viernes, 21 de marzo de 2014

Estereotipadamente


Lo he pensado muchas veces: ¿qué ocurre primero, la realidad o el estereotipo que define determinadas realidades? Esto me lo he preguntado, concretamente, acerca del estereotipo gay; y supongo que mi reflexión al respecto puede hacerse extensiva a otros ámbitos de la sociedad humana. Porque, efectivamente, los estereotipos funcionan. De forma más o menos intensa en cada individuo; de manera parcial, a veces; y muy intensa, en otras ocasiones. Pero funcionan. Y comprobarlo, más aún cuando me afectan a mí mismo, no deja de sorprenderme.

A ver: ser maricón consiste básicamente en que te gusten seres humanos de tu mismo sexo. Que te atraigan sexualmente; y quieras establecer con ellos determinados lazos emocionales que identificamos con el concepto de “amor romántico” (esto me ha quedado un poco antiguo; quizá tenga que revisarlo, pero no en esta actualización, que ya tiene bastante miga). Eso define al homosexual: ni más, ni menos. Así, a priori, no tengo por qué identificarme con el resto de maricas del mundo más allá de esa afición tan concreta por confraternizar (ejem) con individuos del sexo masculino. Y aun así, a menudo descubro en mí comportamientos, intereses o simples gustos que repiten otros cientos de miles de maricas; es decir, descubro que respondo al estereotipo. Porque sí: existe un estereotipo homosexual; o varios estereotipos, mejor dicho. Están ahí, y son (somos) muchos los que repetimos ese patrón. ¿Cómo se explica? Pues eso es lo que yo digo: por qué y para qué. 

Lo reconozco: me gusta Rafaella Carrá; veo competiciones de gimnasia rítmica; puedo tararear de memoria las canciones de diversos musicales; he ido a un concierto de Madonna; me considero un tipo “sensible”, y también presumido; y sí, vale, vamos a decirlo todo: la banda sonora de “Yentl” me hace estremecer. Osea que, en muchos sentidos, soy un marica de libro: de sacarme en plan alegórico en la carroza más grande de la cabalgata del orgullo, como paradigma del gay español. ¿Cómo he desarrollado yo esas actitudes y aficiones tan tremendamente mariconas? Pues no lo sé, mireuhté. Pero las tengo; son mías. Y además, no me avergüenzo de ellas. Porque ya dije en varias ocasiones que, a estas bajuras de mi vida, procuro no avergonzarme ni de mis gustos ni de mis disgustos, por muy extravagantes o idiotas o frívolos que puedan parecerle a algunos. Y en esos “algunos” incluyo a ese peculiar espécimen de marica que reniega apasionadamente del estereotipo, con tonito de desprecio además, pretendiendo quizá separarse del resto; distinguirse, descollar, sobresalir; o con un afán pelín sospechoso por dejar clara su “masculinidad”. Como si la masculinidad tuviera que ver con rascarse los huevos mientras se bebe cerveza durante un combate de Tyson. Hay que joderse...

Pues eso, que yo, en ciertos sentidos, respondo al estereotipo gay; y muchos otros maricas que conozco, también (iba a decir “la mayoría”; o directamente “todos”, pero me voy a cortar, no sea que haya un sociólogo entre mis lectores y me afee la imprecisión). ¿Por qué? ¿Es que los maricones llevamos tatuado en los genes el “explotaexplotamexpló? ¿Quizá sonaba un concierto de Barbra Streisand en el momento de nuestra concepción? Ahí dejo ambas preguntas, por si hay algún grupo de estudio de la Universidad de Massatchusstes (un poné) que quiera abordar la materia desde una perspectiva científica. Quizá, en realidad, a mí no me interesaban todas esas cosas a pripri; pero he ido cogiéndoles el gusto a base de juntarme con otros gays ya previamente infectados del “virus rosa”. Por lo de buscar una identificación social, sentir que pertenezco a una tribu y todas esas milongas. Mmmmm... No lo creo, la verdad. Que conste que soy perfectamente capaz de darle la vuelta a mi personalidad con tal de sentirme aceptado; y que, a la hora de arrastrarme a cambio de aprobación, no me gana nadie, independientemente de su orientación sexual; pero es que yo no he tenido demasiado contacto con “el ambiente gay” (salvo que incluyamos a varias amigas mías en el concepto de “marica”, cosa nada descabellada, por otra parte). Vamos, que no, que no me convence: descarto la teoría del contagio, al menos como única explicación.

Así que ahí sigo, atribulado por esta duda existencial: si el origen no es biológico; ni las he adquirido por imitación... ¿de dónde salen todas esas actitudes? ¿Qué fue primero, el marica o el estereotipo de marica? ¿por qué señor, por qué, a tantos gays les gustan Fangoria, la ópera, el ballet, Eurovisión, Mónica Naranjo, La Semana Santa o las películas de Almodóvar? (por poner ejemplos definitorios de distintos subgrupos dentro del estereotipo) Pues vaya usted a saber. Si alguien tiene la respuesta, que me la diga, porfaplís. Porque con este sinvivir no sé yo si podré disfrutar del fin de semana. Procuraré hacerlo, eso sí: ¡que ha llegado la primavera!

miércoles, 12 de marzo de 2014

Polvo eres


De pequeñito me enseñaron que está muy feo eso de ser “aprendiz de mucho, maestro de nada”. Y claro, yo me lo creí. Tratando de ser “maestro” en diversas actividades he cosechado algunos éxitos y muchas frustraciones. Y, sobre todo, me he perdido – o, mejor dicho, he dejado de disfrutar- muchas experiencias potencialmente interesantes. Porque, aunque parezca mentira, mis habilidades son limitadas; y hay algunos ámbitos en que mi destreza (o mi carencia de ella) me impide llegar a la maestría. Esos terrenos en los que, por incapacidad natural, no me muestro directamente brillante, me han dado siempre bastante repelús, e incluso generan rechazo en mí. Porque ahí no puedo yo sobresalir; y, en consonancia con lo que me enseñaron, pues mejor dedicarme a otras actividades. Taras de una educación tan bienintencionada como limitadora. Como de algunos otros defectos de fábrica, me estoy intentando quitar.

