viernes, 20 de diciembre de 2013



Tiene tela: la anterior actualización de mi blog ha sido, con diferencia, la más leída de los últimos tiempos. Y la más comentada. Bueno, en realidad no, la actualización en sí no ha sido muy comentada; pero la foto sí. Por eso ha recibido este cyberescaparate tantas visitas, de pronto. Por la foto; porque usé como reclamo, a través de facebook, esa instantánea en la que salgo tan guapísimo. Y claro, llamad@s por ese señuelo irresistible, much@s habéis pinchado en el enlace, para ver qué se escondía detrás. Y entonces habéis llegado aquí, quizá por primera vez. Me alegro (de que hayáis llegado aquí, digo). Y que lo hayáis hecho por mor de una foto mía (aun siendo extemporánea, muy lejana en el tiempo; y a pesar de que demuestra que el paso de los años me ha perjudicado de manera evidente), pues también me da alegría. Y me hace pensar. ¿Habría tenido tantas visitas si hubiese puesto la foto de un árbol de Navidad, o de una pluma, o de los tomos de la Constitución española? No. Seguro que no. Lo sé porque en su día puse esas fotos, y no obtuve semejante éxito. Conclusión: la belleza nos atrapa, nos mueve y nos conmueve. Y despierta nuestro interés mucho más que cualquier otra sensación. Nótese mi forma de definir la belleza: una sensación. De eso; y a cuenta de todo esto que digo como breve (juas y requeterrejuás) introducción, quiero hablar hoy.

Es que yo soy muy sensible a la belleza. Muchísimo. Creo que es una de mis mayores cualidades. Veo la belleza, la reconozco, la descubro; y puedo llegar a estremecerme con ese abrazo eléctrico que lo bello me transmite. Cuando digo “lo bello” me refiero a una cualidad difícilmente definible que se materializa de muchas formas distintas: en un rostro proporcionado; en un paisaje deslumbrante; en una conversación divertida, o profunda; en el beso de un amigo; en un texto, o en una simple palabra bien traída, de esas que vienen muy a cuento y dicen mucho con muy poco; en la mirada cómplice de un compañero de trabajo; en la luz nítida y evocadora de esta mañana de invierno... Incluso en la enfermedad y la muerte. También ahí puede haber mucha belleza. Lo digo por experiencia.

He llegado a derramar lágrimas como pagodas por la sacudida emocional que la belleza me transmite. Lágrimas de felicidad, por supuesto. Y en ese momento me he sentido muy libre y muy afortunado y muy ligero.... y he llegado a pensar que iban a brotarme alas para despegarme un par de palmos de suelo, así, tan beatíficamente. Claro, esto no me ocurre todos los días, no sé si por suerte o por desgracia. Quizá está bien que así sea, porque si no me pasaría la vida llora que te llora y con los vellos de punta. Y eso no debe de ser bueno para la salud. Aun así, casi a diario me sobresalto por la contemplación... no, no por la contemplación: por la admiración que algo bello me produce, muchas veces donde menos me lo espero. A despecho de los agoreros y los derrotistas, vivimos rodeados de belleza. Está ahí, esperándonos, deseando que la descubramos y la contemplemos y la disfrutemos. O a lo mejor es que, en realidad, la belleza habita en el fondo de mis ojos negros, y sólo necesita una pequeña excusa para detonar y dejarme con las patitas colgando. Quizá también habita en el fondo de tus ojos, queridísim@ lector/a. Segurísimo que sí.

Pensando en esta actualización, he buscado en el diccionario el significado “oficial” de la palabra “belleza”, pensando que iba a parecerme insuficiente e incompleta. Y no, mira por dónde, no: la definición me encanta. Dice el DRAE que la belleza es la “Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual”.

Os amo porque sois bell@s; o quizá sois bell@s porque os amo. O las dos cosas a la vez.

FOTO: Una de esas bellezas enormes, de las que te hacen llorar. Cuando este paisaje nepalí apareció ante mis ojos, se me doblaron las piernas. Literalmente.

martes, 17 de diciembre de 2013

La verdad, toda la verdad... ¡y un cojón de pato!


Cuando mi madre se puso enferma, todos imaginamos que tenía cáncer. Bueno, lo imaginamos porque una ecografía que le hicieron así lo insinuaba. Lo que no podíamos saber en aquellos primeros momentos era la inminencia de su muerte; que le quedaban sólo cuatro semanas de vida. Ya ingresada en el Carlos Haya, los médicos (sapientísimos, encantadores, sensibles y respetuosos hasta límites extraordinarios) la sometieron a un interrogatorio bastante peculiar. Aparte de interesarse por sus molestias, le preguntaron hasta dónde quería saber. Así. Claramente. A bocajarro. Ella levantó la vista, y tras pensarlo unos segundos, repitió su discurso de toda la vida:

- “A ver... – dijo, con ese tono cálido, casi suplicante, que utilizaba en los momentos muy trascendentales – “Yo eso de ‘te quedan tres meses de vida’ no quiero que me lo digan”. 

Los médicos quitaron hierro a la cuestión, y siguieron con sus preguntas, algunas de ellas bastante absurdas. Para mí, que observaba la escena con el corazón apesadumbrado y una media sonrisa en los labios, todo lo que pasó allí resultó muy revelador. Mi madre se moría; y ella no quería saberlo. El problema era llevar adelante esa voluntad suya hasta el final. Es que mi madre era enfermera, y, claro, si no le daban quimio, ni la operaban, y la mandaban para su casa... pues... blanco y en botija.... ¿Qué hacíamos para respetar su deseo de no saber? ¿Cómo protegíamos su derecho a no enterarse de algo que iba haciéndose cada vez más evidente? Esas preguntas me atormentaron durante algunos días. No muchos, la verdad. Porque al final se impuso la ley de la supervivencia humana, que es más fuerte que todas las evidencias del mundo. Los médicos nos lo dijeron claro: “quien no quiere saber, acaba por no preguntar”. Y así ocurrió. Cómo pudo una mujer inteligente y culta; habituada a tratar con enfermos durante toda su vida; en pleno ejercicio de sus facultades mentales, sostener un autoengaño tan enorme es más fácil de comprender de lo que parece. Lo consiguió porque quiso; porque quería. Y los demás hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano por respetar su voluntad. Qué menos. Era lo único que podíamos hacer por ella, aparte de quererla y cuidarla y mimarla y acompañarla en su despedida. Lo que ocurrió al final... Bueno, eso no viene al caso de esta actualización. Quizá lo cuente en otro momento, o quizá me lo guarde para mí. Ya lo pensaré otro día.

Esa decisión de mi madre me ha hecho reflexionar mucho acerca de lo que la idea de “verdad” implica; y de hasta qué punto ser absolutamente sincero es, como suelen vendernos, mejor que entregarse a ciertos embustes edulcorantes. Y al final he llegado a la conclusión de que cada uno es dueño de sus coherencias y también de sus incoherencias; de sus autenticidades y de sus autoengaños. Porque la capacidad para mentir; para mentirnos a nosotros mismos (entendida en este ámbito, al menos) es, que yo sepa, una cualidad genuinamente humana, que nos sirve para adaptarnos a este ecosistema a veces hostil que tenemos que habitar. No digo que esté bien vivir con una venda en los ojos, completamente ajenos a lo que nos rodea y a lo que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos, de nosotros mismos y de los demás. Pero un poco de fantasía; unas gotas de imaginación; un mirar para otro lado, de vez en cuando, puede darle color a una realidad (exterior o interior) que no siempre es de color de rosa. Algun@s dirán que es más sano coger el toro por los cuernos; arrostrar las situaciones con aplomo y arrojo, y resolver los conflictos sincera y corajudamente. Llevan razón. Por supuesto. Pero tampoco se nos puede pedir que seamos héroes las veinticuatro horas del día. Digo yo.

Al final, en distintos momentos de nuestra vida; por diferentes motivos, todos nos autoengañamos. O al menos no nos decimos toda la verdad, para evitarnos dolores inmediatos y pensar que nuestra existencia es tolerablemente buena, feliz, completa, segura, coherente. Si eso resulta sano o insano, no importa. El caso es que tenemos derecho a hacerlo. Aunque en el fondo seamos conscientes de nuestras carencias. Yo mismo practico ese deporte, a veces con devastadoras consecuencias, otras más felizmente. Y me da mucho coraje cuando alguien viene, sin pedírselo yo, a poner las cosas en su sitio y hacerme ver realidades que me he esforzado en ignorar. Otra cosa es que yo lo pida: ahí sí, ahí valoro mucho que mis amig@s me hablen con toda la franqueza del mundo, y me ayuden a asumir los embustes que yo mismo he construido. Quizá lo que ocurre es que nadie mejor que yo conoce mis propias mentiras. Porque, en algún lugar de mi alma, la verdad está ahí, latente, ladrándome; poniendo sombras sobre la brillantina.

