martes, 29 de octubre de 2013

SinGing





A la vejez, viruelas. Resulta que ahora me ha dado por cantar. En realidad me dio hace un par de años, de forma totalmente casual; como me meto yo en la mayoría de mis historias: de golpe, a trompicones; arrastrado por un impulso para nada meditado y por algunos embustes inofensivos. Así soy yo: impulsivo y embustero. Me gustan el juego y el vino y tal y cual.

Resulta que por aquel tiempo (qué bíblico me ha quedado: “por aquel tiempo”); por aquel tiempo frecuentaba yo un grupo de amigos músicos. Músicos de los de verdad, de los de dar clases en el Conservatorio e interpretar baladas de Chopin. Durante el transcurso de una cena, uno de ellos confesó que se sacaba un dinerito tocando el piano en un local (ejem...) de Dos Hermanas. Nos pidió que fuéramos a verlo un día y yo dije que, ya puestos, podía acompañarnos a cantar unos boleros o algo así sencillito. Él, con mucho entusiasmo, nos dijo que sí. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.

Yo me tomo las cosas muy en serio. A veces, quizá demasiado en serio. Sobre todo cuando algo me entusiasma. ¿Por qué me entusiasmó esa idea? Pues no lo sé. Novelerío. Suele ocurrirme. El caso es que me puse a buscar partituras como un loco y le inundé a este amigo el correo electrónico con ellas. Había un poco de todo: lo que pillé buceando por internet. Creo que él, en realidad, jamás pensó en estudiar para acompañarme. No se lo afeo: de verdad que me pasé tres pueblos y me faltó mandarle la partitura de “La Bomba”. Pero a la sazón conocí yo a otra pianista, magnífica toda ella, y tan entusiasta y tan novelera y tan friky como yo. Y ella sí que se estudió las partituras que le di, y ensayó conmigo. Sólo por esas tardes que pasamos en su casa, felices descubriendo la complicidad tan ingenua y espontánea que surgió entre nosotros, ya mereció la pena lo de aquel primer concierto. Bueno, por eso, y por lo que vino después.

Nos presentamos en el bar con un nutrido grupo de amigos. En realidad algunos eran sólo conocidos a los que yo había convencido de que sí, de que el cante era una afición que había cultivado desde la infancia. Nada más lejos de la realidad. Yo sólo había cantado en la ducha (muy apasionadamente, eso sí); y en los boy-scouts, de jovencito (Sí. Que pasa. Yo fui boy scout. Y a mucha honra). El caso es que allí estábamos, Carmen y yo, con unos cuantos temas montados para piano y voz. Recuerdo que lo primero que cantamos fue un villancico que me encanta, “When my heart finds Christmas”, de Harry Connink Jr. (Aquí el enlace, me parece estremecedoramente sentimental: http://www.youtube.com/watch?v=c5CaLcAA7ek).Y salió precioso. Y la gente alucinó. Y yo mismo alucinaba. Fue un momento glorioso, a pesar de los nervios y de la responsabilidad. Porque yo quería que saliera bien. Y no hacer el mamarracho, que era lo que algunos esperaban de mí. Incluso yo lo esperaba. Pero no fue así.

Luego la cosa fue creciendo y montamos una especie de grupo improvisado, “Lo nuestro no tiene nombre”, con Mar, Ramón, Jesús y por supuesto la simpar Carmen Armesto, que es mi pianista de cabecera foreverandever. Dimos otro concierto en Dos Hermanas y volvimos a triunfar. Ahí ya estrené yo mi magnífica corbata de lentejuelas. Mi madre quiso venir a verme, pero le dije que no. Menos mal que luego lo arreglé. Menos mal, porque si no me habría quedado una espinita muy dolorosa.

Mi tercer y (de momento) último concierto lo ofrecí el año pasado, en el “Isla Tortuga” de Gines. Vinieron muchos amigos a verme, y mi madre también estuvo allí. Disfrutó muchísimo, y yo disfruté viéndola disfrutar. No lo sabíamos, pero ya estaba muy enferma. Aquella tarde fue... fue... indescriptiblemente bella. Inolvidable. Por muchas razones. Hubo momentos memorables, y al final incluso improvisamos algunas canciones que no habíamos ensayado siquiera, al más puro estilo ramónmoleresco. Brillante. Cautivador. Me habría quedado allí cantando y charlando y tomando copas para siempre. Pocas veces me he sentido tan vivo. Bueno, sí. Pero de una forma muy diferente.

Y ahora quiero saldar una cuenta pendiente: dar un concierto en Málaga. Lo hago por distintas razones, la primera y más importante porque me apetece y me hace ilusión. Ya estoy pensando en el repertorio; me he bajado los playbacks, y los estoy adaptando a mi tono, tan sorprendentemente grave. Me siento nervioso y, sobre todo, muy ilusionado. Sí, ilusionado. En los últimos meses, no me siento así muy a menudo. Esta es una excusa perfecta para reencontrarme con esa emoción. Espero compartirla con much@s de vosotr@s. Y que me aplaudáis y que bebamos juntos. Y que celebremos, una vez más, que seguimos vivos y coleando.

NOTA: El repertorio aún está abierto. ¿Alguna sugerencia?

