lunes, 15 de febrero de 2021

CaNToS de SirENa

 


Hoy empezaré diciendo que me he pensado mucho si escribir esta actualización. Bueno, más bien me he pensado mucho si es una buena idea publicarla, por dos motivos: para empezar, porque no sé muy bien qué quiero decir, y sobre todo, cómo decirlo, por lo que me puede quedar un texto bastante caótico y hasta ininteligible; y también porque me preocupa que alguna gente se dé por aludida, y piense que esta reflexión tiene que ver con ella más que conmigo. Si eso ocurre, no lo podré evitar… e igual es hasta bonito, porque, como he dicho muchas veces, los seres humanos somos tela de parecidos (en nuestra extravagante diversidad), y a cuenta de mis elucubraciones pueden desencadenarse esos bellos y enriquecedores procesos de la empatía y la identificación emocional. Al caso: que me pongo a escribir, y a ver a dónde llego, y cómo llego.

A lo largo de mi vida, he tomado determinadas decisiones y he desarrollado ciertos comportamientos con la voluntad de satisfacer necesidades y deseos que me resultaban muy acuciantes. Al hacerlo, he ido construyendo un estilo de vida, que define (y necesariamente, limita) el entorno en que me muevo; las actividades que desarrollo; las personas con las que me relaciono; y las emociones que experimento. Este ejercicio (que es necesariamente voluble, porque si no mis rutinas serían las mismas de cuando tenía 20 años, y eso ya es de hacérselo mirar), como digo, hace que el ecosistema que frecuento sea sin duda el que yo he elegido (porque a determinada edad ya sólo nosotros somos responsables de los que hacemos y lo que dejamos de hacer); es mi zona de confort, el lugar en el que me siento cómodo y me muevo con soltura. El trabajo que desarrollo; la forma de organizar mi vida; mis hobbies y aficiones; las inquietudes que alimento; los círculos sociales que prefiero; las relaciones emocionales que construyo… A todo eso me refiero al hablar de ecosistema. Es mi mundo (más o menos pequeño; necesariamente acotado) que, obviamente, también tiene sus fronteras. Algunos de esos límites vienen definidos por circunstancias impuestas (no puedo alquilar un jet privado para irme al Baile de la Rosa, porque ni dispongo de pecunio ni de contactos para implementar semejante planazo); y otros los he establecido yo, por acción u omisión. Hay comportamientos que evito porque ya los sostuve en el pasado, y sé positivamente que no me hacen feliz; y otros que directamente nunca he ejecutado, por…. pues por diversas razones. Hay quien piensa que en esta vida hay que probarlo todo al menos una vez. No daré la típica respuesta escatológica para rebatir semejante afirmación, pero sí diré que yo personalmente no la comparto. A determinadas experiencias no tengo previsto entregarme, simplemente porque no me atraen; o porque, sin haberlas vivido personalmente, sé a qué oscuros lugares han conducido a individuos muy afectos a mi persona. Eso de de que nadie escarmienta en cabeza ajena tampoco es una verdad absoluta, oiga: si veo que mi mejor amiga se parte los piños tras hacer puenting (es un decir), lo mismo me corto un poco a la hora de plantearme saltar al vacío. ¿Que me estoy perdiendo sentir esa emoción tan intensa y desbordante y estremecedora? Pues sí. Pero es que yo a mis piños les tengo muchísimo amor (lo digo así por cerrar la metáfora).

Los límites de mi ecosistema, obviamente, me escamotean emociones y experiencias que sólo pueden alcanzarse fuera de ellos. Y algunas de esas emociones… resultan tela de tentadoras, oigauhté. Porque transgredir los límites tiene mucho punto. A esas fantasías (o realidades) de transgresión yo las llamo los Cantos de Sirena: son situaciones que tu mente aprecia como intrépidas, arrebatadoras, excesivas, liberadoras, envueltas en un halo de fascinación. Resultan fascinantes, sí… porque lo son. Al menos en cierta forma. Lo ilustraré con un ejemplo, a ver si se me entiende mejor.