Todo esto lo digo porque a veces, en mi línea asertiva, me descubro a mí mismo poniendo determinados puntos sobre algunas íes a gente que no me ha pedido que lo haga. Puedo llegar a ser muy entrometido y muy cabrón, con mi capacidad de análisis y mi proverbial bocachancla (peligrosísima combinación). Si algún día, querid@ lector/a, te someto a semejante tortura, párame los pies. No me lo tomaré a mal. Superparanada. Eso sí: cuando me pidas mi opinión sincera, te diré lo que veo, lo que siento, lo que intuyo. A veces acierto, y otras muchas, no. Intentaré hacerlo, eso sí, con delicadeza, empatía.... y, sobre todo, con mucho cariño. Porque el amor llega a donde nuestra capacidad intelectual no es capaz de alcanzar. Y eso siempre funciona. En el 100% de los casos.

Ahora vas, y lo cascas. Ni yo mismo me entiendo muy bien, algunas veces. Si es que no se me puede dejar con un teclado delante...

FOTO: De jovencito. Cuando no pensaba en todas estas tonterías.




jueves, 12 de diciembre de 2013

Cómo hacer el capullo (y encima, en chándal)


El otro día me preguntó un amigo si existe algún ámbito en el que no demuestre destreza. Le respondí que el ámbito emocional, y hoy añado que también el deportivo. No me gusta el deporte. Lo digo abiertamente, aunque me riñan desde la OMS. Es que siempre he sido muy torpe para las actividades físicas. Bueno, no; un momento;  esto no es cierto. Lo matizo: siempre he sido muy torpe para las actividades físicas que me obligaban a practicar en la escuela. Para otras, no. Por ejemplo, se me dan fenomenal el baile y las acrobacias. Habría sido un gimnasta de primera. Pero claro, en mi cole eso no se llevaba. En clase de Educación física, o jugabas al fútbol, o al baloncesto, o corrías campo a través cual cabra descarriada, o hacías abdominales así a palo seco, sin epidural ni nada. Un asquito, vaya. Porque todo eso se me da superfataldelamuerte (osea). Y además me aburre. Así que yo era el típico marginado al que siempre elegían el último cuando se formaban los equipos. El gordito empollón, que no atinaba a darle a la pelota ni aunque la tuviera bajo los pies. Qué frustración más grande, qué soledades pasaba el pequeño Javi. Claro que yo en venganza me liaba a dar patadas a diestro y siniestro: amargado, sí, pero jodiendo. Así funciona siempre, ¿no? 

El caso es que al final acabé convenciéndome de que el deporte no es lo mío. También ocurre que me han pasado mil y una desgracias cuando he querido meterme de lleno en lo de “mens sana in corpore sano”. Los amiguit@s ya conocéis esas crónicas patéticas de mis incursiones en el olimpismo de andar por casa. Aun así, las voy a enumerar aquí: para vergüenza mía y cachondeo general. Hay que tener en cuenta que casi todo lo que voy a contar me ocurrió en un periodo de pocos meses. Vamos, que me no me dieron el pase VIP del ambulatorio porque eso todavía no se ha inventado. Aunque sospecho que en el 18 de Julio (hospital malagueño ya desaparecido) llegaron a poner una plaquita con mi nombre, quizá en la sala de suturas. Por buen cliente. Y risueño, en mi desgracia. Eso, siempre. Vamos allá:

- Primero me dio por correr por el Paseo Marítimo, antes de que lo del footing (sí, footing, qué pasa. Soy así de antiguo) se pusiera tan de moda. Quién me mandaría a mí ponerme a trotar, ni que fuera yo un jamaicano de esos de turgente musculatura abdominal y fornidas piernas de gacela. Superparanada. Resultado: al segundo día de trote cochinero disfruté de mi primer esguince. Dios me estaba enviando una señal. Pero yo, que quería adelgazar a toda costa, no le hice caso. Tremendo error, porque...

- Como no podía correr (por el esguince), decidí entregarme al salutífero deslizamiento por agua dulce. A nadar en la piscina de casa de mi madre, vamos. Esto se me tenía que dar bien por cojones: un deporte de nulo impacto, en el que yo estaba relativamente entrenado, porque de pequeño recibí clases e incluso llegué a ganar alguna medalla (de bronce, sí; y en el ámbito de mi urba, vale. Pero medalla al fin y al cabo). Nado muy bien, hasta a mariposa (sin coñitas, que os conozco). ¿Qué me podía pasar? Pues una otitis galopante. Eso me pasó. Pero de las de gritar de dolor y mecha con antibióticos metida hasta el tímpano. Qué malamente. Segunda visita al Hospital, ya empezaban a llamarme las enfermeras por mi nombre. Y yo, como un capullo...

- ... ya me encontraba mejor del esguince. No curado del todo, pero mejor. Así que enredé a mi amiga Cristina para jugar al tenis. El caso es que el tenis también se me da bien, y también recibí clases de raqueta en mi más tierna infancia. Pijo y ricachón que era uno. Además, quería ganarle a Cristina a toda costa. Mira que la quiero y la adoro y la idolatro, pero ella es muy hábil en todo y no hay nada que me pueda dar más placer que verla caer derrotada. Ya si la derroto yo... orgasmo asegurado. ¡Sí, sí, sí, amiguitos! Hice que mordiera la red... y conseguirlo me costó el segundo esguince del verano. Me lo hice al principio del partido, pero aguanté como un buen psicópata para ganarle a Cristina. ¿Que acabé nuevamente en el Hospital? Sí. Pero con el dulce sabor de la victoria inundándome el paladar. Así duele menos.


- Claro, a esas alturas aún estaba convaleciente de la otitis. La natación estaba descartada... pero nadie dijo nada de hacer acrobacias desde el bordillo a la piscina. Salto mortal atrás, altísimo, perfectamente ejecutado... con caída de cabeza sobre el mismo filo del bordillo. Cuando entré por las puertas de mi casa, entre la sangre, el agua y mi pelo largo, parecía las mismísima Carrie en sus peores momentos de posesión. En el Hospital me saludaron con dos besos, y me plantaron siete puntos en la cabeza, sin anestesia. Supongo que era por ahorrar, demasiado gasto estaba haciéndole ya a la Seguridad social.

- Y ya por último, rizando el rizo de la gilipollez, me apunté al gimnasio. Un solo día duré, porque se me cayó en la cabeza una pesa de veinte kilos. Tal y como estáis leyendo. Puede parecer ficción, pero no lo es. Una brecha de cinco puntos de sutura en la coronilla lo atestigua, aún hoy. El bochornazo que pasé cuando la puñetera pesa, tras rebotar en mi chorla, golpeó contra el suelo; y la cara alucinada del monitor (un armario empotrado con pánico a la sangre) al verme bañado de rojo en plan “La matanza de Texas” no tienen parangón. Pa darme de hostias hasta en el carné de identidad. Por gilipollas y por torpe; y tentar a la suerte una y otra vez.

De mis hazañas en la nieve mejor no hablo. Sólo diré que incluyen pérdida de conocimiento, extravío de esquíes, rotura de fijaciones y un cuasi infanticidio en grado de tentativa. Idealísimo todo.

Por lo anterior, entenderéis que he tirado la toalla. No hago deporte, por razones médicas y de dignidad personal. Pero últimamente he descubierto el pilates, y ahí sí: ahí me luzco muchísimo, y me relajo, y conecto con mi cuerpo, y me olvido por un rato de todas mis obsesiones, que son muchas y muy variadas. Claro que si veis que de pronto desaparezco foreverandever, es que me he matado practicando el “roll up”. ¿Os parece imposible? ¡Ay, almas de cántaro! No sabéis con quién estáis hablando.

FOTO: El menda tras la clase de pilates. Alguna mente insana puede pensar que el rollo éste que me he marcado es sólo una excusa para exhibirme en mallas y camiseta sin tirantes. Qué enfermos estáis, de verdad. Ni confirmo ni desmiento.


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Verdes... de envidia


Hoy toca una actualización breve. O al menos mi intención es que sea breve. A ver si me sale. Puede que no.