NOTA 2: Os dejo un enlace con mi versión de "recepy for love". Esta seguro que cae en el concierto. http://www.goear.com/listen/3168ae3/recepie-of-love-yo-mijmo

lunes, 14 de octubre de 2013

El talento de Mr. Superbala





Qué gracia. Justamente hoy, cuando le daba vueltas a una idea de actualización; un amigo ha comentado en el facebook que “el talento es algo que no se puede disimular ni contener”. Me ha hecho gracia porque doy por sentado que al decir “talento” se refiere a “mi talento”. Y precisamente de eso quería yo hablar. Aunque es posible que esto sólo me importe a mí. Si es así, güenohtá: pa eso esta es mi cybercasa; y hablo de lo que me da la gana. O de lo que puedo hablar así, tan públicamente.

Yo desde siempre he sido un chaval brillante: por lo que me cuentan, de niño ya sobresalía por mi locuacidad y mi madurez, impropia de tan tempranas edades. Esto segundo, que es algo que desarrollé en plan “a la fuerza ahorcan”, me ha causado (me está causando) bastantes problemas. Porque cuando eres un niño y no ejerces de niño acabas pagando un precio muy alto. Esa infancia no vivida se enquista, se hipertrofia, se enmaraña; y desarrolla tentáculos que a veces estrangulan el corazón. No lo digo en plan victimista: me tocó llevar esa vida; y gracias a eso adquirí herramientas que me han permitido ser el que soy. Y el que soy no está muy malejo, la verdad. Me siento agradecido por eso; y al mismo tiempo subrayo las carencias que crecer (o no) así ha sembrado en mi personalidad, tan frágil y tan corajuda como la de cualquier otr@ human being. Ahora, a mi edad; sin dejar de ser el superbala perfeccionista, responsable y bondadoso; el que busca su equilibrio y trata de alcanzar cierto grado de coherencia; intento también reencontrarme (diría mejor encontrarme, a secas) con ese niño que nunca fui. Encontrarme con él para conocerlo, para protegerlo, y para decirle que es bueno y que tiene derecho a ser como es, y a concederse algún capricho. Aunque a veces eso resulte incómodo y desconcertante. Para los demás y para mí. Es lo que hay.

Pues eso: que entre los talentos que debí desarrollar para ejercer mi rol de “no niño” está la brillantez intelectual, y cierta facilidad para resultar sutil y perspicaz. Ocurrente. Divertido. Agudo. No sé si realmente todo eso forma parte de mi naturaleza; o son formas de relacionarme con el mundo que potencié para disimular mis complejos, mis timideces y mis miedos. Da igual. El caso es que crecí así; y ahora mucha gente me considera un tipo talentoso. Un chico listo. Alguien cuyas opiniones merece la pena escuchar. Y brillante. Y creativo. Como odio la falsa modestia, reconozco que sí, que puedo parecer todo eso, y a veces incluso puedo llegar a serlo. Algo de verdad tiene que haber, porque en mi entorno hay mucha gente interesantísima y cultísima e inteligentísima. Y ya se sabe que acabamos rodeados de nuestros iguales. Por aquello de “Dios los cría” y tal y cual. 

Que te consideren talentoso está muy bien: te sube la autoestima y te hace sentir “bueno”; “admirado”; “considerado”. Para mí todo eso es muy importante. Que me consideren de esa manera, digo. Quizá es hasta demasiado importante. Porque, ¿qué pasa si algún día no quiero ser tan brillante; si no me apetece resultar tan ocurrente; si no tengo ganas de demostrar mi talento intelectual, humorístico o social? Supongo que nada. No pasa nada. Pero para mí sí pasa. Así que a veces me estresa mucho esa alta consideración en la que mucha gente me tiene. Porque siento que debo estar a la altura de sus expectativas; que, de tan repetidas, son ya también mis expectativas. Y ese nivel de autoexigencia, algunos días, me ahoga.

Por eso a veces no actualizo el blog: porque, en contra de lo que much@s podéis considerar; para mí escribir no es un ejercicio espontáneo, divertido y liberador. Al menos no siempre lo es. Yo sé que esto de juntar palabras se me da bastante bien; y aun así me requiere cierto esfuerzo, en ocasiones no demasiado gratificante. Muchos días me descubro a mí mismo pensando que debo ponerme delante del ordenador, y desarrollar esta capacidad mía para la narrativa: poner negro sobre blanco las ideas, más o menos peregrinas, que me vienen a la cabeza; escribir un cuento, un relato, una novela; o simplemente componer un texto desternillante acerca de las mil y una gilipolleces que me ocurren en “el devenir mismo de la vida”. Pero no lo hago. ¿Por qué? Porque, si eres un lector sutil, habrás visto cómo he utilizado la locución adverbial “debo ponerme”. Y de verdad, uno se harta de hacer siempre lo que debe hacer.

NOTA: En la foto, con mi sobrino. Quizá el trato con él facilite ese encuentro con el niño que nunca fui. Espero que así sea.

jueves, 10 de octubre de 2013

Qué sabe nadie...




El otro día, un amigo me recordaba por facebook que tengo un blog. No es que yo me hubiese olvidado, para nada. Llevo tiempo sin actualizar porque, aunque podría contar muchas historias; lo que realmente quiero decir; la verdad verdadera de lo que conmueve mi cuerpo, mi cerebro y mi corazón, no puedo publicarlo aquí. O quizá si puedo, pero no quiero. Da igual.

Lo mismo un día de estos me lío el teclado a la cabeza y vuelvo a vomitar mis tonterías... o mis interesantes reflexiones (esto lo dejo a la decisión de mis selectos lectores). Quién sabe. El mañana resulta tan impredecible...

En la foto, cantando “Qué sabe nadie”. Muy propio para esta actualización tan Raphaelesca.