viernes, 14 de febrero de 2014

Mudanza de ideas


“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Se supone que esta frase, atribuida al genial Groucho Marx, resume la quintaesencia de la volubilidad. Vamos, lo peor de lo peor. En teoría, lo correcto es mantener unos principios sólidos, indiscutidos, inamovibles, que nos guíen en nuestra existencia (y en nuestra relación que el mundo) hasta que expulsemos el último aliento. Así “los otros” nos llegarán a considerar (y nosotros mismos nos veremos así también) personas coherentes, íntegras y cabales. Esto es lo que nos han enseñado, lo que se nos ha inoculado: que esas “luces guía” deben brillar foreverandever en nosotros mismos, como verdades absolutas en las que cimentar nuestras convicciones, ideas y comportamientos. Lo bueno y lo malo; lo correcto y lo incorrecto; lo justo y lo injusto; lo que se debe hacer y lo que no. Caca, culo, pedo, pis. Bah. A todo eso digo yo que un mojón; pero de los gordos. Por muchas razones.

Sí, amiguitos: yo suscribo felizmente la frase de Groucho Marx, pero ligeramente modificada, y me digo a mí mismo “estos son mis principios; si no me gustan, los cambio por otros”. ¿Por qué? Pues porque acepto de partida que todo lo que yo pienso; absolutamente todo, incluso esos valores que me tatuaron a fuego en el alma, desde la infancia, como axiomas vitales; todo eso en lo que firmemente creo, puede ser objeto de crítica y revisión. Y de sustitución, en su caso. ¿El resultado? Pues que a día de hoy pienso de forma muy distinta de como pensaba hace un par de años. Y en eso ha tenido que ver gente muy concreta: personas que, con sus ideas y su discurso, me han convencido (la mayoría de las veces sin ánimo proselitista) de que mi visión del mundo era equivocada. Me he convencido yo, en realidad, cotejando sus ideas con las mías, y comprobando que su perspectiva me parece más acertada. Cuando se produce esa iluminación; en ese momento en que, escuchando a alguien, me digo a mí mismo: “Oye, Javi, pues esta mujer lleva razón; su planteamiento parece más razonable, más certero, más saludable que el tuyo”; bueno, es un instante la mar de vertiginoso, siento una especie de revelación y noto cómo, en mi cabeza y en mi corazón, se abren nuevos horizontes. Me expando, doy una voltereta intelectual, crezco; algunas veces felizmente, y otras con dolor. Porque desprenderse de esos mantras que uno lleva muchos años repitiendo puede causar ciertos estropicios emocionales. Bienvenidos sean. La evolución, es lo que tiene.

Todo esto lo digo porque hace poco, charlando con un amigo, salieron estos asuntos a relucir. Y entonces me acordé de varias mujeres que, con su enorme inteligencia y perspicacia y espíritu crítico, han dado un golpe a mi timón y nuevo aire a mis velas en distintos momentos de mi biografía. Sí, curiosamente sólo se me vienen a las mientes personas del género femenino singular (si no fueran singulares, serían colectivas, claro; y no es el caso. Ya empiezo a divagar). Tampoco resulta eso extraño: siempre he vivido rodeado de mujeres, muchas de ellas ejemplares e inspiradoras a niveles exquisitos. Y escuchándolas; compartiendo sus personalísimos universos y genuinas ideas, he desarrollado mi propia manera de pensar: estas ocurrencias que a veces digo y a veces vomito, a despecho de algunas sensibilidades. Ya ves tú, qué cosa tan inadecuada en estos tiempos de corrección política que estamos sufriendo, desarrollar un ideario propio. En fin...

Cito aquí a algunas de esas mujeres que han esculpido mi forma de mirar eso tan inasible que llamamos “la realidad”. Seguro que faltan muchas; que no se ofendan, plís: ya sabéis la mala cabeza que tengo. De la infancia, aparte de mi madre y mi abuela, están Marta y Georgina; más tarde llegaría Begoña (que se quedaría muerta si leyera esta referencia, ya que tarifamos hace muchos años y hoy no tenemos ningún tipo de contacto; pero que fue importantísima durante los atribulados años de mi adolescencia); Cristina, Marina, Yoli; Carmen Rueda, una mujer excepcional, inteligentísima, tolerante y empática como he conocido pocas, que me abrió los ojos a muchas realidades; Gloria, mi madre postiza, cuya mirada, libre de todo esnobismo, me sigue iluminando a muchos niveles; Mercedes, sabia y sentimental y divertida y... magnífica; mi tía Concha, de la que ya hablé en otra actualización; Carmen (de estas hay varias), Cristina, Raquel(es), Macarena, Lucía, Cinta, Patri, Chiqui, Mar, Eva (un par de ellas), Marisa, Juana...