Hace tiempo, una amiga muy sabia (qué de amigas sabias tengo, coño. Qué suerte) me enseñó que existen dos tipos de envidia: la envida “sana” (por llamarla de alguna manera), que consiste en desear tener – o ser- lo mismo que tiene – o es – otra persona; y la envidia “insana”, que estriba básicamente en querer que el otro no tenga – o no sea – nada. La primera la he experimentado algunas veces, más en el terreno vital/intelectual/emocional que en el material (quizá porque no tengo muchas necesidades en ese sentido; y las que tengo, están cubiertas). Creo que el primer tipo de envidia tiene mucho que ver con la admiración: he deseado (a veces aún deseo) escribir tan bien como alguna gente; o vivir con la libertad que disfrutan otr@s; o ser tan guapo, tan brillante, tan ingenuo o tan bueno como algunas personas que me rodean. Las admiro, y por eso quiero ser como ellas. Y al quererlo, en cierto modo, ya SOY un poco como ellas.

El segundo tipo de envidia no lo he experimentado nunca. No lo digo por hacerme el guay: es que no lo he experimentado, simplemente. Pero sí que lo he observado. Y en esos momentos; cuando he visto a alguien demostrar ese tipo de envidia, me he sentido muy pequeño y muy dolido y muy cabreado. Porque me parece una actitud miserable y destructiva. Directamente no la entiendo: no le veo beneficio ninguno. Es un joder por joder. Qué rollazo.

Ocurrió una vez que, durante una cena, me presentaron a una señora, familiar de unos amigos. No nos habíamos visto en la vida, y claro, yo así de primeras siempre creo que la gente va a ser educada y amable y receptiva. Tras un intercambio de saludos, alguien le dijo a la buena mujer que yo trabajo en Canal Sur. Su respuesta, directa, al hígado, cargada de mala hostia, fue: - “¿Ah, sí? ¿Y os van a llegar los recortes allí? Porque ya está bien, ¿no? Ya os tiene que tocar a vosotros, digo yo”. Perplejo, sólo atiné a contestarle: “Señora, no sé a qué se dedica usted, básicamente porque no la conozco de nada. Pero deseo que los recortes no la afecten. En absoluto. Y que le vaya muy bien en la vida, así en general”. Pensaba que así provocaría una reacción de vergüenza en ella; creí que se daría cuenta de lo agresiva y envidiosa (en el sentido más insano) que había sido. Qué idiota. Ni siquiera procesó mi respuesta. Siguió despotricando y deseándome un recorte salarial y, a poder ser, el despido. No me dijo directamente que me muriese porque no tuvo tiempo, supongo. Qué linda. Adorable. De abrazarla junto a la chimenea, vamos. 

Y digo yo: ¿qué gana ella con eso? Si me bajan el sueldo, o me echan a la calle, ¿en qué mejora su vida? ¿Para qué me desea lo peor? Ahí dejo las preguntas en el aire. Yo tengo mis propias respuestas. Pero me las callo, por no prejuzgar y no parecer demasiado hiriente.

Luego está la gente que explica su inadaptación social a través de la envidia. “Yo soy estupendo; carezco de amigos porque la gente me tiene mucha envidia”. Qué maravilla, qué falta de autocrítica y qué sobredosis de egolatría. Admirablemente ruin.

¿Habrá alguien que me tenga envidia a mí? Supongo que sí. Me adornan algunas cualidades que podrían definirse como ”envidiables”. Depende de a quién le preguntes, claro. En cualquier caso, espero que sea envidia del primer tipo, “envidia sana”.  Por el bien de los envidiosos, y por el mío propio.

Ea, ya está. Ya me he despachado a gusto. Y de la brevedad, ni rastro. Qué envidia me da la gente con capacidad de síntesis...

FOTO: De mi árbol de Navidad. ¿Qué tiene que ver con el texto? Nada, básicamente. Pero es que me ha quedado tan mono... y tan sencillito...

martes, 3 de diciembre de 2013

Yo, Yomismo y Superbala


¿Para qué tengo un blog? Para exhibirme. Está claro. Para mostrar lo que pienso, lo que siento, o lo que imagino. Para conectarme con (parte de) el mundo; y quizá también para conectar conmigo mismo, a algunos niveles. También para recibir el aplauso, la admiración, el cariño de mis selectos y, según parece, no tan poco numerosos lectores. Porque me debo a mi público. Para que me queráis, vaya. Así que, venga: queredme. Leches.

A veces me pregunto qué imagen proyecto desde aquí. L@s que me conocéis de forma íntima ya tenéis una idea de cómo soy. Pero supongo – sé, en realidad- que por este cyberescaparate pasa gente absolutamente desconocida por mí; individuos que nunca han tratado conmigo “face to face”; que no me han oído cantar en directo; que no han debatido acaloradamente conmigo; que no han compartido con esta pequeña persona una cerveza, o una tarde de charla o una noche de bailoteo. ¿Qué pensarán ell@s de mí? Lo que les llega, a trravés de estos textos, ¿es un reflejo de lo que realmente soy, del Javi que efectivamente existe y respira y ocupa un espacio físico en la atmósfera terrestre? Me encantaría saberlo. Lo que piensan. Lo que pensáis. Pero como apenas comentáis estas actualizaciones, pues me quedaré con las ganas. Jo y rejo.

La cuestión de la identidad siempre me ha interesado mucho. Aquí viene que ni pintada una reflexión que apunto de memoria, seguro que algo deformada. Me la descubrió Carmen Rueda, antigua profesora mía de Lengua y Literatura, amiga del alma y mujer sapientísima donde las haya, en todos los sentidos. Creo que el planteamiento es de Unamuno, espero no equivocarme. Se preguntaba él cuál es nuestra auténtica identidad, la más verdadera; quién es uno mismo realmente. Algo así: “¿quién soy yo? ¿La persona que yo veo? ¿La persona que ven los demás? ¿O la persona que yo quiero ser, el individuo en el que me gustaría convertirme?”. Personalmente, siento que, por encima (o por debajo) de todo, soy el Javi que me gustaría ser: porque esa ambición, ese deseo, resume la esencia más esencial de mis valores; define mi potencial, e incluso expresa mis limitaciones y mis miedos. ¿Qué no consigo nunca desarrollar el máximo de esas aspiraciones? Seguro. Y da igual, es algo secundario. Porque lo importante es que están ahí, impulsándome, definiéndome. Son yo. 

Para completar esta actualización tan sesuda, copio y pego un texto de “Bomarzo” que ya usé un día en mi fotolog. El protagonista de la novela está mirando un retrato, y comprueba que su idea acerca del personaje retratado difiere por completo de la que ha transmitido el artista a través del pincel. Entonces reflexiona:

“¿Qué significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me empeñaba yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan, por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro? ¿Cada uno de nosotros será “todos”, si estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos espejos? Pero no... porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros, multiplicándonos, diluyéndonos? [.....] Cada pintor se retrata a sí mismo, porque cada pintor recoge y subraya en el modelo lo que se le asemeja y se activa y brota a la superficie, llamado por su pasión. Cada uno de nosotros se ve a sí mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones".

Ea. Si has llegado hasta aquí... ¡Enhorabuena! Te has ganado una chocolatina por tu cariño y tu paciencia. Ya si dejas un comentario soy capaz de invitarte a cenar. Bueno, pago la cerveza nada más. Que pa lo que voy a comer yo, no me compensa meterme en más.

martes, 26 de noviembre de 2013

Como el gallo de Morón


Hoy voy a hablar de la pluma. Y sí, podéis hacer bromas fáciles, porque me refiero a “esa” pluma. La de los maricones (un cursi diría “la de los gays”; pero es que yo no soy nada cursi; y ya dije una vez que reivindico la palabra “maricón”. Quien quiera saber por qué, que tire de archivo de este blog, que no voy a estar repitiéndome continuamente, hombre ya!).

Qué denostada está la pluma, sobre todo dentro del “universo gay” (otro día hablamos del “universo gay”; de si existe, y de cómo se maneja la gente que lo habita. Pero hoy aceptamos esa generalización, y seguimos, ¿vale?). Me sorprende muchísimo que un colectivo como el homosexual; que – supuestamente- ha luchado tanto por que se acepte su – nuestra- diferencia; acabe asumiendo los mismos estereotipos intolerantes, pacatos y conservadores de la sociedad que lo rechazaba. Esto lo veo yo con mucha frecuencia, y también me llega a través de amigas que lo observan con una mezcla de asombro e indignación. El ejemplo más flagrante es el enorme machismo que se respira en algunos círculos maricas: ese desprecio tan enorme con el que muchos maricones hablan de las  mujeres en general, y de sus – teóricamente- amigas en particular. La palabra “mariliendre” resume muy bien esta actitud. Que alguien, para referirse a una persona afecta, elija este neologismo tan insultante y despreciativo me revuelve el estómago. Literalmente. Yo no sé qué tipo de relaciones cultivan esos individuos; ni qué tipo de soberbia los lleva a considerar parásitos a las mujeres que los quieren y los acompañan. Qué cosa tan triste, qué corazón tan sórdido hay que tener para considerar que tus amigas son huevos de chupasangres capilares. Eso, por no hablar de la cantidad de maricas que abominan de todo lo femenino; que hablan con displicencia de las mujeres, y proclaman que sería ideal un mundo poblado sólo por hombres. Esto no es ciencia ficción: personas con este discurso existen, las he conocido personalmente. Y si eso llega a ocurrir; si “machotes” como ellos acaban siendo los únicos pobladores de este frágil y magnífico planeta... Por favor, que me avisen para mudarme a Marte. O a Venus, mejor, que es mucho más afrodisíaco (en el sentido más mitológico de la expresión).