Hubo una época de mi vida (tras la muerte de mi madre, concretamente) en que a mí los límites me la sudaban por completo. Perdí determinados nortes y muchos de mis filtros (casi todos), y me entregué a ciertas transgresiones con un hedonismo bastante intenso, haciendo exactamente lo que me daba la gana. Si te hablo de aquellos tiempos, muy probablemente te transmitiré cierta fascinación; cosa bastante normal, porque había en ellos momentos de auténtica euforia, de diversión extrema, de (al menos aparente) completa libertad. No detallaré las cosas que hice (tampoco es que me entregara a un círculo de sexo, drogas y rockandroll, aunque bastantes excesos sí que hubo), pero puedo asegurar que a mucha gente (a mí mismo me ocurriría) todo aquello, narrado sin tener en cuenta la “cara b” de la historia, le resultaría arrebatador. Envidiable. Emocionantísimo. En cierto modo, lo era…. Pero claro, como he dejado caer, había una “cara b”. Estas aventuras suelen esconder muchas sombras. En mi caso, al menos. Todo aquello tan excitante era en realidad una huida hacia adelante; un adormecerme para no sentir; un intento desesperado por encontrar alivio a carencias muy lacerantes. Puse mis emociones y mi autoestima y mi amor propio en lugares completamente equivocados. Y pagaba un alto precio por ello, por supuesto. Llegué a sentirme, como digo, conyunturalmente eufórico en algunos momentos (al menos esa es la sensación que me queda, porque muchos detalles ni los recuerdo, estaba completamente enajenado); pero vivía abatido y triste el resto de la semana. Había mucho de ansiedad, de vacío y de autodestrucción, cosa que mis amigos más cercanos sabían perfectamente, y vivían con la impotencia de no poder hacer otra cosa que acompañarme para evitar desastres mayores. A tod@s ell@s (en especial a Luis) se lo agradezco de corazón. Porque me guardaron una lealtad increíble en vez de mandarme al carajo (cosa que en más de una ocasión merecí).

En fin… El caso es que, si seleccionara con cuidado determinadas imágenes de esa etapa de mi biografía, y mencionara sólo la parte más exultante de ella, resultaría muy atractiva. Qué experiencias, qué intensidad, qué de aventuras, qué guay todo. Yo mismo podría llegar a esa conclusión, si no hubiera estado dentro de mi alma para conocer la realidad completa. Y aun conociéndola, mucho más recientemente, me dejé llevar por los cantos de sirena y entré en una espiral parecida a aquella (no idéntica, menos mal, esta vez no había autodestrucción), buscando en experiencias aparentemente fascinadoras la solución a mis carencias emocionales. Obviamente no la encontré, aunque en esta ocasión sí que me divertí mucho sin pagar un precio excesivamente alto. Bueno… la frustración, eso sí. Porque, aun viviendo momentos de euforia, no conseguía cubrir las necesidades de mi corazón utilizando otras partes de mi cuerpo. Ya que cada cual saque sus propias conclusiones.

Supongo que todos tenemos nuestros propios cantos de sirena: para algunos serán el lujo y la riqueza; para otros, el poder y la influencia; hay quien se entregaría a las drogas, al sexo, al alcohol o al juego; y quien renunciaría a su propia esencia para obtener admiración y/o popularidad. El proceloso mundo de las redes sociales juega, pienso yo, un poderoso papel en esas dinámicas, ya que muchas veces funcionan como ventanas abiertas a vidas que son en realidad una pura fantasía con apariencia de realidad. Y todos (yo incluido) tenemos mucha propensión a creer en determinadas ilusiones, sobre todo si resultan bellas y excitantes y nos las venden bien envueltas en papel celofán.

Los cantos de sirena están ahí, es evidente, y el que esté libre de ellos que tire la primera piedra. Resultan además muy convenientes para el funcionamiento de nuestro sistema económico, basado en la frustración que conduce al consumo. Consumo de objetos y experiencias con los que tratar de rellenar (inefectivamente) los abismos de nuestro frágil corazón. Los cantos de sirena, yo, ya no aspiro a eliminarlos: sólo espero que el caletre me dé como para tenerlos identificados, y saber el precio qué me costaría entregarme a ellos. Pagarlo o no… Eso ya será decisión mía. Y el lugar al que me conduzcan, mi exclusiva responsabilidad.