Qué suerte he tenido, qué suerte tengo: el Javi de hoy tiene mucho de todas ellas; espero que ellas también piensen que tienen algo de mí; de lo mejor de mí. Que no es poca cosa, porque cuando me lo propongo, puedo llegar a ser magnífico. La verdad.

lunes, 10 de febrero de 2014

Del onanismo y la autocomplacencia


No suelo ver cine español. Decir esto así, tan abiertamente y tan a las claras, puede ser una temeridad. Parece que, por haber nacido más abajo de los Pirineos, tenemos la obligación, el compromiso, de consumir productos patrios, también en lo audiovisual; nos gusten o no. Pues qué queréis que os diga, llamadme cabrón: yo consumo lo que me gusta, lo que me motiva, lo que me apetece, venga de donde venga. Además, pienso que ese discurso de proteger lo nacional está pelín desfasado, en este mundo que ha difuminado sus fronteras, en el que todo está financiado y dirigido por un capital que no entiende de colores, ni de himnos, ni de bailes regionales. Que no, vamos, que no: que el discurso ése de “defiende lo nuestro” no va para nada conmigo. Porque, además, “lo nuestro” muchas veces no es “lo mío”; ni siquiera “lo del vecino”. Superparanada. Así que evito perder el tiempo mirando los códigos de barras para saber si una naranja se ha cultivado en Valencia o en Tombuctú. Me da exactamente igual: con que me resulte apetecible y esté bien de precio, basta. Y eso también lo aplico a los productos audiovisuales.

No suelo ver cine español porque, así en general, no me atraen las películas de la “marca España”. Descarto directamente todo lo que tiene que ver con la Guerra Civil y la postguerra: qué saturación, qué pesadez, qué cosa tan triste y tan jartible. Es un contexto que me despierta cero interés, cuestiones ideológicas y manipulaciones varias aparte. Partiendo de esta premisa, el stock de películas españolas que me pueden llegar a interesar se reduce mucho; muchísimo. Elimina también las comedias tontorronas; los pseudoplagios pretenciosos de cine americano; las pajas mentales de unos y otras.... y ya me quedan poquitas opciones para disfrutar del celuloide con acento cañí. Encima, la última vez que, en un alarde de temeridad, me senté ante la pantalla grande para ver una peli española, escogí “Los amantes pasajeros”: es decir, uno de los mayores truños jamás vomitados en la Historia del Séptimo Arte; vacua, idiota, ordinaria e insultante hasta niveles sublimes. Para compensar, diré que “Lo imposible” me conmovió muchísimo (claro, que esa tiene de española lo que yo de monja de clausura); y que Álex de la Iglesia, por ejemplo, me parece un tipo simpático y de gran talento. Ya imagino que  mis prejuicios (sí, lo reconozco, soy prejuicioso) hacia el cine patrio hacen que me pierda pelis interesantísimas y preciosísimas y brillantísimas y súperconmovedoras. Qué se le va a hacer: hasta que se me olvide lo de la última de Almodóvar, tendré que pagar ese precio. Es lo que tiene el estrés postraumático. 