En esa misma línea de despreciar lo femenino, muchos maricones abominan de “la pluma”. Ya ves tú, qué absurdez, cuando la pluma no tiene nada que ver con lo femenino. La pluma es pluma, simplemente: magnífica en su enorme diversidad. Porque hay muchos tipos de pluma: la pluma festiva; la frivolona; la aristocrática; la contenida; la elegante; la histriónica; también está la pluma lésbica, por supuesto (mucho más variada de lo que el estereotipo simplón de la camionera puede hacer pensar a la gente de poco mundo); y hay hasta una pluma heterosexual (o, mejor dicho, existen los heterosexuales con pluma; y las mujeres que sienten debilidad por ellos. Yo he conocido a varios individuos de ambos especímenes, me resultan muy curiosos). Ya digo que la pluma me parece magnífica en su diversidad. Y despreciar a los que tienen (debería decir “tenemos”) pluma es como decir que no te gustan los negros; o los pelirrojos; o la gente alta. Es cerrar los ojos y el corazón a un montón de gente. Es elegir ser social y sentimentalmente más pobre, así porque sí. Qué renuncia tan triste.  Aparte, me parece un ejercicio brutal de intolerancia: sobre todo cuando, como digo, esa actitud de desprecio nace del propio colectivo homosexual. De forma que queremos una sociedad más libre, más diversa, más tolerante.... Y mientras tanto reivindicamos la figura del macho-machote de toda la vida. Di que sí, a eso se le llama progreso. Ya por terminar de tocar los cojones, diré que la reivindicación y aceptación del matrimonio entre personas del mismo sexo, tal y como está planteada, va, en mi opinión, un poquito en esa misma línea. En vez de romper con lo antiguo y buscar nuevas formas de convivencia, nos comemos con patatas la institución más retrógrada (y desacreditada, como bien la definió la sabia y queridísima Gloria, muchas actualizaciones atrás) de la tradición juedeocristiana. Decía una amiga que, en cuanto la Iglesia acepte celebrar matrimonios gays como Dios manda, veremos a una mancha de maricones y lesbianas supuestamente progresistas pasar por el altar para recibir la bendición del obispo. Y tan a gusto, oye. A misa todos los domingos. Amén Jesús. No voy a decir que todos esos comportamientos me parecen perfectamente respetables. No voy a decirlo porque es una obviedad. Por supuesto. Faltaría más. Y también son contradictorios con determinados discursos. Claramente. Esto así dicho queda un poco bestia.... Para más matices, pinchad aquí (http://superbaleando.blogspot.com.es/2012/11/casarse-o-no.html) antes de tirarme piedras, ¿vale?

Hablando así, en general, a mí no me molesta la pluma. Para nada. De hecho, he estado enamorado, más de una vez, de tíos que tienen una pluma muy evidente. ¿Tengo pluma yo? Os dejo opinar a vosotr@s, querid@s y escas@s lectores/as (coño, quié difícil es ser políticamente correcto). Pues supongo que sí. Depende del momento, del contexto, de cómo me quiera yo expresar. Ni la fuerzo ni la contengo. Afortunadamente, en mi entorno, no necesito hacer ni una cosa ni la otra. Y esto lo enlazo con una última reflexión. ¿No puede ocurrir que algun@s detesten la pluma por simple y puro miedo? ¿Por vergüenza de lo que son o lo que puedan parecer? ¿Por ver, reflejada en el plumífero, su propia atrofia emocional o social? Seamos discretos; seamos serios; seamos formales; integrémonos, así, sin ruido. Como ciudadanos de bien, ¿no? ¿De eso se trata? Y un carajo. ¡Que viva el escándalo, si es natural! ¡Arriba el telón! ¡Y que viva la diversidad! Le pese a quien le pese.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Físicamente


Esta mañana, caminando por la calle, me he encontrado con un amigo al que hace tiempo que no veía. Venía yo de comprarme un móvil nuevo (sí: el anterior ya lo he destrozado. Se me ha caído tropecientasmil veces. Si es que unas manos tan chicas no pueden manejar con soltura semejante armatoste de cinco pulgadas); y mientras trataba de encontrar una ruta soleada para regresar a mi casa sin sufrir los rigores de esta gelidez que nos ha entrado por las puertas, me he cruzado con este chico. Sergio, se llama. Encantador. Hemos charlado un poco de nuestras respectivas vidas; y en un momento dado, ya casi despidiéndose, va y me suelta: “Has cogido un poco de peso, ¿no? Menos mal, estás mucho mejor así”. Me lo ha dicho con su mejor intención, con todo su cariño; porque considera que este verano estaba yo hasta feo por mi extrema delgadez. Me encantaría poder agradecerle el cumplido. Pero no puedo. Porque yo lo que quiero es estar escuálido. Así que ya me ha dado el día, el pobre, pretendiendo halagarme.

Vamos a ver: yo he sido un adolescente gordo, y eso te marca para siempre. Queda muy bonito decir que la belleza está en el interior; y que el aspecto físico no nos debe condicionar a la hora de relacionarnos con el mundo (y con nosotros mismos). Queda precioso, sí señor. Pero es una solemne mentira. Y de las gordas (nunca mejor dicho).  Paparruchas que much@s pregonan, y nadie (o casi nadie) practica. Porque ser guapo; tener buen tipo; verse uno atractivo y deseable y mordible, gusta mucho. Así va. Y para mí, todo eso se resume en estar delgado. Cuanto más, mejor. También es que me da pánico que un par de kilos se conviertan en cuatro; y estos en seis, y así la cosa vaya engrosando en progresión geométrica. Porque tengo mucha tendencia a engordar, y delgado me siento más seguro, más intrépido, más libre. Mejora mucho mi autoestima. Para qué engañarnos: la belleza física, en el mundo en el que vivimos, importa. Y mucho. ¡Hasta en “La bella y la Bestia” el monstruo acaba convertido en chulazo como guinda para el “happy ending”! Si de verdad “la belleza estaba en el interior”, que lo hubieran dejado hecho una buena morsa marina. Al carajo con la moraleja. Hablemos claro, joder...

Este año pasado, y a base de pasar más hambre que un perro chico, perdí un montón de kilos. Pero un montón. Hasta quedarme hecho una verdadera sílfide. De talla “xs” y no encontrar pantalones que me quedaran ajustaditos. Con mis clavículas marcadas y mis cresta ilíacas bien definidas. Qué maravilla. Qué placer. Qué subidón. Habría ido todo el día en gayumbos por la calle, para que el mundo admirase ese pellejo en que me había convertido. ¿Frivolidad? Puede ser. ¿Qué con unos kilos más estoy más favorecido? Quizá. Pero no es lo que yo quiero. Así que cierro la boca de nuevo “ipso facto”.

Esta reflexión la uno con otro comentario que me hicieron hace unos días, referido a mi cada vez más evidente alopecia. Por suerte, la calvicie no me genera complejos... aunque es cierto que quisiera tener más pelo para que la cresta se viera más tupida y la gente se apartara de mi lado por la calle pensando que soy “peligroso” (sí, esa es mi intención al dejarme la cresta. Dar pinta de macarra chungo. ¿Para qué? Yo qué sé. Me hace gracia. ¿Lo consigo? Creo que no. Qué coraje). Total, que el comentario acerca de mi poco pelo me ha recordado una anécdota tan divertida como sangrante, que me ocurrió hace unos años. Ya la escribí en su día en el fotolog, pero hoy la copio y pego aquí. Porque me hace gracia y porque, sorprendentemente, ha tenido una segunda parte. La anécdota la conté así, tal y como ocurrió.

