mano; eso, que no falte) <BR> <BR>Beso! - Fotolog

Vale: esta entrada tiene trampa, porque se trata de textos que escribí hace ya varios años, a cuenta de mi primera experiencia en el Camino de Santiago. Las recupero hoy porque hablan de ideas a las que sigo dando vueltas últimamente. Se ve que mis obsesiones resultan la mar de recurrentes. Estas tres reflexiones vienen muy, muy al caso. Lecciones que un día aprendí y a veces olvido. Así que un repasito, precisamente ahora, me viene muy requetebien.

1. FUGACIDAD

Yo mismo decidí hacer el camino solo... Y esa fue una decisión bastante rara, teniendo en cuenta mi trayectoria vital, y determinados rasgos de mi carácter (dependencia social, podría llamarse el síntoma). Yo mismo pensé, en varias ocasiones, que no sería capaz de disfrutar de la soledad de la experiencia. Pero el cuerpo y la mente son tela de listos, y, de vez en cuando, te empujan a hacer lo que realmente necesitas. Sí: elegí hacer el camino solo... Y en mi vida he tomado pocas decisiones tan acertadas.

Cuando pasas tantas horas en soledad, te apetece llegar al albergue y charlar con otros peregrinos. Con unos compartes cena, y cerveza; con otros, intimas un poco más; y algunos llegan a convertirse en una especie de amigos, más o menos circunstanciales. (Seguro que pasa como en Gran Hermano: Allí todo se magnifica...) Pero en el camino cada uno lleva su ritmo, su ruta, su objetivo.... Y lo más probable es que tu colega de hoy no coincida contigo en etapas sucesivas.

A mí, los desencuentros siempre me han causado mucho vértigo: he empleado (sigo haciéndolo) toneladas de tiempo, dinero y energía para evitarlos. Pero los desencuentros, inevitablemente, ocurren. Cada uno camina a su ritmo; cada cual elige su ruta. Coincidir, en el mismo tiempo y en el mismo espacio, es una especie de milagro que merece la pena paladear a fondo. Pero puede que un día yo camine más rápido que tú; o que prefiera torcer a la derecha en un recodo; o que quiera descansar, mientras tú sigues caminando.

Todo es fugaz; todo tiene su sazón. El afán por aferrarse resulta un deporte poco útil (aunque yo mismo lo practico con frecuencia). Mientras caminaba, por alguna extraña razón, lo comprendí de una manera nueva, y la idea me pareció bien. Esa fue una sensación tremendamente liberadora.

2. DOLOR

Antes de salir, nunca había pensado que caminar, duele. Los primeros días de caminata fueron, en realidad, un paseo que emprendía despreocupadamente, a la ligera. Los excesos de entonces me pasaron factura más tarde. Esta relación causa - efecto funciona siempre así. Todos los excesos tienen su precio: en cada uno está valorar si merece la pena pagarlo.

El caso es que, a lo largo de mi viaje, descubrí partes de mis piernas de cuya existencia nunca antes había sido informado. Si hoy me molestaba el tobillo izquierdo; al día siguiente amanecía con un punzante dolor en la rodilla derecha. Cada uno de esos problemas se superponía al anterior, de acuerdo con una regla bastante sorprendente: en vez de sumarse, los dolores se eclipsan los unos a los otros. Cuando aparece uno nuevo, acapara tanto tu atención que los anteriores parecen de pronto vagos, difusos, casi insignificantes. Y lo mejor, lo más sorprendente, es que a pesar de las molestias nuevas y antiguas; con el dolor de rodillas, de tobillos o de alma; el camino sigue abierto ante tus ojos, invitándote a cubrir etapas y alcanzar objetivos. TIENES QUE SEGUIR CAMINANDO.

Yo siempre he tenido una actitud muy negativa hacia el dolor: en general, he intentado soslayarlo entregándome a mis vicios preferidos y a mis dependencias más recurrentes. A veces, en cambio, he sucumbido la tentación de abandonarme al desaliento, alimentando la angustia hasta niveles psicopáticos.

Mientras caminaba, entendí de alguna forma que el dolor es parte de nuestra experiencia; que ignorarlo resulta engañoso.... y recrearte en él te impide disfrutar de los placeres que el horizonte nos regala. En cambio, si aceptas el dolor; si comprendes que el sufrimiento es relativo; si, tirando de perspectiva, asumes que hubo penas anteriores, y que ninguna de ellas te impidió seguir caminando..Cuando te sobrepones, avanzas la otra pierna, levantas la mirada, y te sientes verdaderamente limpio, auténticamente capaz... Esa sensación es lo más parecido a la libertad que nunca he experimentado.

