jueves, 4 de febrero de 2021

GuaRRRRRRRRRaaaaaaa

 



Sé que suelo resultar reiterativo, pero hoy comenzaré de nuevo la actualización recordando algo que ya dije en anteriores ocasiones: la nostalgia no me va. Eso de regodearse (ya, vale que es una expresión intencionadamente negativa, pero la uso aquí con toda la mala leche) en épocas pasadas es un ejercicio que raramente practico. Entre otras cosas, porque no soy de los que opinan que cualquier tiempo pasado fue mejor. La memoria deforma los recuerdos, los funde y los confunde, para mostrarnos una sensación del ayer que seguramente dista mucho de lo que en su día vivimos. No obstante; y como consecuencia de esta situación tan… apabullante que estamos viviendo; sí que me ocurre en los últimos tiempos que echo de menos situaciones, sensaciones, actividades y, sobre todo, a personas que hace solo un año eran parte de mi rutina. “Rutina”: una palabra muy denostada que ahora añoramos (sí, yo también) con todas nuestras fuerzas. La rutina prepandemia, me refiero. Cuando nos abrazábamos, nos besábamos, nos visitábamos y nos reuníamos libremente. Ya ves tú, qué cosa tan simple. Pues resulta que en eso consiste la felicidad. Al menos para mí, que siempre he sido tan jodidamente sociable.

Pues eso, que en este tiempo; y sin dramatismos; a veces me asalta la nostalgia por esa época feliz (más feliz de lo que podíamos valorar, creo yo) en que salíamos a la calle sin que la mascarilla nos ocultase la sonrisa. De eso tiempos (no tan lejanos, en realidad) echo en falta, como digo, muchas cosas. Pero hoy me voy a referir a una en concreto. Vale, no es exactamente una “cosa”, pero como “burto” lo mismo pasa. Esto es cachondeo, obviamente. Ella lo entenderá a la perfección, porque a guasona no le gana nadie. Esa es una de sus grandes virtudes; no la menor. Y tiene muchas, puedo atestiguarlo.

De los pocos legados positivos que me dejó mi anterior “relación sentimental” (qué cursilada de expresión, me superencanta), sin duda el más importante es mi reencuentro con Helena (sí, con “hache”. Lo escribo así porque si no ella se mosquea, y puede ser muy suya cuando se pone brava. Ejem…). En realidad, más que un reencuentro fue un encuentro, sin prefijos, porque Helena y yo, aunque nos criamos en el mismo espacio y en el mismo tiempo (aproximadamente) jamás tuvimos relación hasta hace muy pocos años. También es cierto (siento decirlo, es así: las cosas, por su nombre) que ella es sensiblemente más vieja que yo (y más alta, vale), y la diferencia de edad marcó tempos distintos en nuestros respectivos desarrollos, por lo que la infancia y la juventud las pasamos en universos paralelos. Ella era la hija menor de “los vascos”, apodo con el que en el vecindario conocíamos a su familia. No era un mote muy imaginativo, ya que su segundo apellido (Solaberrieta) delata muy a las claras el origen de gran parte de su casta. En fin: que cuando ella era adolescente yo aún andaba en pantalones cortos (sin cachondeos), por lo que la distancia etánea (esto creo que es un palabro, pero tiene todo el sentido) se impuso a la geográfica. Luego, además, nuestras existencias tomaron senderos absolutamente dispares, y se puede decir que transitamos caminos vitales muy distintos (por no decir opuestos). Durante muchos años sólo sabía de ella por referencias lejanas de los vecinos. Hasta que, de pronto, establecido yo ya en Sevilla desde hacía años, mi madre empezó a hablarme con frecuencia de ella. “Que si Helena esto, que si Helena aquello; que si lo que quiere a su hija, que si lo simpática que es, blablablabla...”. Yo escuchaba todo aquello entre indiferente y sorprendido, porque no podía comprender esa afinidad entre mi madre y una mujer con la que (pensaba yo) no tenía nada en común. Estaba equivocado, obviamente: pero eso lo descubrí más tarde.