“Resulta que ayer me crucé con un vecino de mi madre al que, desde hace años, procuro evitar lo más posible: se trata de un anciano cotilla, maledicente y maleducado, de turbio pasado sentimental y aficionado al critiqueo gratutito y a la ocultación de los propios pecados (tarea inútil, porque todos en el edificio sabemos que fue cura y se fugó con una de sus feligresas, que a la sazón estaba casada y tenía un par de hijas a las que abandonó. Todo muy moral y muy católico y muy piadoso, como veis). Es un señor que me cae mal, me parece muy oscuro en su mirar y en su decir: siempre rondando el aparcamiento y poniéndole la funda al coche (que es otra cosa que me ENERVA: los fanáticos del cuidado de los coches, es que no puedo con ellos, de verdá). En fin: el caso es que ayer, como digo, me lo crucé en el jardín. Hace años que no nos vemos, y yo, en un intento sobrehumano de hacerme el guay, lo saludé con la mejor de mis sonrisas (que es, os lo aseguro, tela de convincente). Él me mira, sonríe también, y me suelta... "Ay, Javier... Cómo estás... – y aquí hace una pausa dramática. Yo me vuelvo, y cuando tengo el “muy bien, gracias” ya a punto de brotar de mi garganta, va el cabronazo y completa la frase: “cómo estás... ¡de calvo!".

¡Hay que ser hijodelagranputa, maleducado, amargado y cabrón! Menos mal que no me dijo "Cómo estás de gordo", porque ahí sí que no podría haberme mordido la lengua (como me la mordí) y le habría soltado lo que se me pasó en ese momento por la cabeza, que fue exactamente: "Y tú, cómo estás de moribundo, que después de los dos infartos que te han dado y con esa tremenda mala leche que gastas, deberías caer fulminado aquí mismo, para regocijo de mis ojos y alegría del mundo en general - y de mi vecindario, en particular-.

Luego dirán que tengo malos pensamientos, y que mi forma de desearle el mal a alguna gente es muy poco cristiana. Hay que joderse, con el excura.”

Pues bien: hace unas semanas volví a cruzarme con esta bellísima persona, a la que aún intento evitar por todos los medios. Y de nuevo a traición, con toda su mala leche, me soltó: “¡Hombre, Javier, qué calvo estás!”. ¿Y sabéis lo peor? Que nuevamente me quedé mudo, y sólo atiné a componer mi mayor gesto de gilipollas mamahostias... Le desee buenas tardes y me fui con mi calvicie a otra parte y unas ganas de cagarme en toda su familia que pa qué las prisas. Así que ya veis, no aprendo. Encima de quedarme calvo, me estoy currando una úlcera de estómago por no responderle a este tiparraco como se merece. A ver si la próxima vez le hago por lo menos un corte de manga. O le escupo a la cara. O tengo la precaución de llevar encima una peluca, para joderle el comentario. Ains... qué cruz...

NOTA: Foto de mi extrema delgadez veraniega. Qué mono me veo...

sábado, 23 de noviembre de 2013

Mi Tía Concha


Siempre he sido un tío muy pragmático, muy racional, muy pegado a la tierra. De los de “sólo creo lo que veo”. Por eso, hasta hace poco, no creía en los ángeles. Pero ahora sí. Sí creo en ellos. Porque he visto uno. Y tengo trato frecuente con él. No sé cuál será su nombre celestial, pero para mí es la tía Concha.

Yo a mi tía Concha la recuerdo desde que tengo uso de razón, e incluso de antes. Me acuerdo de compartir con ella tardes de frío y juegos en las visitas que, durante mi infancia, realizaba al campo de mis abuelos, en Utrera; también la recuerdo en Sevilla, y la relaciono con el dormitorio rojo y con el otro que había al fondo y daba a la terraza. Había allí un cajón con juguetes antiguos, entre ellos un rompecabezas de cubos de serrín prensado, bastante hecho polvo, con el que me encantaba jugar; y olía en todo aquel piso de los Remedios a Colonia Álvarez Gómez, un aroma que para mí resume la expresión “oler a limpio”.  Las comidas de Navidad, siendo yo muy niño; los paseos por el Parque de los Príncipes…  Todo eso también me recuerda a mi tía Concha. Luego, ya de más mayorcito, la vi cuidar de sus padres (mi abuelo, primero; y mi abuela, después); y de sus hijos; y de todo bicho viviente que se le pusiera por delante. Porque ella es la que cuida; la que nos cuida. Aparte de otras muchas cosas, claro. 

También ocurre que, a pesar de los desencuentros sentimentales que se produjeron en mi pequeña familia; mi tía Concha y mi madre siempre fueron muy amigas. Se querían muchísimo, y se entendían a niveles muy profundos, pasando por encima de la diferencia generacional. Mi madre nos transmitió, a mi hermano y a mí, desde que éramos renacuajos (y después, también) su amor y admiración hacia esta mujer tan excepcional. Excepcional por muchas razones, que me da pudor desgranar aquí. Resumiendo: a mi tía Concha empecé a quererla a través de la mirada de mi madre; y ya luego, viviendo yo en Sevilla, fue afianzándose entre nosotros un cariño muy de verdad, de reírnos juntos y tener ganas de vernos y charlar de lo divino y de lo humano.

Cuando el destino nos sorprendió a todos con la enfermedad de mi madre, yo ya conocía perfectamente a mi tía Concha. Sabía cómo es, de qué pasta está hecha. Tenía claro que podíamos contar con ella; así que lo que pasó a partir de entonces no me sorprendió. No. No me sorprendió que un ángel entrara por las puertas de mi casa para caminar con mi madre y con nosotros a través de ese sendero tan jodido que conducía hasta la muerte. No me sorprendió su enorme capacidad para el amor; su serenidad y su templanza, tan curativas en esos mementos de desconcierto; la forma tan delicada y respetuosa y también pragmática con que nos llevó en volandas a mi hermano y a mí. Y, por encima de todo, no me sorprendió la corriente de amor infinito que vi desplegarse, ante mis ojos desolados, entre mi madre y ella. No tengo vida suficiente para darle las gracias por eso; y para decirle que la quiero, y que la admiro, y que es una inspiración constante. Seguro que mi hermano suscribe mis palabras. Como él no tiene blog, las dejo yo aquí en su nombre. Y en el de mi madre, que la amó, literalmente, hasta su último aliento. 

Ahora que me he quedado huérfano, y salvando las distancias, mi tía Concha es lo más parecido a una madre que me queda en la vida. A ver si se quita ya del vicio ese que tiene por los hospitales y los quirófanos y las plantas de cardiología; deja de hacerle gasto a la Seguridad Social y, de paso, nos ahorra unos cuantos sustos, que ya está bien. La verdad es que, para ser una mucama sin papeles, nos ha salido bastante apañá. Y encima me cose corbatas de lentejuelas plateadas. Lo que vale, mi tía Concha. Y lo que la quiero.


Y ya está bueno lo bueno. Que me he hinchado de llorar escribiendo este texto.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Pesadilla antes de Navidad









Me encanta la Navidad. Seguro que much@s la odiáis: algun@s con convicción y otr@s por simple esnobismo. Porque queda muy guay decir que la Navidad es una patraña, un invento de los grandes almacenes para que comamos y bebamos y compremos y consumamos a gogó. Ya ves tú, como si el resto del año anduviéramos cultivando acelgas en una comuna hippy, o donando nuestras teles de plasma a los sintecho del mundo. Cuánta impostura y cuánto mamarrachismo. Aceptémoslo: vivimos en el universo de la frustración para el consumo, y las fiestas navideñas no son ajenas a esa mercadería. ¿Por qué habrían de serlo? Sí que es cierto que las Navidades llegan demasiado pronto: hasta a mí me resulta un poco jartible ver escaparates cuajados de estrellas doradas a estas bajuras del año, ya mismo tendremos que poner a los pastores en bañador y brindando con gazpacho, lascosascomoson. Pero, cuando la Navidad llega en tiempo y forma…¡están las calles tan bonitas, con tanto brillerío y tanta luz de color! ¡Se respira tan buen rollo! La gente saluda con una sonrisa más amplia; te encuentras de nuevo con los amiguitos que viven lejos; parece que hay más argumentos para celebrar que estamos vivos… Bueno, y este año está, además, el anuncio de la Lotería de Navidad. Sólo por eso ya merece la pena el empacho de turrones. Dónde va a parar. Amos, amos. 


Yo he llorado mucho con los anuncios de Navidad: el del famoso calvo me estremecía hasta los tuétanos; y recuerdo varios de la Coca-Cola que me han hecho derramar lagrimones como Estrellas de Belén. Aquel momento en que Papá Noël y los Reyes Magos se abrazaban… ¡ay, qué cosa tan emotiva y tan de quererse mucho y reconciliarse! Yo es que soy muy de que me lleguen esos mensajes de solidaridad y amor. Muy de tararear “al mundo entero quiero dar, un mensaje de paz” y que se me pongan los pelos a lo afro (los del cuerpo, claro: si los escasos cabellos de cabeza se reproducen lo bastante como para ponerse a lo afro, creeré para siempre en el Milagro de la Navidad; y prometo peregrinar hasta el mismísimo Belén para comerme el pienso que quede en el Sagrado Pesebre, ja me dé una intoxicación de la misma muerte). En fin, que sí, que esos mensajes sentimentaloides y requetemanidos me llegan, a ver qué le voy a hacer. Y así he vivido yo, toda mi existencia: conmovido por los anuncios de la Navidad. Hasta este año. Porque el anuncio de la Lotería de este año, más que conmoverme, me ha perturbado. Y mucho. Al estilo de “El hombre elefante” o “La parada de los monstruos”, pero con purpurina cayendo. Lo que se dice pánico bajo el acebo.
  