3. LIGERO DE EQUIPAJE

Sólo lo indispensable: esa es la regla básica a la hora de preparar la mochila. Vale igual para el camino que para muchos aspectos de la vida.

Cuando digo lo indispensable, quiero decir lo I-N-D-I-S-P-E-N-S-A-B-L-E... Y eso significa muchas menos cosas de las que uno cree. Muchos decían que, a la hora de preparar la mochila, me había pasado de parco; durante el camino pude comprobar que, en realidad, llevada objetos de más: utensilios y prendas que, desde Sevilla, me parecían importantísimos... Pero, una vez en el camino, resultaban más una molestia (al fin y al cabo, hay que cargar con ellos a la espalda) que una ayuda.

Al comprobar lo pesados e inútiles que resultan algunos cachivaches que parecían indispensables; he pensado que hay sentimientos, rencores, amores, complejos, frustraciones, agobios y otra serie de lastres que ocupan mucho sitio en nuestra mochila emocional; pesan como auténtico plomo; y resultan absolutamente inútiles a la hora de disfrutar del camino.

Por eso, en todos los sentidos, merece la pena escoger con cuidado lo que uno se echa a la espalda. Definitivamente, merece la pena caminar ligero de equipaje (y con una cervecita a mano; eso, que no falte)

martes, 9 de junio de 2015

De moralinas y coñohonraos

 

Hace no mucho tiempo, una amiga muy querida (sabia ella, en toda la dimensión de la palabra) me descubrió un par de conceptos a los que últimamente recurro con bastante frecuencia: “moralina” y “coñohonrao”. Definen muy precisamente determinadas actitudes ante la vida y el prójimo, y (desgraciadamente, debo decir) resultan la mar de aplicables; incluso autoaplicables, que es lo peor. Son ideas ambas muy íntimamente relacionadas: no hay coñohnrao sin moralina, aunque sí puede desarrollar moralina alguien que no vaya por la vida de “coñhonrao”. ¡Ay! Ya me estoy metiendo en laberintos lingüísticos. Será la falta de práctica en estas lides blogueras. Digo yo.

Como suelo hacer en estas circunstancias, he acudido al DRAE para buscar una definición académica de cuyo hilo ir tirando. Obviamente, “coñohonrao” no aparece entre los vocablos recogidos en el diccionario (tiempo al tiempo: se trata de una realidad tan extendida que el término acabará definido negro sobre blanco). “Moralina” sí que aparece, por supuesto: según las preclaras autoridades de la Lengua Española, es la “Moralidad inoportuna, superficial o falsa”. Pues sí, se acerca bastante a lo que mi amiga (y yo, por extensión) quiere referirse cuando utiliza la palabra. La moralina es ese juez que tod@s llevamos dentro (un@s con más ruido que otr@s); ese magistrado que, desde su estrado, blande su maza para condenar conductas y emociones y comportamientos y formas de vivir la vida propios y ajenos. Cuando se refiere a uno mismo, la moralina suele ser expresión de nuestras taras, nuestras limitaciones, nuestros miedos, complejos y prejuicios; y generalmente se manifiesta como ese gran enemigo de la felicidad que conocemos como “culpa”. Qué jueguito nos da en el día a día, la hijadelagranputa “culpa”. Nuestra moralina nos hace sentirnos culpables por hacer lo que queremos hacer; por ser como realmente somos; o por llevar la vida que auténticamente anhelamos vivir. Actúa censurando nuestros deseos y cercenando nuestras pulsiones, hasta el punto de que, en una pirueta de insalubridad emocional, nos impide ser consecuentes con las auténticas aspiraciones de nuestro cuerpo y nuestra alma; con eso que nuestro corazón nos está pidiendo a gritos. A mí me ha pasado con frecuencia, porque tengo una carga de moralina pa alicatar cuatro cuartos de baño. Me callo, me corto, evito, niego, amordazo, justifico, me pongo la venda, aprieto los dientes... y, en definitiva, me voy jodiendo vivo tan ricamente, porque me condeno a no ser auténticamente yo. ¿Para qué? Pues para que me quieran y me abracen y me acepten. O para que hagan todo eso con alguien que se parece a mí (pero que no soy yo). Y para sentirme un “hombre de bien”. Valiente capullada. Genera mucha soledad, curiosamente.

