“Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Se supone que esta frase, atribuida al genial Groucho Marx, resume la quintaesencia de la volubilidad. Vamos, lo peor de lo peor. En teoría, lo correcto es mantener unos principios sólidos, indiscutidos, inamovibles, que nos guíen en nuestra existencia (y en nuestra relación que el mundo) hasta que expulsemos el último aliento. Así “los otros” nos llegarán a considerar (y nosotros mismos nos veremos así también) personas coherentes, íntegras y cabales. Esto es lo que nos han enseñado, lo que se nos ha inoculado: que esas “luces guía” deben brillar foreverandever en nosotros mismos, como verdades absolutas en las que cimentar nuestras convicciones, ideas y comportamientos. Lo bueno y lo malo; lo correcto y lo incorrecto; lo justo y lo injusto; lo que se debe hacer y lo que no. Caca, culo, pedo, pis. Bah. A todo eso digo yo que un mojón; pero de los gordos. Por muchas razones.
Sí, amiguitos: yo suscribo felizmente la frase de Groucho Marx, pero ligeramente modificada, y me digo a mí mismo “estos son mis principios; si no me gustan, los cambio por otros”. ¿Por qué? Pues porque acepto de partida que todo lo que yo pienso; absolutamente todo, incluso esos valores que me tatuaron a fuego en el alma, desde la infancia, como axiomas vitales; todo eso en lo que firmemente creo, puede ser objeto de crítica y revisión. Y de sustitución, en su caso. ¿El resultado? Pues que a día de hoy pienso de forma muy distinta de como pensaba hace un par de años. Y en eso ha tenido que ver gente muy concreta: personas que, con sus ideas y su discurso, me han convencido (la mayoría de las veces sin ánimo proselitista) de que mi visión del mundo era equivocada. Me he convencido yo, en realidad, cotejando sus ideas con las mías, y comprobando que su perspectiva me parece más acertada. Cuando se produce esa iluminación; en ese momento en que, escuchando a alguien, me digo a mí mismo: “Oye, Javi, pues esta mujer lleva razón; su planteamiento parece más razonable, más certero, más saludable que el tuyo”; bueno, es un instante la mar de vertiginoso, siento una especie de revelación y noto cómo, en mi cabeza y en mi corazón, se abren nuevos horizontes. Me expando, doy una voltereta intelectual, crezco; algunas veces felizmente, y otras con dolor. Porque desprenderse de esos mantras que uno lleva muchos años repitiendo puede causar ciertos estropicios emocionales. Bienvenidos sean. La evolución, es lo que tiene.
Todo esto lo digo porque hace poco, charlando con un amigo, salieron estos asuntos a relucir. Y entonces me acordé de varias mujeres que, con su enorme inteligencia y perspicacia y espíritu crítico, han dado un golpe a mi timón y nuevo aire a mis velas en distintos momentos de mi biografía. Sí, curiosamente sólo se me vienen a las mientes personas del género femenino singular (si no fueran singulares, serían colectivas, claro; y no es el caso. Ya empiezo a divagar). Tampoco resulta eso extraño: siempre he vivido rodeado de mujeres, muchas de ellas ejemplares e inspiradoras a niveles exquisitos. Y escuchándolas; compartiendo sus personalísimos universos y genuinas ideas, he desarrollado mi propia manera de pensar: estas ocurrencias que a veces digo y a veces vomito, a despecho de algunas sensibilidades. Ya ves tú, qué cosa tan inadecuada en estos tiempos de corrección política que estamos sufriendo, desarrollar un ideario propio. En fin...
Cito aquí a algunas de esas mujeres que han esculpido mi forma de mirar eso tan inasible que llamamos “la realidad”. Seguro que faltan muchas; que no se ofendan, plís: ya sabéis la mala cabeza que tengo. De la infancia, aparte de mi madre y mi abuela, están Marta y Georgina; más tarde llegaría Begoña (que se quedaría muerta si leyera esta referencia, ya que tarifamos hace muchos años y hoy no tenemos ningún tipo de contacto; pero que fue importantísima durante los atribulados años de mi adolescencia); Cristina, Marina, Yoli; Carmen Rueda, una mujer excepcional, inteligentísima, tolerante y empática como he conocido pocas, que me abrió los ojos a muchas realidades; Gloria, mi madre postiza, cuya mirada, libre de todo esnobismo, me sigue iluminando a muchos niveles; Mercedes, sabia y sentimental y divertida y... magnífica; mi tía Concha, de la que ya hablé en otra actualización; Carmen (de estas hay varias), Cristina, Raquel(es), Macarena, Lucía, Cinta, Patri, Chiqui, Mar, Eva (un par de ellas), Marisa, Juana...
Qué suerte he tenido, qué suerte tengo: el Javi de hoy tiene mucho de todas ellas; espero que ellas también piensen que tienen algo de mí; de lo mejor de mí. Que no es poca cosa, porque cuando me lo propongo, puedo llegar a ser magnífico. La verdad.