Ahora pienso (y quiero sentir) que en realidad lo del aprendizaje produce muchas más satisfacciones que la maestría. Todo ese rollo de disfrutar del camino y tal. Sin pretensiones; sin querer resultar excelente y magnífico y admirable. Puede sonar PaoloCoelhista – seguramente lo es-, pero funciona. Y en esa vía de experimentación, me he metido en el mundo de la cerámica. Por probar algo distinto; por verme haciendo algo inútil, algo poco intelectual; y, quizá, por encontrar el placer de lo imperfecto, de lo accesorio, de aquello para lo que no estoy especialmente dotado. Además, como es un taller del distrito casco histórico, me cuesta sólo veinte euritos al año. Un chollazo, mireuhté. Tan ricamente.

Qué desconcierto el primer día; qué desaosiego, allí, rodeado de gente que ya había trabajado con barro y sabía lo que se traía entre manos. Miraba a mi alrededor acobardadito perdido, pensando que mi decisión me iba a generar más ansiedad que disfrute. Porque yo jamás le había metido mano a una pella de arcilla, más allá de las lejanas clases de plástica de la E.G.B. Y lo hice con escasa fortuna, la verdad. Aun así, me quedé en el taller; y cogí un molde para cuencos y me lie a amasar el barro. Y me sentí muy bien, en contacto con ese materia tan pedestre y tan terrícola y tan auténtica. Hoy, tras varios meses de práctica, entiendo que mi intuición me llevó por el camino correcto. Por diversas razones.

Es que lo de la cerámica tiene su trasunto emocional, y ciertos paralelismos metafóricos (quizá un poco rebuscados, vale; pero soy así de retorcido para mis cosas) con sensaciones, ideas y actitudes que ahora mismo me interesa desarrollar. Para empezar, y aunque sea una obviedad, el barro mancha; pringa, ensucia, muy felizmente. Eso me encanta, porque en esta vida tan aséptica que a veces llevamos se echa de menos un poco de guarreo. Al fin y al cabo eso es lo que somos, ¿no? Sudor, fibras, linfa, sangre, esperma, saliva... aunque continuamente tratemos de disimular nuestros olores y nuestros fluidos, en esta ¿cultura? tan escrupulosa que nos ha tocado en gracia. Entrar en contacto con la materia elemental, acuosa y blandurria y pringosa, me pone en contacto con la tierra y con algo muy esencial que resulta difícil de definir. Notar las texturas; sentir el barro cálido o frío que resbala entre mis dedos; apreciar la dureza, la distinta calidad de cada pella; incluso el aroma terroso de la arcilla... No sé, son sensaciones muy primarias que me conectan con lo atávico, sin misticismos. Muy a lo natural; muy “tal y como lo siento, lo vivo”. Me gusta ese pringacheo chapoteante e infantil. Disfruto mucho ensuciándome; sólo por eso ya merece la pena la experiencia. Ya ves tú, qué cosa tan irracional. Y me ayuda.

La cerámica también evoca en mí el atractivo de lo imprevisible, de lo sorprendente; de lo que escapa a mi control. Porque cuando me enfrento al barro; ya sea con una idea preconcebida o dejándome llevar por alguna musa más o menos bienintencionada; pretendo dominarlo; juego a hacer con él lo que yo quiero, para obtener cierto resultado práctico, o bello, u original. Pero la arcilla, que tiene un carácter muy caprichoso, suele imponer su propia ley; y al final el resultado difiere bastante de lo que yo, en mi calenturienta mente inquieta, había imaginado. Además, la pieza cambia mucho cuando la metes en el horno; y los esmaltes (esos pigmentos tan misteriosos, que experimentan una metamorfosis brutal con las altas temperaturas) sólo muestran su verdadero esplendor (o su fealdad) al salir de la cámara de calor. Vamos, que hasta el final del proceso no tienes ni puta idea de cómo quedará la pieza; ni siquiera hay certeza de que vaya a sobrevivir, porque en diversos momentos existe un alto riesgo de que ese plato tan imaginativo, al que has dedicado horas de mimo durante dos o tres semanas, se agriete por diversos puntos y acabe en el cubo de la basura. Suena frustrante, pero en realidad lo veo aleccionador. Porque así es la vida real: fugaz, insospechada, azarosa. Comprobarlo en un ámbito tan inofensivo como éste tiene, pienso yo, un alto componente terapéutico. Seguro que un psicoanalista argentino sacaba de este comentario años y años de terapia. Y yo me las avío con un poco de barro... qué baratito me sale.

Podría dedicar muchas más líneas a describir por qué lo de la cerámica me entusiasma tanto, y para qué me sirve, más allá de para pasar el rato. Pero mejor lo dejo ya, que no quiero agotar (aún más) la paciencia de mis sufridos lectores. Sólo diré que, de una manera un poco arcana, trabajar el barro nos pone en comunicación con nuestra mismidad más íntima. Porque, al fin y al cabo, no somos nada más que polvo de estrellas. O nada menos, en realidad.