Tras muchos años en los que nuestra relación se limitó a cordiales saludos en las escasísimas ocasiones de cruzarnos en Los Olivos; de pronto, un mediodía, y por iniciativa de mi exnovio y de Rosita (magnífica ella en todo su cubanismo), Helena y yo nos vimos frente a frente con una cerveza en la mano. Cierto que la cerveza une mucho, esto nadie lo puede dudar. Pero obviamente hubo algo más: una especie de conexión muy directa, muy fácil; la comunicación de dos personas que se descubren de pronto tras toda una vida de no verse mutuamente. Fue claramente un flechazo (al menos, para mí); y ya a partir de ahí nos ocurrió como a los borrachos con el inglés: todo fluía. Cada vez que bajaba a Málaga, Helena y yo nos buscábamos, por el simple gusto de pasar un tiempo juntos. Ahora que lo pienso, nuestra amistad se forjó sobre pilares tela de sólidos: el cariño desinteresado; la comunicación, tan sencilla (en el mejor sentido de la expresión); nuestras comunes ganas de disfrutar, y de reírnos; la confianza, claro; la admiración (de esto hablaré un poco más abajo); y sobre todo una forma inesperadamente similar de ver la vida, porque ambos (a pesar de lo que a veces pueda parecer, en mi caso) pensamos que las cosas son en realidad muy fáciles. Desde luego, mi amor por ella lo es. Facilísimo. La quiero con todo mi corazón.

Ya lo precisé más arriba: nuestras biografías han sido diría que hasta opuestas, en muchos sentidos; y es precioso comprobar que eso, en vez de ser un obstáculo para nuestro amor, resulta muy enriquecedor. Cómo, tras experiencias vitales tan dispares, hemos llegado a confluir en un espacio emocional tan similar es un misterio que tendrá que resolver Iker Jiménez (su gran ídolo, por otra parte). Ya sabéis lo importante que es para mí admirar a las personas para quererlas (sin lo uno difícilmente llega lo otro). A Helena la admiro muchísimo. Pero muchísimo, por muchas razones… y aquí diré solo algunas: su coraje; su disciplina; su capacidad para reconocer los salvavidas que el destino le ha puesto delante, aferrarse a ellos y salir a flote; y para reinventarse después… o quizá reencontrarse (ella sí) con la Helena que siempre fue, a pesar de muchas circunstancias; la admiro por la limpieza e inteligencia con las que mira su pasado; por su lealtad, a prueba de tsunamis; su criterio, libre de prejuicios; su incapacidad para juzgar a los demás; su ternura (sí, la tiene a raudales, aunque a veces quede eclipsada por sus arranques de genio, que son también magníficamente suyos), su bonhomía, su empatía y su ENORME capacidad de amar. Tengo la indescriptible fortuna de poder llamarme su amigo (y hasta su esposo, que vale todavía más, en nuestro caso), algo de lo que pocos podemos presumir, porque ella es muy selectiva a la hora de entregar el corazón. Sus razones tiene, desde luego.

Como me ha ocurrido en homenajes anteriores, podría desgranar un montón de situaciones que ilustran lo bella y radiante que es nuestra amistad. Son innumerables, y casi todas llevan aliño de champán barato, cerveza, muchas risas y absoluta complicidad. No hay tiempo ni espacio en este blog para desglosar tantísimos momentos felizmente compartidos (y los que vendrán, claro). Pero, por destacar algo, me quedo hoy con nuestras noches en Tailandia. Cuando atravesaba yo uno de los peores momentos de mi vida, el abrazo de Helena; su generosidad, acompañándome en aquellas borracheras tan tragicómicas; su aliento, sus consejos y su simple presencia, tan risueña, hasta en mi misma cama, me salvaron la vida. Lo digo así, con todas las letras, porque todo eso me ayudó a tomar determinadas decisiones, dar un golpe de timón y ser el Javi que hoy soy. Mucho mejor que el de entonces… dónde va a parar. El amor de Helena me ha transformado. Y eso es decir mucho.

Ahora que no puedo ir a Málaga, echo de menos a Helena, aunque hablamos todas las mañanas por teléfono, al grito de “Guarraaaaaa”, que es el amoroso apelativo que mutuamente nos dedicamos. A ver si pasa el puto coronavirus este y podemos abrazarnos con frecuencia, porque sin su abrazo, algunos días, siento que me falta el aliento. Y no está la cosa como para pedir respiradores.

NOTA FINAL: Que dos personas con biografías absolutamente disímiles se encuentren, se acepten, se complementen, se admiren y se amen es un regalo de la vida que merece la pena aprovechar. El que la lleva la entiende…  



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