viernes, 27 de noviembre de 2020

MieDo

 


Ya, ya lo sé. Llevo mucho tiempo sin escribir. Mis selectos (y fieles) lectores ya sabéis que puedo ser muy veleidoso en esto de ponerme delante del teclado. Cuando mi silencio se prolonga, suele haber una razón. O varias. En ocasiones, ocurre que estoy viviendo con tanta intensidad (sí, a estas alturas, para qué negarlo: soy más intenso que la Pantoja en el polígrafo) que no encuentro ocasión propicia para detenerme a reflexionar así, letra por letra. Otras veces es que simplemente no quiero escribir. No me apetece. Así ha ocurrido en este periodo de varios meses que ha transcurrido desde mi última actualización. Inopinadamente, la pandemia y sus derivaciones no me han parecido un buen asunto para esta especie de diaro intermitentemente voy componiendo. Por eso no voy a escribir sobre ella… aunque curiosamente mi leit motiv de hoy tiene mucha relación con ese asunto. Yo lo abordo desde otra perspectiva, más íntima y personal; pero igual me sale alguna metáfora coronavírica. Ya se verá, ahora no puedo saberlo, porque aún no tengo muy claro a dónde llegará este texto tan madrugador. Al grano, Javi, que te lías más que Leticia Sabater resolviendo un logaritmo: hoy quiero hablar del miedo… y de su enorme poder paralizante. De su zarpa, de su potencia destructora…. Y del alto precio que podemos llegar a pagar si no sabemos manejarlo bien. Tarea difícil, en ciertas ocasiones, y a determinados niveles. Al menos, para mí.

En muchos sentidos, pienso que soy (ya lo he comentado en alguna actualización anterior) el resumen de muchas experiencias. Positivas (las más) y negativas (las más ruidosas). Unas y otras han dejado su poso en mi corazón, me han dado herramientas para enfrentarme a la vida. Y me han dejado lastres, claro; materializados en complejos, inseguridades, pantallas defensivas y fosos sin puente levadizo. Por fortuna, estoy rodeado de gente magnífica que me abraza en mis miserias (tampoco son tantas, oye… no nos pongamos dramáticos); y se arma con pértigas para pasar por encima de mis murallas en las escasas ocasiones en que las alzo frente a mí. En realidad, quienes están a mi lado (seguramente tú eres una de esas criaturitas, tan necesarias) necesitan, más que un ejército para derribar mis defensas (que no son muchas, en realidad; voy por la vida con el pecho bastante descubierto); necesitan, digo, altas dosis de paciencia con que manejar mis ausencias. Porque en ocasiones (no muy felices), el Javi que aman desaparece, se agazapa y calla. O echa mano del cinismo y la indolencia en un absurdo ejercicio de distanciamiento. ¿Qué hay detrás de esas actitudes mías? No hay que ser Jessica Flecher para saberlo: miedo. Miedo al rechazo; miedo a no ser suficientemente bueno; miedo al abandono, al desamor o al desprecio. Todos esos miedos, bien agitados en la coctelera de mi frenético intelecto y mi frágil corazón, aliñados con unas gotas de ansiedad, completan un cóctel tela de ponzoñoso. Cuando el miedo me arrastra puedo llegar a ser un Javi completamente irreconocible. Y eso, oigauhté, es un soberano mojón.

En estos meses tan atribulados para todos estoy viviendo experiencias intensas, que me están descubriendo bastantes cosas de mí mismo. Algunas en realidad ya las sabía, me acompañan de siempre, pero se han hecho más presentes: la fortaleza de ánimo; la afortunada conexión con gente a la que admiro y amo; la aptitud para la adaptación, incluso en situaciones desfavorables; y la capacidad de enamorarme, así, a calzón quitado. Bueno, no. Esto último lo voy a modificar. Lo que he descubierto es que mantengo inédita la capacidad de enamorarme… pero lo de hacerlo a calzón quitao ya es otro cantar.

Quienes me conocen bien saben que vengo de atravesar determinados páramos sentimentales no especialmente saludables (por decirlo de manera suave). Pensaba yo que estaba muy curado de las heridas que esas travesías me dejaron en el alma. Lo creía firmemente, la verdad, porque es una etapa de mi vida que quedó hace ya tiempo definitivamente atrás. Pero no, mireuhté: resulta que no estoy tan sanado, ni tan limpio. Los miedos y las soledades de antaño se hacen presentes hogaño… y hay días en que (a pesar de mi enorme disciplina) no los puedo controlar. Son superiores a mí, me arrastran, sin yo siquiera darme cuenta. Descubrir esto me jode tela. Pero tela, tela. Y a pesar de eso, hay veces en que me veo a mí mismo deslizándome sin freno a ese precipicio que, en realidad, me es completamente ajeno: la desconfianza; el recelo; la inseguridad; la cautela, el ocultamiento, la ansiedad. Yo no soy así. No quiero ser así. Por eso, prometo solemnemente que pondré en juego todas mis herramientas para solventarlo. Y, como en el fondo soy un optimista redomado, espero conseguirlo.

En este camino personal mío (inesperado, como digo; creativo y al mismo tiempo un poco tortuoso), influyen por supuesto determinadas actitudes ajenas. Influyen positiva y negativamente, dependiendo del momento… y de la actitud. Algunas me ayudan (a veces, a pesar de mis reticencias) a liberarme de determinadas cadenas; y otras alimentan mis inseguridades. Necesito muchas dosis de comprensión: ser escuchado, y amado, y deseado, y respetado. Ahora que lo veo escrito… no creo que sean necesidades muy extravagantes. Igual tú, que estás leyendo esto, tienes los mismos anhelos. Probablemente sea así, porque, como ya he dicho otras veces, los seres humanos somos tela de parecidos. Y ya está. 

PD: En la foto, como me siento. Deseando alzar el vuelo.