Siempre
he sido un tío muy pragmático, muy racional, muy pegado a la tierra. De los de
“sólo creo lo que veo”. Por eso, hasta hace poco, no creía en los ángeles. Pero
ahora sí. Sí creo en ellos. Porque he visto uno. Y tengo trato frecuente con
él. No sé cuál será su nombre celestial, pero para mí es la tía Concha.
Yo a mi tía Concha la recuerdo desde que tengo uso
de razón, e incluso de antes. Me acuerdo de compartir con ella tardes de frío y
juegos en las visitas que, durante mi infancia, realizaba al campo de mis
abuelos, en Utrera; también la recuerdo en Sevilla, y la relaciono con el
dormitorio rojo y con el otro que había al fondo y daba a la terraza. Había
allí un cajón con juguetes antiguos, entre ellos un rompecabezas de cubos de serrín
prensado, bastante hecho polvo, con el que me encantaba jugar; y olía en todo
aquel piso de los Remedios a Colonia Álvarez Gómez, un aroma que para mí resume
la expresión “oler a limpio”. Las
comidas de Navidad, siendo yo muy niño; los paseos por el Parque de los
Príncipes… Todo eso también me recuerda
a mi tía Concha. Luego, ya de más mayorcito, la vi cuidar de sus padres (mi
abuelo, primero; y mi abuela, después); y de sus hijos; y de todo bicho
viviente que se le pusiera por delante. Porque ella es la que cuida; la que nos
cuida. Aparte de otras muchas cosas, claro.
También ocurre que, a pesar de los desencuentros
sentimentales que se produjeron en mi pequeña familia; mi tía Concha y mi madre
siempre fueron muy amigas. Se querían muchísimo, y se entendían a niveles muy
profundos, pasando por encima de la diferencia generacional. Mi madre nos
transmitió, a mi hermano y a mí, desde que éramos renacuajos (y después,
también) su amor y admiración hacia esta mujer tan excepcional. Excepcional por
muchas razones, que me da pudor desgranar aquí. Resumiendo: a mi tía Concha
empecé a quererla a través de la mirada de mi madre; y ya luego, viviendo yo en
Sevilla, fue afianzándose entre nosotros un cariño muy de verdad, de reírnos
juntos y tener ganas de vernos y charlar de lo divino y de lo humano.
Cuando el destino nos sorprendió a todos con la
enfermedad de mi madre, yo ya conocía perfectamente a mi tía Concha. Sabía cómo
es, de qué pasta está hecha. Tenía claro que podíamos contar con ella; así que
lo que pasó a partir de entonces no me sorprendió. No. No me sorprendió que un
ángel entrara por las puertas de mi casa para caminar con mi madre y con
nosotros a través de ese sendero tan jodido que conducía hasta la muerte. No me
sorprendió su enorme capacidad para el amor; su serenidad y su templanza, tan
curativas en esos mementos de desconcierto; la forma tan delicada y respetuosa
y también pragmática con que nos llevó en volandas a mi hermano y a mí. Y, por
encima de todo, no me sorprendió la corriente de amor infinito que vi
desplegarse, ante mis ojos desolados, entre mi madre y ella. No tengo vida
suficiente para darle las gracias por eso; y para decirle que la quiero, y que
la admiro, y que es una inspiración constante. Seguro que mi hermano suscribe
mis palabras. Como él no tiene blog, las dejo yo aquí en su nombre. Y en el de
mi madre, que la amó, literalmente, hasta su último aliento.
Ahora
que me he quedado huérfano, y salvando las distancias, mi tía Concha es lo más
parecido a una madre que me queda en la vida. A ver si se quita ya del vicio
ese que tiene por los hospitales y los quirófanos y las plantas de cardiología;
deja de hacerle gasto a la Seguridad Social y, de paso, nos ahorra unos cuantos
sustos, que ya está bien. La verdad es que, para ser una mucama sin papeles,
nos ha salido bastante apañá. Y encima me cose corbatas de lentejuelas
plateadas. Lo que vale, mi tía Concha. Y lo que la quiero.
Y ya está bueno lo bueno. Que me he hinchado de
llorar escribiendo este texto.
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