¿Lo ves? Me ha quedado un texto tela de intenso y farragoso. Y ahora… ¿con qué foto lo ilustro? Buscaré una sirena por internet, porque ya se me han agotado las ganas de pensar.


jueves, 4 de febrero de 2021

GuaRRRRRRRRRaaaaaaa

 



Sé que suelo resultar reiterativo, pero hoy comenzaré de nuevo la actualización recordando algo que ya dije en anteriores ocasiones: la nostalgia no me va. Eso de regodearse (ya, vale que es una expresión intencionadamente negativa, pero la uso aquí con toda la mala leche) en épocas pasadas es un ejercicio que raramente practico. Entre otras cosas, porque no soy de los que opinan que cualquier tiempo pasado fue mejor. La memoria deforma los recuerdos, los funde y los confunde, para mostrarnos una sensación del ayer que seguramente dista mucho de lo que en su día vivimos. No obstante; y como consecuencia de esta situación tan… apabullante que estamos viviendo; sí que me ocurre en los últimos tiempos que echo de menos situaciones, sensaciones, actividades y, sobre todo, a personas que hace solo un año eran parte de mi rutina. “Rutina”: una palabra muy denostada que ahora añoramos (sí, yo también) con todas nuestras fuerzas. La rutina prepandemia, me refiero. Cuando nos abrazábamos, nos besábamos, nos visitábamos y nos reuníamos libremente. Ya ves tú, qué cosa tan simple. Pues resulta que en eso consiste la felicidad. Al menos para mí, que siempre he sido tan jodidamente sociable.

Pues eso, que en este tiempo; y sin dramatismos; a veces me asalta la nostalgia por esa época feliz (más feliz de lo que podíamos valorar, creo yo) en que salíamos a la calle sin que la mascarilla nos ocultase la sonrisa. De eso tiempos (no tan lejanos, en realidad) echo en falta, como digo, muchas cosas. Pero hoy me voy a referir a una en concreto. Vale, no es exactamente una “cosa”, pero como “burto” lo mismo pasa. Esto es cachondeo, obviamente. Ella lo entenderá a la perfección, porque a guasona no le gana nadie. Esa es una de sus grandes virtudes; no la menor. Y tiene muchas, puedo atestiguarlo.

De los pocos legados positivos que me dejó mi anterior “relación sentimental” (qué cursilada de expresión, me superencanta), sin duda el más importante es mi reencuentro con Helena (sí, con “hache”. Lo escribo así porque si no ella se mosquea, y puede ser muy suya cuando se pone brava. Ejem…). En realidad, más que un reencuentro fue un encuentro, sin prefijos, porque Helena y yo, aunque nos criamos en el mismo espacio y en el mismo tiempo (aproximadamente) jamás tuvimos relación hasta hace muy pocos años. También es cierto (siento decirlo, es así: las cosas, por su nombre) que ella es sensiblemente más vieja que yo (y más alta, vale), y la diferencia de edad marcó tempos distintos en nuestros respectivos desarrollos, por lo que la infancia y la juventud las pasamos en universos paralelos. Ella era la hija menor de “los vascos”, apodo con el que en el vecindario conocíamos a su familia. No era un mote muy imaginativo, ya que su segundo apellido (Solaberrieta) delata muy a las claras el origen de gran parte de su casta. En fin: que cuando ella era adolescente yo aún andaba en pantalones cortos (sin cachondeos), por lo que la distancia etánea (esto creo que es un palabro, pero tiene todo el sentido) se impuso a la geográfica. Luego, además, nuestras existencias tomaron senderos absolutamente dispares, y se puede decir que transitamos caminos vitales muy distintos (por no decir opuestos). Durante muchos años sólo sabía de ella por referencias lejanas de los vecinos. Hasta que, de pronto, establecido yo ya en Sevilla desde hacía años, mi madre empezó a hablarme con frecuencia de ella. “Que si Helena esto, que si Helena aquello; que si lo que quiere a su hija, que si lo simpática que es, blablablabla...”. Yo escuchaba todo aquello entre indiferente y sorprendido, porque no podía comprender esa afinidad entre mi madre y una mujer con la que (pensaba yo) no tenía nada en común. Estaba equivocado, obviamente: pero eso lo descubrí más tarde.