Es que además, para echar más leña al fuego de mi pasotismo hacia el cine español, van los de la Academia y se despachan con la ¿Gala? de los Goya de anoche. No tenía pensado verla: porque estoy tan desvinculado de ese microuniverso que no me entero de la misa la media (ni he visto las pelis, ni conozco a la mayoría de los actores, ni nada de nada); y encima el presentador era Manel Fuentes, un tipo mediocre y malajoso donde los haya, cuyo inexplicable éxito daría para una temporada completa de “Expediente X”. Pues a pesar de todo, como soy un morboso del carajo y al final me puede la curiosidad, puse TVE y me tragué el evento de principio a fin. Sí, amiguitos, sí: hipnotizado por ese espectáculo tan cutrérrimo y falto de glamour, soporífero hasta el paroxismo, autocomplaciente, carente de gracia y de emoción y de... de todo. Fuentes, con look de comercial de aspiradoras y una cara de ijtierco desubicado que pa qué las prisas, demostró que no sirve ni para leer el cúe con naturalidad. Sus chistes me parecieron más bien una broma pesada. Vamos, que la Cospedal en el Congreso tiene más gracia que él. Lo de los vídeos esos para presentar a las candidatas a mejor película rozó... no, no rozó, entró hasta el fondo en el terreno de lo patético: hay vídeos de boda más divertidos y ocurrentes y mejor montados; el numerito musical (por llamarlo de alguna manera) que se marcaron en mitad de la gala no es apto ni para la fiesta de fin de curso de un parvulario; las gracietas de la panda de “Muchachada Nui”.... bueno, una gilipollez de salir en el Récord Guiness; y ya no hablemos de los discursitos absolutamente insoportables de casi todos los ganadores: cursis, relamisos, pesados, onanistas, pretenciosos... Muy gore todo. Sólo salvo a David Trueba, que sin ser santo de mi devoción estuvo bastante correcto; y.... y.... y poco más. Vamos, nada más. Se ve que el público catódico tiene aficiones menos sadomasoquistas que yo, porque la ¿gala? ha obtenido el dato de audiencia más bajo del último lustro. Normal: todo lo que ocurrió allí era tan endogámico que sólo podía interesar a los familiares de los homenajeados... y no más allá del primer grado de consanguineidad. Menos lloriqueo; menos pedigüeñismo; menos mendigueo, y más brillantez, es lo que hace falta. Porque se supone que lo de anoche tiene sentido si consigue llevar a más espectadores a las salas de cine para ver pelis elaboradas aquí. Misión fallida, me temo. K.O. técnico. Kaput. Muerte por aburrimiento. En fin...

Los yanquis serán unos horteras inelegantes y todo lo que vosotros queráis, pero ellos SÍ saben montar un espectáculo. Hasta para los puyazos políticos se lo montan mejor, porque miden más: lanzan un par de mensajes certeros, a la yugular, con mesura y contundencia; y luego se dedican a la frivolité y el sensibleo, que es lo que tienen que hacer. Y les sale de lujo, oiga.

Ea: ya me he despachado a gusto otra vez. Como siempre, despertando la simpatía y el cariño de mis lectores más políticamente correctos. Así soy: cybertocapelotas en estado puro. Que ustedes lo pasen bien.

miércoles, 5 de febrero de 2014

La niña de la trenza de espiga



Según parece, hay más gente que lee este blog de lo que yo creía. Lo sé porque, de vez en cuando, me lo dicen: "Lo que me río con tu blog"; o "Se me saltaron las lágrimas con tu última actualización". En general, me sorprenden (y alegran mucho) esos comentarios; porque, como aquí nadie dice ni mú, siempre tengo la impresión de estar predicando en el desierto. Así que, cuando alguien me demuestra lo contrario, pues... qué queréis que os diga, se me despierta un no se qué de orgullo en el estómago. Resulta bonito que personas queridas (o desconocidas) empleen parte de su tiempo en empaparse de mis quisicosas, tan personales, tan íntimas, tan surrealistas a veces. 

El otro día coincidí precisamente con alguien que me dijo eso: que suele leer mi blog. Y después, así a pelo, muy en su estilo, me echó un broncazo que pa qué las prisas: está indignadísima porque, tras muchos años de amistad, no le he dedicado ni una sola cyberlínea. Pues nada, nada, ahí va una actualización dedicada exclusivamente a ti. Bueno, ya veremos, lo mismo tengo que meter a más gente en este recuadro de hoy. Seguro que otr@s aparecen, aunque sea de soslayo. Me lo estoy viendo venir.

