viernes, 9 de julio de 2021

VAlenTíA

 


En los últimos meses he hablado mucho de mis miedos e inseguridades. En realidad es un asunto del que yo rajo bastante a menudo, de forma pública y notoria. Me muestro así de transparente, enseño mis fragilidades a la primera de cambio, igual a modo de peculiar terapia o para exorcizar esas ataduras psicológicas y emocionales que en ocasiones me limitan, me atenazan o me ahogan. Hay quien dice que ese ejercicio puede resultar tela de peligroso, porque, claro: si ventilo mis miserias tan alegremente, corro el riesgo de que algún desaprensivo las utilice para joderme la vida. Esto, obviamente, ha pasado algunas veces. Pero, para ser sincero y justo, son las menos. La inmensa mayoría de personas con las que me he cruzado en la vida; y que forman parte de mi ecosistema emocional; han abrazado esos lugares sombríos de mi alma; los han comprendido, aceptado y, en muchas ocasiones, hasta me han ayudado a llevarlos con cierta dignidad, que es (creo yo) lo más que podemos hacer con determinadas taras muy arraigadas en nuestras meninges. Así que pienso seguir así: caminando a pecho descubierto. Llamadme temerario. Igual sí que lo soy.

Pues eso: como cualquier hijo de vecino, tengo un buen puñado de miedos y complejos que me acompañan en esta especie de aventura que llamamos existencia. Algunos me gustaría sacudírmelos de un plumazo; y otros, en cambio, resultan herramientas tela de necesarias para evitarme situaciones que pueden provocarme daño. No, señores, no: no todos los miedos son malos. ¡Ni mucho menos! Por ejemplo: a mí me da mucho miedo conducir borracho (algo que hice en el pasado), y ese temor me parece de lo más saludable, ya que me evita la posibilidad de resultados catastróficos. En esta línea de pensamiento, hay otras cosas que me dan miedo (las drogas; determinado tipo de ambientes, personas y lugares; actitudes propias y ajenas) y, oigauhté, tan agusto. Quiero decir que la protección que esas inquietudes me generan la veo tela de productiva. Que sigan ahí, y por mucho tiempo. Lejos de atenazar mi libertad, me permiten llevar una existencia más pacífica y saludable. ¿Que me pierdo, por eso, vivir algunas experiencias y experimentar ciertas sensaciones? Pues vale. Hay tantas formas de disfrutar que si dejo algunas de lado tampoco me va a pasar nada. Ya está bien de tanto hedonismo, leches. Que lo del carpe diem y lo de “en esta vida hay que probarlo todo” queda muy de intrépida y moderna, pero cierta mesura también conviene (ya ves tú, lo digo yo, que soy tan mesurado como el fondo de armario de Paco Clavel. Ejem…).

Hay otros miedos, en cambio; que en vez de protegerme, hacen que no me aventure a desarrollar todo mi potencial como human being (el potencial que tengo, con todas mis limitaciones); o me incitan a tomar determinadas decisiones para instalarme en mi zona de confort (a veces tan poco confortable, la verdad). De esos sí que me gustaría librarme, aunque no sé si está en mi mano hacerlo. El miedo a la soledad; a no ser suficientemente excelente; al abandono; al cambio; al dolor (físico y emocional); a no recibir el amor que necesito; a salir de mis rutinas o renunciar a mis apegos; al fracaso, en cualquier ámbito; a no estar a la altura… En fin: taritas de lo más cotidiano, aliñadas con un buen chorreón de ansiedad. Por mor de ellas (de esas taras, digo) me veo muchas veces metido en berenjenales que ni quiero, ni merezco, ni me hacen feliz. Traicionándome a mí mismo y manipulando a los demás para convencerme/nos de que determinadas realidades no lo son tanto. Un mojón de kilo y medio, vaya. También por culpa (o, mejor, como consecuencia) de esos miedos, dejo de embarcarme en proyectos que me resultan embriagadoramente atractivos, lo cual es otro pedazo de mojón. Estamos trabajando en ello: a ver si con voluntad y disciplina consigo superar esas trabas mentales mías. O, por lo menos, hacer que no me fastidien mucho, que ya es bastante.

Por otra parte, también hay que decir que, a despecho de mis taras, he arrostrado a lo largo de mi biografía circunstancias que a priori me daban pánico, y, oye… he tirado pa´lante con bastante soltura. Me he enfrentado a la parálisis que mis miedos me provocan para llevar una vida más feliz, coherente y auténtica. Por eso, aunque a veces yo mismo me siento un poco (bastante) cobarde, hoy quiero desgranar algunas decisiones que demuestran que no; que de cobarde, nada. Como diría mi admiradísima Mariah Carey, “a hero lies in me”. O algo así. He sido (y aún soy) un tipo bastante valiente, y me lo voy a recordar, porque a veces se me olvida. Veamos:

- Fui muy valiente al aceptar mi homosexualidad (primero) y compartirla con el mundo (después). Esto parece un asunto menor, pero no lo es. Superparanada. Que se lo digan a aquel Javi adolescente, consumido por el terror al rechazo y la soledad que mi mente imaginaba como consecuencias seguras de mi salida del armario. Nada de eso pasó, afortunadamente. Pero los malos ratos que enfrentarme a todo aquello me provocó ya no me los quita nadie. Y aun así, tuve el coraje de aceptarme a mí mismo y compartir esa característica mía con los demás. Y aun lo tengo, porque vivo mi mariconez con toda naturalidad, sin enarbolar banderas ni ocultarme ante nadie. Ole por mí.

- Fue un acto de audacia venirme a Sevilla mientras mi abuela agonizaba en el hospital; y enfrentarme, en esas circunstancias, a mi primer trabajo en la tele. Y hacerlo además bien, oye. También me armé de valor para irme a Madrid a currar; y para volverme, rechazando atractivas ofertas laborales, al comprender que aquella ciudad no era para mí.

- Tuve mucho valor al montar una empresa de la nada, con el enorme riesgo económico y profesional que ello suponía; ¡y eso que ese tipo de aventuras ni se me pasaba por la imaginación! Fue muy corajudo crearla, defenderla, cuidarla y hacerla crecer. Y también fue valiente disolverla en su momento, con las enormes consecuencias emocionales que hacerlo me provocó.

- Me enfrenté a la enfermedad y muerte de mi madre con un arrojo que desconocía en mí. Y de este tema no quiero añadir nada más.

- Hay que tener mucho valor para apostar por ciertas relaciones sentimentales, y no hablo sólo de pareja (aunque aquí, más que valiente, igual he sido temerario); y también para ponerles fin, a pesar de todo el amor y la energía y el cuidado que quise poner en ellas (con mayor o menor fortuna).

Seguro que hay muchas más decisiones y comportamientos que demuestran las agallas que, si me lo propongo, puedo echarle a la vida. Pero me estoy quedando sin tiempo, y este texto es (una vez más) resulta ya excesivamente extenso. Sólo diré, para terminar, que hay que tener dos cojones bien puestos para escribir todo esto; para publicarlo, y compartirlo y airearlo a los cuatro vientos. Más aún en estos tiempos de postureo e impostura y supergayismo que nos ha tocado vivir. Y se acabó.