¿A quién, en qué momento, se le ha ocurrido juntar a esos cinco entes humanos – ejem- y hacer con ellos… hacer con ellos… hacer con ellos ESO! ¿Quién le ha dado el visto bueno a tamaña MIERDA CATÓDICA? Os juro que, cuando vi por primera vez a esa Montserrat Caballé saliéndose del pellejo; con el peluconazo de Pichardo y los ojos desorbitados, dignos del Stanley Kubrick más siniestro… os juro que supe que iba a dormir mal hasta el mes de mayo, ¡y eso con suerte! ¿Por qué, Señor; por qué me sometes a esta prueba terrible? ¿Por qué pueblas mis pesadillas con semejante Gollum metido a Pimma Donna? La Marta Sánchez más encantada de conocerse a sí misma, que parece a punto de hacerse un dedo mirando su reflejo en un bombo de lotería; ese Bustamante estucado hasta las trancas, que sólo le falta el gotelé, apretando el esfínter para dar semejantes agudos infames; la Niña Pastori, que tiene de Niña lo que yo de fallera mayor (aún no entiendo por qué la han metido a ella en el anuncio; lo mismo por lo de “pastori”, que es tan navideño. “A Belén, Pastori, a Belén, chiquitos…” Eso será); y ya en el colmo del dolor y el insulto, un Rafael (grande, siempre, Raphael) en el extremo de su caricatura, amenazando con comerse a dos o tres figurantes con velita, de tanto que abre la boca. El momento final; lo de la cantinela de los niños de San Ildefonso, ya es que es de cogerse el coño y hacerse la muerta. Con perdón de mis refinados lectores. 


Tanto me ha impresionado este anuncio, que he llegado a pensar que en realidad se trata de una parodia; y en algún momento veremos el spot de verdad, el de quedarse con los ojos húmedos y desear darle un abrazo al primero que se ponga por delante. Pero parece que no, así que ya sólo me queda rezar para que el anuncio de la Coca-Cola me sumerja en un espíritu navideño en condiciones. O ponerme en el youtube aquello de “Las muñecas de famosa se dirigen al portal”. Sí, definitivamente me apunto a esta opción. Porque la melancolía, “en estas fechas tan entrañables”, es algo que nunca falla.
 

lunes, 11 de noviembre de 2013

El huerfanito

Quedarse huérfano es un rollo. Vamos, una solemne putada. Yo no me lo esperaba para nada: lo de quedarme huérfano tan pronto, y de esta manera. Que fuera un rollo sí me lo esperaba. Aunque lo imaginaba de otra forma. La verdad.

Se supone que estas cosas no hay que ventilarlas así, tan públicamente. Y yo lo voy a hacer. ¿Por qué? Porque me da la gana. ¿Para qué? Para desahogarme y poner negro sobre blanco algunas emociones que tengo ahí, atascadas. A ver si de esa manera las ordeno y empiezan a fluir. Porque ahora mismo siento que “todo eso” ha adquirido una textura muy espesa; se ha pegado a las paredes de mi estómago y no sé cómo licuarlo y hacerlo salir. 

Mi madre se llamaba Mari Carmen. Enfermó en enero y murió en febrero. En realidad ya estaba enferma antes, pero no lo sabíamos. Ni ella tampoco. Siempre pensé que, siguiendo la estela de los antecedentes familiares; llegaría un momento en que perdería sus facultades físicas y mentales, y tendríamos que cuidar de ella. Ese era el plan. De hecho llevábamos años (ella y yo; y también mi hermano) preparándonos para esa situación. Preocupados y angustiados, cada uno a su manera. Lanzándonos mensajes de cómo queríamos que eso se gestionase. Y planificando; y creando estructuras mentales para organizarnos; y desarrollando un trabajo intelectual y emocional absolutamente inútil. Inútil porque todo eso no ocurrió. Ni ocurrirá. Ya no ocurrirá nunca. Ni afortunada ni desgraciadamente. Simplemente no ocurrirá. Porque ella enfermó y murió en apenas cuatro semanas. 

Supongo que a todos nos ha pasado en alguna ocasión, sobre todo a personas que (como yo) tienen el hábito de ejercer el control sobre situaciones presentes y futuras. Qué idiotez, lo que acabo de escribir. No de “ejercer el control”, sino de “pretender ejercerlo”. Confieso que dedico gran parte de mis jornadas a imaginar plausibles escenarios de futuro; a evaluar los riesgos y desarrollar soluciones para esas contingencias (generalmente dolorosas) que, en mi fantasía, me pueden entrar por las puertas. Este hábito lo tengo yo muy interiorizado, es fruto de toda una infancia recibiendo la lección: prepárate; sé cauto; adelántate; guarda; prevé, y conserva. Esta forma de abordar la vida me ha sido útil en muchos sentidos, y también me ha causado grandes dosis de infelicidad. O me ha privado de muchos momentos de felicidad, mejor dicho. Porque ese tiempo que dediqué (aún ahora lo hago, me sale solo) a solventar catástrofes futuras lo podría haber invertido en disfrutar (o sufrir, lo que toque) de las realidades presentes. Esto lo veo yo muy claro a nivel racional: y aun así, actúo de otra manera. De acuerdo con mi programación. Mi software. Está claro que necesito un reseteo.

En fin: que no, que al final, como suele ocurrir, todo ocurrió de forma muy distinta a como imaginé; así que mis herramientas, esas que tanto esfuerzo y tiempo y energía había empleado en desarrollar, no sirvieron para nada. En cambio sí que sirvió mi programación; mi software. Y actué de acuerdo con lo que me enseñaron a ser. Todo muy correcto, todo muy controlado, todo muy razonable y comedido y educado y elegante. Hubo mucho amor, y vivimos momentos preciosos. Y me repetía a mí mismo que la aceptación es la mejor forma de abordar estos temas. Mientras, iba interiorizando esa idea de la orfandad: tarareaba a todas horas la canción de “El huerfanito"” y hasta me hacía gracia la ocurrencia. Fíjate tú que cosa tan frívola. Por una vez, no pensaba en el futuro: demasiado tenía con enfrentar lo cotidiano, el minuto a minuto. Sí que pude disfrutar de esas cuatro semanas de despedida. Lo digo así, con mayúsculas, a despecho de quien sea: DISFRUTAR. Porque fueron un regalo. Y también una putada. Al final, como suele ocurrir en estas historias, mi madre se murió. Y ahora sí que sí: ahora soy huérfano. Qué cambio tan enorme y tan difícil de asumir. No en lo racional... sino más abajo. Ahí es donde la barca zozobra.

Ser huérfano es un soberano coñazo: como dice mi tía Concha, muy gráficamente, te quedas en primera fila, con la espalda descubierta. Ya no es sólo echar de menos a tu madre, y todas esas carencias más o menos cotidianas que su ausencia genera. Es que tú, como persona, cambias. Al menos yo lo estoy viviendo así. Y hay lugares a los que mi enorme capacidad de raciocinio no puede llegar. Emociones que, desde la cabeza, no puedo gestionar. La ira es una de ellas, quizá la más acuciante y a la que a mí me cuesta más trabajo dar salida. Porque me enseñaron que enfadarse no es cosa de hombres cabales, y no sirve para nada. Poco pragmático; irrazonable; inútil; vulgar. Y el caso es que estoy tela de cabreado. Ya ves tú. 

Ante este panorama; y en vista de que mis herramientas habituales no terminan de funcionar; he decidido entregarme a la experimentación, y explorar esos otros ámbitos que tengo yo tan demonizados: la intuición; lo espiritual; lo corporal. A ver si me funciona. Lo malo es que me cuesta muchísimo trabajo entrar a fondo en esos parajes. Me siento como un niño pequeño que debe aprender a andar, y tiene miedo y piensa que las piernas nunca le funcionarán correctamente. Esto a mí me jode tela: porque suelo tener prisa y en general demuestro bastante destreza en casi todos los ámbitos de la vida. Así que este trabajo tan lento y tan desconcertante a veces me desespera. Pero aun así, persistiré. Porque no me queda más remedio. Y porque, a pesar del temor, creo que me puede hacer mucho bien. En ese “nuevo camino”, este sábado asistí (como espectador) a una sesión de Constelaciones Familiares. Fue una experiencia curiosa, pero hablaré de ella otro día, porque hoy ya está bueno lo bueno. 

NOTA: En la foto, con mi madre, en la boda de mi hermano. Fue un día muy feliz. No sé qué más decir.

martes, 29 de octubre de 2013

SinGing





A la vejez, viruelas. Resulta que ahora me ha dado por cantar. En realidad me dio hace un par de años, de forma totalmente casual; como me meto yo en la mayoría de mis historias: de golpe, a trompicones; arrastrado por un impulso para nada meditado y por algunos embustes inofensivos. Así soy yo: impulsivo y embustero. Me gustan el juego y el vino y tal y cual.

Resulta que por aquel tiempo (qué bíblico me ha quedado: “por aquel tiempo”); por aquel tiempo frecuentaba yo un grupo de amigos músicos. Músicos de los de verdad, de los de dar clases en el Conservatorio e interpretar baladas de Chopin. Durante el transcurso de una cena, uno de ellos confesó que se sacaba un dinerito tocando el piano en un local (ejem...) de Dos Hermanas. Nos pidió que fuéramos a verlo un día y yo dije que, ya puestos, podía acompañarnos a cantar unos boleros o algo así sencillito. Él, con mucho entusiasmo, nos dijo que sí. Y de aquellos polvos vienen estos lodos.

Yo me tomo las cosas muy en serio. A veces, quizá demasiado en serio. Sobre todo cuando algo me entusiasma. ¿Por qué me entusiasmó esa idea? Pues no lo sé. Novelerío. Suele ocurrirme. El caso es que me puse a buscar partituras como un loco y le inundé a este amigo el correo electrónico con ellas. Había un poco de todo: lo que pillé buceando por internet. Creo que él, en realidad, jamás pensó en estudiar para acompañarme. No se lo afeo: de verdad que me pasé tres pueblos y me faltó mandarle la partitura de “La Bomba”. Pero a la sazón conocí yo a otra pianista, magnífica toda ella, y tan entusiasta y tan novelera y tan friky como yo. Y ella sí que se estudió las partituras que le di, y ensayó conmigo. Sólo por esas tardes que pasamos en su casa, felices descubriendo la complicidad tan ingenua y espontánea que surgió entre nosotros, ya mereció la pena lo de aquel primer concierto. Bueno, por eso, y por lo que vino después.

Nos presentamos en el bar con un nutrido grupo de amigos. En realidad algunos eran sólo conocidos a los que yo había convencido de que sí, de que el cante era una afición que había cultivado desde la infancia. Nada más lejos de la realidad. Yo sólo había cantado en la ducha (muy apasionadamente, eso sí); y en los boy-scouts, de jovencito (Sí. Que pasa. Yo fui boy scout. Y a mucha honra). El caso es que allí estábamos, Carmen y yo, con unos cuantos temas montados para piano y voz. Recuerdo que lo primero que cantamos fue un villancico que me encanta, “When my heart finds Christmas”, de Harry Connink Jr. (Aquí el enlace, me parece estremecedoramente sentimental: http://www.youtube.com/watch?v=c5CaLcAA7ek).Y salió precioso. Y la gente alucinó. Y yo mismo alucinaba. Fue un momento glorioso, a pesar de los nervios y de la responsabilidad. Porque yo quería que saliera bien. Y no hacer el mamarracho, que era lo que algunos esperaban de mí. Incluso yo lo esperaba. Pero no fue así.

Luego la cosa fue creciendo y montamos una especie de grupo improvisado, “Lo nuestro no tiene nombre”, con Mar, Ramón, Jesús y por supuesto la simpar Carmen Armesto, que es mi pianista de cabecera foreverandever. Dimos otro concierto en Dos Hermanas y volvimos a triunfar. Ahí ya estrené yo mi magnífica corbata de lentejuelas. Mi madre quiso venir a verme, pero le dije que no. Menos mal que luego lo arreglé. Menos mal, porque si no me habría quedado una espinita muy dolorosa.

Mi tercer y (de momento) último concierto lo ofrecí el año pasado, en el “Isla Tortuga” de Gines. Vinieron muchos amigos a verme, y mi madre también estuvo allí. Disfrutó muchísimo, y yo disfruté viéndola disfrutar. No lo sabíamos, pero ya estaba muy enferma. Aquella tarde fue... fue... indescriptiblemente bella. Inolvidable. Por muchas razones. Hubo momentos memorables, y al final incluso improvisamos algunas canciones que no habíamos ensayado siquiera, al más puro estilo ramónmoleresco. Brillante. Cautivador. Me habría quedado allí cantando y charlando y tomando copas para siempre. Pocas veces me he sentido tan vivo. Bueno, sí. Pero de una forma muy diferente.

Y ahora quiero saldar una cuenta pendiente: dar un concierto en Málaga. Lo hago por distintas razones, la primera y más importante porque me apetece y me hace ilusión. Ya estoy pensando en el repertorio; me he bajado los playbacks, y los estoy adaptando a mi tono, tan sorprendentemente grave. Me siento nervioso y, sobre todo, muy ilusionado. Sí, ilusionado. En los últimos meses, no me siento así muy a menudo. Esta es una excusa perfecta para reencontrarme con esa emoción. Espero compartirla con much@s de vosotr@s. Y que me aplaudáis y que bebamos juntos. Y que celebremos, una vez más, que seguimos vivos y coleando.

NOTA: El repertorio aún está abierto. ¿Alguna sugerencia?

NOTA 2: Os dejo un enlace con mi versión de "recepy for love". Esta seguro que cae en el concierto. http://www.goear.com/listen/3168ae3/recepie-of-love-yo-mijmo

lunes, 14 de octubre de 2013

El talento de Mr. Superbala





Qué gracia. Justamente hoy, cuando le daba vueltas a una idea de actualización; un amigo ha comentado en el facebook que “el talento es algo que no se puede disimular ni contener”. Me ha hecho gracia porque doy por sentado que al decir “talento” se refiere a “mi talento”. Y precisamente de eso quería yo hablar. Aunque es posible que esto sólo me importe a mí. Si es así, güenohtá: pa eso esta es mi cybercasa; y hablo de lo que me da la gana. O de lo que puedo hablar así, tan públicamente.

Yo desde siempre he sido un chaval brillante: por lo que me cuentan, de niño ya sobresalía por mi locuacidad y mi madurez, impropia de tan tempranas edades. Esto segundo, que es algo que desarrollé en plan “a la fuerza ahorcan”, me ha causado (me está causando) bastantes problemas. Porque cuando eres un niño y no ejerces de niño acabas pagando un precio muy alto. Esa infancia no vivida se enquista, se hipertrofia, se enmaraña; y desarrolla tentáculos que a veces estrangulan el corazón. No lo digo en plan victimista: me tocó llevar esa vida; y gracias a eso adquirí herramientas que me han permitido ser el que soy. Y el que soy no está muy malejo, la verdad. Me siento agradecido por eso; y al mismo tiempo subrayo las carencias que crecer (o no) así ha sembrado en mi personalidad, tan frágil y tan corajuda como la de cualquier otr@ human being. Ahora, a mi edad; sin dejar de ser el superbala perfeccionista, responsable y bondadoso; el que busca su equilibrio y trata de alcanzar cierto grado de coherencia; intento también reencontrarme (diría mejor encontrarme, a secas) con ese niño que nunca fui. Encontrarme con él para conocerlo, para protegerlo, y para decirle que es bueno y que tiene derecho a ser como es, y a concederse algún capricho. Aunque a veces eso resulte incómodo y desconcertante. Para los demás y para mí. Es lo que hay.

Pues eso: que entre los talentos que debí desarrollar para ejercer mi rol de “no niño” está la brillantez intelectual, y cierta facilidad para resultar sutil y perspicaz. Ocurrente. Divertido. Agudo. No sé si realmente todo eso forma parte de mi naturaleza; o son formas de relacionarme con el mundo que potencié para disimular mis complejos, mis timideces y mis miedos. Da igual. El caso es que crecí así; y ahora mucha gente me considera un tipo talentoso. Un chico listo. Alguien cuyas opiniones merece la pena escuchar. Y brillante. Y creativo. Como odio la falsa modestia, reconozco que sí, que puedo parecer todo eso, y a veces incluso puedo llegar a serlo. Algo de verdad tiene que haber, porque en mi entorno hay mucha gente interesantísima y cultísima e inteligentísima. Y ya se sabe que acabamos rodeados de nuestros iguales. Por aquello de “Dios los cría” y tal y cual. 