Pues la susodicha lectora se llama Lelete. En realidad su nombre verdadero es Beatriz Leonor (qué regio, ¿verdad? Podría llevar corona, la muchacha; pero no la lleva. Porque no quiere, supongo); pero todos la llamamos Lelete. La conozco desde que nací... o, mejor dicho, desde que nació ella, porque es un poco (MUY POCO) más joven que yo. Lo siento, esto tengo que decirlo así, porque las verdades son verdades aquí y en Pequín: Lelete forma parte de “Las Mayitas”; que no son, como el apelativo podría sugerir, un grupo de flamenco-pop, sino una familia la mar de apañá que compartió conmigo los años de la infancia, de la juventud... y los que han venido después (no sé cómo definirlos, lo de “madurez” nos queda un poquito grande, me temo). “Las Mayitas” odiaban que las llamáramos así; y en venganza, pretendieron que a mi hermano y a mí nos conocieran como “los Javielitos” (sic, con “ele”; mira que eran cabronas). Por fortuna, y pese a su insistencia, nunca lo consiguieron. Se siente. No siempre se puede ganar.

Podría contar muchas...¡muchas cosas! Acerca de esas hermanas y de su madre y de su abuela y de nuestras aventuras y desventuras en el Cerrado de Calderón. Pero como ha sido Lelete la instigadora de este texto, voy a centrarme en ella; que fue, además, uno de mis primeros amores platónicos; quizá el más temprano. Yo no me acuerdo de eso, claro, pero una foto que nos muestra bailando agarraos, en no sé qué evento de nuestra infancia, así lo corrobora. Lo que sí sé seguro es que la amaba (y la amo) por muchas razones; y que he compartido con ella momentos importantes de mi vida, ahora que me detengo a pensarlo. Decir “Lelete” es decir risas compartidas, complicidad, fiesta. Porque Lelete es una fiesta. Siempre lo fue, al menos para mí. Qué curioso: mira que somos distintos, en muchos sentidos; y nos entendemos perfectamente, de una manera muy limpia y muy natural y muy de querernos mucho. Me encanta cuando charlamos en el idioma jurásico; y cuando me cuenta las locuras de su adolescencia; y cuando, como dos gilipollas, nos reímos a carcajadas sin saber muy bien de qué. También me gusta sentir su abrazo en los momentos difíciles, y ver, en esos ojos tan chispeantes y vivarachos, que hace suyo mi dolor y se conmueve conmigo. Entonces el carácter suyo, tan vitalista, funciona como un bálsamo que me reconforta mucho. Me mira, me abraza; me sumerge en su infinita alegría y, por un instante, hace que me sienta feliz. Qué más se puede pedir.

Lelete siempre fue un poco cabra loca: aventurera, atrevida, deslenguada, impetuosa. Sigue siéndolo, porque todo eso forma parte de su esencia más esencial. Pero con los años ha demostrado una madurez tremenda, y se ha construido una vida la mar de tranquila y la mar de ordenada. Sólo hay que ver a su hijo, tan estupendo, para darse cuenta de cómo Lelete sabe funcionar, más allá de la frivolidad que suele presidir nuestros encuentros. Hay mucho fondo detrás de esa risa desbordante; yo, que la conozco de siempre, lo veo. Y me parece admirable.

De todas las situaciones (hilarantes, emocionantes, cotidianas, divertidas y hasta trágicas) que he compartido con Lelete, me quedo con una que ella seguramente no recordará. Era verano, y nos fuimos con su moto hasta la calle Rodeo, para fumar a escondidas nuestros primeros cigarros. Yo sí me acuerdo de aquella tarde, con sabor a alquitrán en la boca y Málaga, encendida de naranja al atardecer, a nuestros pies. El mar, el humo, la amistad; aquella transgresión, tan inocente. Nosotros... creyendo, todavía, que la vida era eterna. En realidad, sí: la vida es eterna, porque la sensación de plenitud se repite siempre que veo a Lelete. Y con eso, quizá, baste.

Ea, Lelete, ya tienes tu actualización. Al final no he hablado del resto de “Las Mayitas”; ni concretamente de Georgina (que es, con permiso de las demás, mi auténtica y genuina mismidad, y merece una actualización aparte. La tendrá). Tampoco he dicho nada de la trenza de espiga, que está en el título de este texto. Da igual. Eso mejor que lo cuente Lelete, en vivo y en directo. Tiene mucha más gracia que yo.