sábado, 23 de noviembre de 2013

Mi Tía Concha


Siempre he sido un tío muy pragmático, muy racional, muy pegado a la tierra. De los de “sólo creo lo que veo”. Por eso, hasta hace poco, no creía en los ángeles. Pero ahora sí. Sí creo en ellos. Porque he visto uno. Y tengo trato frecuente con él. No sé cuál será su nombre celestial, pero para mí es la tía Concha.

Yo a mi tía Concha la recuerdo desde que tengo uso de razón, e incluso de antes. Me acuerdo de compartir con ella tardes de frío y juegos en las visitas que, durante mi infancia, realizaba al campo de mis abuelos, en Utrera; también la recuerdo en Sevilla, y la relaciono con el dormitorio rojo y con el otro que había al fondo y daba a la terraza. Había allí un cajón con juguetes antiguos, entre ellos un rompecabezas de cubos de serrín prensado, bastante hecho polvo, con el que me encantaba jugar; y olía en todo aquel piso de los Remedios a Colonia Álvarez Gómez, un aroma que para mí resume la expresión “oler a limpio”.  Las comidas de Navidad, siendo yo muy niño; los paseos por el Parque de los Príncipes…  Todo eso también me recuerda a mi tía Concha. Luego, ya de más mayorcito, la vi cuidar de sus padres (mi abuelo, primero; y mi abuela, después); y de sus hijos; y de todo bicho viviente que se le pusiera por delante. Porque ella es la que cuida; la que nos cuida. Aparte de otras muchas cosas, claro. 

También ocurre que, a pesar de los desencuentros sentimentales que se produjeron en mi pequeña familia; mi tía Concha y mi madre siempre fueron muy amigas. Se querían muchísimo, y se entendían a niveles muy profundos, pasando por encima de la diferencia generacional. Mi madre nos transmitió, a mi hermano y a mí, desde que éramos renacuajos (y después, también) su amor y admiración hacia esta mujer tan excepcional. Excepcional por muchas razones, que me da pudor desgranar aquí. Resumiendo: a mi tía Concha empecé a quererla a través de la mirada de mi madre; y ya luego, viviendo yo en Sevilla, fue afianzándose entre nosotros un cariño muy de verdad, de reírnos juntos y tener ganas de vernos y charlar de lo divino y de lo humano.

Cuando el destino nos sorprendió a todos con la enfermedad de mi madre, yo ya conocía perfectamente a mi tía Concha. Sabía cómo es, de qué pasta está hecha. Tenía claro que podíamos contar con ella; así que lo que pasó a partir de entonces no me sorprendió. No. No me sorprendió que un ángel entrara por las puertas de mi casa para caminar con mi madre y con nosotros a través de ese sendero tan jodido que conducía hasta la muerte. No me sorprendió su enorme capacidad para el amor; su serenidad y su templanza, tan curativas en esos mementos de desconcierto; la forma tan delicada y respetuosa y también pragmática con que nos llevó en volandas a mi hermano y a mí. Y, por encima de todo, no me sorprendió la corriente de amor infinito que vi desplegarse, ante mis ojos desolados, entre mi madre y ella. No tengo vida suficiente para darle las gracias por eso; y para decirle que la quiero, y que la admiro, y que es una inspiración constante. Seguro que mi hermano suscribe mis palabras. Como él no tiene blog, las dejo yo aquí en su nombre. Y en el de mi madre, que la amó, literalmente, hasta su último aliento. 

Ahora que me he quedado huérfano, y salvando las distancias, mi tía Concha es lo más parecido a una madre que me queda en la vida. A ver si se quita ya del vicio ese que tiene por los hospitales y los quirófanos y las plantas de cardiología; deja de hacerle gasto a la Seguridad Social y, de paso, nos ahorra unos cuantos sustos, que ya está bien. La verdad es que, para ser una mucama sin papeles, nos ha salido bastante apañá. Y encima me cose corbatas de lentejuelas plateadas. Lo que vale, mi tía Concha. Y lo que la quiero.


Y ya está bueno lo bueno. Que me he hinchado de llorar escribiendo este texto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario