Un niño tropieza, trastabilla y cae de bruces al
suelo, dándose un golpe tremendo en la cabeza. Su madre, que lo observa y
vigila de cerca, se aproxima a él; le sacude la arena del peto vaquero; le da
un beso en la coronilla; y componiendo una radiante sonrisa le dice,
musicalmente” ea, ea, ea. No llores, que no ha sido nada”. Con su mejor intención
le quita importancia al trompazo; le enseña a su hijo que ese dolor, ese
malestar, esa rabia y esa impotencia que siente como un zarpazo, no son asuntos
de gravedad. Le tatúa en el corazón que hay que poner al mal tiempo buena cara;
que llorar está muy feo; que enfadarse y patalear, aun después de haber estado
uno a punto de partirse la crisma, no son actitudes propias de un niño bueno.
Luego, ya de mayores, algunos repiten
ese comportamiento aprendido, y pregonan así, públicamente (incluso se dicen a
sí mismos, en privado) que todo está fetén; que no les duelen ni la garganta ni
el corazón; que el trabajo les va guay y el amor es una seda y la vida les sonríe
y todo el universo corea una canción de Paulina Rubia que habla de fiesta y de
alegría y de felicidad la la la la. Aunque en el fondo de su corazón las estén pasando putas. Incluso cuando se enfrentan a situaciones críticas o angustiosas o simple y llanamente jodidas (que a todos nos tocan a veces, leches ya!). “Hay que ser positivo”; “quitémosle hierro
al asunto”; “no es para tanto”; “mejor reírse de esas cosas”; “lo saludable es
afrontarlo con humor”. Yo he sido a veces uno de esos: de los evitan (o
directamente niegan) las sombras de la vida y piensan que sólo cuando uno se ríe
de sus miserias ha conseguido superarlas. Que es más valiente y más razonable y más sano mantener siempre eso que está tan de moda, "una actitud positiva". Ahora no; ya no lo veo así.
Ahora pienso que tengo derecho a
encontrarme mal, y a decírmelo a mí mismo, y a comunicarlo a los demás; que he
pasado por experiencias que no me hacen ni puta gracia, y eso es así aquí y en
Sebastopol de la Guinea, y seguirá siendo así in secula seculorum. Y creo que
verlo de esa manera, sin el disfraz de la carcajada ni el barniz de la
brillantina; reconocerlo; respirar ese dolor y esa rabia y ese malestar; experimentarlos,
aceptarlos y vivirlos, sin especial dramatismo, y sin "quitarle hierro" tampoco; me hace mucho bien. Ya ves tú. Ni regodeo ni evitación. Simplemente
concederme la oportunidad de explorar los agujeros que a veces me brotan en el pecho y en la biografía, y
aceptar que forman parte de esta experiencia. Tal cual son, sin pintarlos de
colorín ni añadirles autocompasión ni agitarlos para que huelan peor ni bañarlos de desodorante. Esto seguro que
les chirría mucho a los PaoloCohelistas. Qué le vamos a hacer.
Todo esto lo escribo hoy, cuando,
curiosamente, me encuentro bastante bien y bastante tranquilo (un poco
resfriado, eso sí). Por alguna razón, he sentido el impulso de decirlo. Quizá
porque llevo un tiempo dándole vueltas a este asunto. Por romper una lanza en
favor de los que no estamos todo el puñetero día happy-happy. Por dejar claro
que, cuando digo que me encuentro mal, lo que me ayuda es que me comprendan y
me escuchen y me abracen, sin lecciones morales ni frases que contengan la
perífrasis “deberías + infinitivo”.