Tras muchos años en los que nuestra relación se limitó a cordiales saludos en las escasísimas ocasiones de cruzarnos en Los Olivos; de pronto, un mediodía, y por iniciativa de mi exnovio y de Rosita (magnífica ella en todo su cubanismo), Helena y yo nos vimos frente a frente con una cerveza en la mano. Cierto que la cerveza une mucho, esto nadie lo puede dudar. Pero obviamente hubo algo más: una especie de conexión muy directa, muy fácil; la comunicación de dos personas que se descubren de pronto tras toda una vida de no verse mutuamente. Fue claramente un flechazo (al menos, para mí); y ya a partir de ahí nos ocurrió como a los borrachos con el inglés: todo fluía. Cada vez que bajaba a Málaga, Helena y yo nos buscábamos, por el simple gusto de pasar un tiempo juntos. Ahora que lo pienso, nuestra amistad se forjó sobre pilares tela de sólidos: el cariño desinteresado; la comunicación, tan sencilla (en el mejor sentido de la expresión); nuestras comunes ganas de disfrutar, y de reírnos; la confianza, claro; la admiración (de esto hablaré un poco más abajo); y sobre todo una forma inesperadamente similar de ver la vida, porque ambos (a pesar de lo que a veces pueda parecer, en mi caso) pensamos que las cosas son en realidad muy fáciles. Desde luego, mi amor por ella lo es. Facilísimo. La quiero con todo mi corazón.

Ya lo precisé más arriba: nuestras biografías han sido diría que hasta opuestas, en muchos sentidos; y es precioso comprobar que eso, en vez de ser un obstáculo para nuestro amor, resulta muy enriquecedor. Cómo, tras experiencias vitales tan dispares, hemos llegado a confluir en un espacio emocional tan similar es un misterio que tendrá que resolver Iker Jiménez (su gran ídolo, por otra parte). Ya sabéis lo importante que es para mí admirar a las personas para quererlas (sin lo uno difícilmente llega lo otro). A Helena la admiro muchísimo. Pero muchísimo, por muchas razones… y aquí diré solo algunas: su coraje; su disciplina; su capacidad para reconocer los salvavidas que el destino le ha puesto delante, aferrarse a ellos y salir a flote; y para reinventarse después… o quizá reencontrarse (ella sí) con la Helena que siempre fue, a pesar de muchas circunstancias; la admiro por la limpieza e inteligencia con las que mira su pasado; por su lealtad, a prueba de tsunamis; su criterio, libre de prejuicios; su incapacidad para juzgar a los demás; su ternura (sí, la tiene a raudales, aunque a veces quede eclipsada por sus arranques de genio, que son también magníficamente suyos), su bonhomía, su empatía y su ENORME capacidad de amar. Tengo la indescriptible fortuna de poder llamarme su amigo (y hasta su esposo, que vale todavía más, en nuestro caso), algo de lo que pocos podemos presumir, porque ella es muy selectiva a la hora de entregar el corazón. Sus razones tiene, desde luego.

Como me ha ocurrido en homenajes anteriores, podría desgranar un montón de situaciones que ilustran lo bella y radiante que es nuestra amistad. Son innumerables, y casi todas llevan aliño de champán barato, cerveza, muchas risas y absoluta complicidad. No hay tiempo ni espacio en este blog para desglosar tantísimos momentos felizmente compartidos (y los que vendrán, claro). Pero, por destacar algo, me quedo hoy con nuestras noches en Tailandia. Cuando atravesaba yo uno de los peores momentos de mi vida, el abrazo de Helena; su generosidad, acompañándome en aquellas borracheras tan tragicómicas; su aliento, sus consejos y su simple presencia, tan risueña, hasta en mi misma cama, me salvaron la vida. Lo digo así, con todas las letras, porque todo eso me ayudó a tomar determinadas decisiones, dar un golpe de timón y ser el Javi que hoy soy. Mucho mejor que el de entonces… dónde va a parar. El amor de Helena me ha transformado. Y eso es decir mucho.

Ahora que no puedo ir a Málaga, echo de menos a Helena, aunque hablamos todas las mañanas por teléfono, al grito de “Guarraaaaaa”, que es el amoroso apelativo que mutuamente nos dedicamos. A ver si pasa el puto coronavirus este y podemos abrazarnos con frecuencia, porque sin su abrazo, algunos días, siento que me falta el aliento. Y no está la cosa como para pedir respiradores.

NOTA FINAL: Que dos personas con biografías absolutamente disímiles se encuentren, se acepten, se complementen, se admiren y se amen es un regalo de la vida que merece la pena aprovechar. El que la lleva la entiende…