Que te consideren talentoso está muy bien: te sube la autoestima y te hace sentir “bueno”; “admirado”; “considerado”. Para mí todo eso es muy importante. Que me consideren de esa manera, digo. Quizá es hasta demasiado importante. Porque, ¿qué pasa si algún día no quiero ser tan brillante; si no me apetece resultar tan ocurrente; si no tengo ganas de demostrar mi talento intelectual, humorístico o social? Supongo que nada. No pasa nada. Pero para mí sí pasa. Así que a veces me estresa mucho esa alta consideración en la que mucha gente me tiene. Porque siento que debo estar a la altura de sus expectativas; que, de tan repetidas, son ya también mis expectativas. Y ese nivel de autoexigencia, algunos días, me ahoga.

Por eso a veces no actualizo el blog: porque, en contra de lo que much@s podéis considerar; para mí escribir no es un ejercicio espontáneo, divertido y liberador. Al menos no siempre lo es. Yo sé que esto de juntar palabras se me da bastante bien; y aun así me requiere cierto esfuerzo, en ocasiones no demasiado gratificante. Muchos días me descubro a mí mismo pensando que debo ponerme delante del ordenador, y desarrollar esta capacidad mía para la narrativa: poner negro sobre blanco las ideas, más o menos peregrinas, que me vienen a la cabeza; escribir un cuento, un relato, una novela; o simplemente componer un texto desternillante acerca de las mil y una gilipolleces que me ocurren en “el devenir mismo de la vida”. Pero no lo hago. ¿Por qué? Porque, si eres un lector sutil, habrás visto cómo he utilizado la locución adverbial “debo ponerme”. Y de verdad, uno se harta de hacer siempre lo que debe hacer.

NOTA: En la foto, con mi sobrino. Quizá el trato con él facilite ese encuentro con el niño que nunca fui. Espero que así sea.

jueves, 10 de octubre de 2013

Qué sabe nadie...




El otro día, un amigo me recordaba por facebook que tengo un blog. No es que yo me hubiese olvidado, para nada. Llevo tiempo sin actualizar porque, aunque podría contar muchas historias; lo que realmente quiero decir; la verdad verdadera de lo que conmueve mi cuerpo, mi cerebro y mi corazón, no puedo publicarlo aquí. O quizá si puedo, pero no quiero. Da igual.

Lo mismo un día de estos me lío el teclado a la cabeza y vuelvo a vomitar mis tonterías... o mis interesantes reflexiones (esto lo dejo a la decisión de mis selectos lectores). Quién sabe. El mañana resulta tan impredecible...

En la foto, cantando “Qué sabe nadie”. Muy propio para esta actualización tan Raphaelesca.

miércoles, 3 de julio de 2013

Peregrinaje



Ya han pasado cuatro días. Sólo cuatro días, y aún estoy digiriendo la experiencia de este Camino que prácticamente acabo de concluir. Me ha ocurrido como en ocasiones anteriores: iba con determinadas ideas previas; con objetivos prefijados; buscando vivir experiencias concretas que veía muy necesarias... Y al final todo ha resultado distinto de cómo imaginé. Mejor, en todos los sentidos. Porque las cosas que efectivamente ocurren son siempre mejores. Sólo por el hecho de que son reales, y la realidad siempre (SIEMPRE) vale más que la fantasía. Sin quitarle valor a la fantasía (valor positivo y carga negativa, que de ambas municiones puede ir cargada la escopeta de nuestra imaginación), que tanto juego nos da en esta atribulada existencia nuestra.

Como casi tod@s sabéis, esta vez me decidí por patearme el Camino Portugués. ¿Las razones? Algunas más prosaicas; otras más sentimentales. Entre las prosaicas, resulta que esta es una variante del Camino físicamente “fácil” y relativamente poco concurrida; y en el plano sentimental, el recorrido entre Tui y Santiago fue el primero que transité, hace ya seis años: al margen de la nostalgia, esperaba encontrar, en ese mismo lugar, sensaciones parecidas a las que experimenté en aquella impactante primera experiencia. No. No ha sido igual; ni siquiera similar; ni los efectos que el Camino ha producido en mi maltrecho corazón han resultado comparables. Pero eso no importa. Porque como dije más arriba, he arrostrado otras vivencias. Inesperadas algunas; muy provocadas otras. Necesarias y reveladoras cada una de ellas. Y así estoy ahora. Aterrizando de nuevo en la realidad; y deseando colgarme la mochila otra vez. Quizá lo haga en agosto. Ya veremos qué pasa.

Aparte del tsunami emocional que el Camino inevitablemente provoca en mí; este viaje tiene una vertiente social que me motiva mogollón. Al final siempre conoces a gente, sobre todo porque el albergue se convierte en una especie de club para peregrinos ávidos de comunicarse (o no). A mí me gusta caminar solo; pero cuando llega la tarde siempre me busco la vida para conocer a personas interesantes con las que compartir la experiencia. Soy extremadamente sociable (a veces pienso que demasiado); y a pesar de que (risas, no, que estoy hablando en serio) en el fondo me considero bastante tímido, disfruto enormemente haciendo nuevos amiguitos. Es que el ser humano me encanta; me cautiva en su enorme diversidad; creo en los individuos y, generalmente, tengo mucha suerte con la gente que me encuentro. O quizá es que no los encuentro, sino que los busco; y en vez de buena suerte, tengo buen ojo. Sea como sea, esta vez volvió a ocurrir: con la excusa del fumeteo y del toque de queda, ya la primera noche “cacé” (en el mejor sentido de la expresión) a los que iban a ser mis compañeros de viaje. Y nuevamente tuve suerte. O buen ojo. Qué más da. El caso es que coincidí con seis personas excepcionales, cada una a su manera. Conectamos muy bien, de una forma muy natural, como si nos conociéramos desde hace años. Y nos reímos mucho; compartimos nuestras grandezas y nuestras miserias; y hoy cada uno de ellos ocupa un pequeño lugar en mi corazón, tan sensible a la bondad del prójimo. Son los de la foto. Y así los veo yo.

- De Marta me sorprenden su brillantez y su sagacidad. Es certera, la tía, analizando y comprendiendo y puntualizando. Su mirada, tan directa y tan expresiva, me cautivó desde el minuto uno. Una gran mujer, sí señor. Me gustas, nena...

- Guillermo es un tío encantador, simplemente. Tan divertido y tan... espontáneo. Me quedo con sus bromas y con esa complicidad que crea a su alrededor de una forma tan indescriptiblemente pura. Se ve lo buen tío que es a kilómetros de distancia. Y sabe divertirse, que es una cualidad que admiro muchísimo.
 
- Mamen... es que Mamen me encanta. Teniendo caracteres tan diferentes compartimos muchas actitudes, ideas y sentimientos. Me parece inteligentísima y extremadamente sensible. La conversación que mantuvimos, ya tarde (yo un poco borracho), en la puerta de aquella casa tan peculiar de Padrón, fue uno de los grandes momentos del Camino 2013. Bravo. ¿Me caes bien? Sí. ¿Espero que nos veamos de nuevo? También. Así de simple.

- Juan destaca por su sociabilidad: tiene una mirada de niño inocente que invita a la confidencia y al buen rollo. Y una risa muy sincera, y una curiosidad libre de malicia que te atrapa. Un diez de chaval.

- Gregorio me parece un hombre magnífico: tan grande, y tan campechano, la sensibilidad le sale a borbotones. Qué caballero tan vitalista, con esa mezcla de fortaleza y fragilidad. He aprendido mucho de él. Mucho. Una persona “buena”, así, sin paliativos ni medias tintas. Admirable en todos los sentidos.

- Y Cristina.... Bueno, es que Cristina, para mí, es caso aparte. Qué mujer tan valiente, qué coraje y qué energía le echa a todo lo que hace. Debería haber muchas Cristinas en el mundo. Su sonrisa y su abrazo fueron un regalo. Y llegar junto a ella y Grego a la Plaza del Obradoiro, con todo lo que eso significaba para ellos.... Joder. Lo recuerdo y se me saltan las lágrimas. Indescriptiblemente hermoso y desgarrador. Ellos saben por qué.

Pues eso: que entre bromas y confesiones, estas seis criaturitas han hecho que mi Camino 2013 sea tan distinto, tan intenso, tan divertido y tan inolvidable. También he conocido a otra gente encantadora y especial: fauna de todo tipo, leones y mariposas que me han regalado su tiempo, su atención y su cariño. A tod@s ell@s les doy las gracias, y les deseo lo mejor, y espero verl@s de nuevo. Pero si eso no ocurre; si la vida o el destino o Buda o la suerte no nos reúnen de nuevo, no pasa nada. Me quedo con la huella que cada un@ ha dejado en mí. Porque ese patrimonio ahora es mío, y ya nadie me puede quitar.