A veces (yo mismo lo he hecho; y quizá todavía lo hago, espero que cada vez con menos frecuencia) disfrazamos la moralina de generosidad o de bohomía. Nos decimos: “esto voy a hacerlo por amor”; o “esto evito hacerlo para no causarle un sufrimiento a alguien a quien quiero de verdad”. Y así vamos, sintiéndonos encima personas abnegadas que consagran su sacrificio a un Bien Mayor. Mojones y gordos. Mentiras hediondas de la peor calaña. No nos engañemos: lo que pasa es que nos da un cague atroz enfrentarnos con eso que nos enseñaron a identificar como nuestra “parte mala”. Y oiga, mirehusté, a lo mejor tampoco resulta tan negativa. A lo mejor lo malo es la puta moralina. Para nosotros y para los demás. Pero atravesar esa barrera; pasar más allá de la culpa y el miedo; y comportarse de manera auténtica (sea eso lo que sea)... joder, da mucho canguelo. Y tiene sus consecuencias, claro. A veces, nefastas. Generalmente menos graves de lo que nuestra imaginativa moralina nos invita a pensar. En realidad, por experiencia puedo afirmar (y afirmo) que ese ejercicio resulta a medio plazo muy liberador. Mucho. Muchísimo. Y ayuda a prevenir las úlceras de estómago. Eso también. Mucho más que el Omeoprazol. ¡Dónde va a parar!

La moralina (cada cual tiene la suya propia) podemos manejarla de diferentes formas. Supongo que, ya que eliminarla está sólo al alcance de grandes místicos y monjes budistas; lo más saludable debe ser identificarla, comprehenderla, y someterla a un trabajo de toreo fino para que nos limite lo menos posible, a la hora de convivir con nosotros mismos y también en la relación – tan fluctuante- que mantenemos con la gente de nuestro entorno. Claro que también podemos hacer de la moralina un estilo de vida. Abrazarnos a ella y... ¡ea, a condenar a diestro y siniestro! Como quien se ciñe un disfraz de carnaval, pero en versión hijodeputa. Muy al estilo Brie VandeCamp. Y es aquí, amiguitos y amiguitas, donde irrumpe el coñohonrao. O la coñohonrao, porque esta manera de ser, de comportarse y de sentir no distingue de géneros ni edades ni clases sociales.

Un coñohonrao es, en esencia, justamente eso: alguien que ha convertido la moralina en una forma de manejarse por el mundo. Los coñohonraos, a base de negar su trastienda (o precisamente para no enfrentarse a lo que hay almacenado en ella) se sienten directamente mejores personas. Y encima suelen presumir de ello. Así, a boca llena. “Yo jamás actuaría de esa forma”; “soy incapaz de aguantar semejante comportamiento”; “a mí no me las dan con queso”; “en tu lugar, lo habría mandado a la mierda hace siglos”; “¡cómo has podido hacer algo así!”, “¿yo? Vamos, vamos... en la vida”; “ni muerto”; “superparanada”; never in my life” y otros vómitos verbales. Entrañables, empáticos; de abrazarse a ell@s bajo las estrellas en cálidas noches estivales. Arcas secas.

Hay muchos tipos de coñohonraos, y todos comparten una esencia muy identificable, un tufillo a podredumbre emocional que a mí me resulta cada vez más reconocible. Está el coñohonrao abnegado, el rencoroso, el envidioso, el happyflower, el cenizo; también el inofensivo, que sólo se hace pupa a sí mismo y no provoca daños colaterales. En casi todos los casos se trata de hipócritas de libro, ejemplos prístinos de la doble moral; gente experta en ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el suyo. Bueno, no, me corrijo: ven la paja en el ojo ajeno PARA no ver la viga en el suyo. Porque la sinceridad de los demás amenaza demasiado peligrosamente el delicado castillo de humo con que camuflan sus propias miserias. Y un coñohonrao le tiene mucho apego a su máscara. La necesita para seguir alimentando su autoengaño. No vas a venir ahora tú a resquebrajarla. Te quié í ya.

Supongo que yo mismo, en determinadas circunstancias y ante determinadas personas, me he comportado como un coñohonrao. Vamos, no lo supongo: lo sé a ciencia cierta.Y, como ya he reconocido, tengo una lamentablemente pesada carga de moralina. Tanta, que me he cortado mucho al escribir este texto. Por la puta moralina de los cojones. Qué coraje. Qué le vamos a hacer.