Leí
hace cierto tiempo en la prensa un artículo que hablaba de la
epistocracia. Me llamó la atención, porque – con muchos matices-
resumía varias ideas que llevo años macerando en mi pequeño (y
limitado) cerebro. Según he visto bicheando por esa fuente de
sabiduría universal que es San Google, lo de la epistocracia (que
es, por otra parte, una idea muy antigua) se está poniendo de moda a
cuenta de los últimos (y no por legítimos, menos espeluznantes)
resultados electorales around the world. Los del Brexit, Donald Trump
y tal y cual. Me sorprende bastante que los demócratas de pro (entre
los que, como saben mis conocidos, no me cuento) se escandalicen de
pronto de cómo funciona nuestro sistema político: ahora se tiran de
las rastas y empiezan a cuestionar la fórmula de recuento de votos,
las ponderaciones que se aplican en las elecciones, la ley D’Hondt y
otras cuestiones por el estilo. Cuando ganaba Obama a muchos les
parecía todo muy guay. Pues no, mirehusté, no era tan guay. Ni
entonces, ni ahora. Y aunque esta frase queda muy fea, la voy a poner
por escrito, a despecho de los bienpensantes: “todo esto ya lo
venía diciendo yo”. Que la democracia (al menos, estas democracias
occidentales) es un verdadero mojón; o un engañabobos; o una
milonga. O todo eso junto al mismo tiempo.
Ya, ya sé que ahora viene
eso de “la democracia es el menos malo de todos los sistemas
posibles”. Esto dicho así, y repetido hasta la saciedad como un
mantra idiotizante, sirve para justificar cualquier tipo de desmán
político, social, moral o ideológico. Habría mucho que discutir al
respecto, pero esta mañana gris de primavera no quiero yo meterme en
semejante berenjenal. Sólo me apetece apuntar un par de ideítas
(sandeces serán, para muchos; pero al disponer de dedos, teclado y
conexión a internet, como tantos otros idiotas, pues las publico
porque me da la realísima gana) en torno a eso de la “epistocracia”.
Que es algo así como el despotismo ilustrado, pero con matices; o
una especie de democracia releída, revisada y sometida a cierto
sentido crítico. Es lo menos que se despacha, ¿no? Un poco de
espíritu crítico para rebajar algunos grados tantísima
autocomplacencia y onanismo de los neoprogres que en el mundo son.
Ea, ya está, ya he lanzado dos o tres improperios: haciendo
amiguitos, para variar. Que nadie se dé por aludido. O sí.
Grosso (muy grosso)
modo, la epistocracia parte de la idea de que no todos debemos
tener derecho al voto. Bueno, esto así dicho suena muy bestia, pero
es por resumir. En realidad, subyace la certeza de que no todo el
mundo vota desde el conocimiento y la responsabilidad. Y, claro,
cuando el votante resulta ineducado, irresponsable o directamente
necio… pues pasa lo que pasa. Que Jesús Gil (Dios lo tenga en su
oronda Gloria) se convierte en alcalde de Marbella, por ejemplo.
¿Cómo se arregla esto? Pues admitiendo que las bondades del
sufragio universal son una falacia. El hecho de que mi voto valga lo
mismo que el de José Luis Sampedro, por citar a uno de mis ídolos
más venerados, me da auténtica vergüenza. Por lo pequeño que me
veo ante el espejo de semejante estatura espiritual y moral. Al mismo
tiempo, que el rumbo de la sociedad lo dibujen (a través de las
urnas) los hooligans que el otro día se pasaron cuatro pueblos (por
decirlo de una forma suave) en la Plaza Mayor de Madrid… pues me da
bastante miedo. Y explica muchas cosas. El que defienda que todos los
votos valgan igual, que se atenga a las consecuencias y no se queje
luego. Ahí lo llevas, por hacerte el guay.
Me resulta difícil
desgranar aquí todos mis argumentos en contra de la democracia (o,
por matizar, como dije más arriba, de esta democracia a la que tanto
cariño le tienen algunos). Para empezar, hay que ser muy ingenuo
para creer que, de verdad, las decisiones que efectivamente toman
nuestros gobernantes emanan del pueblo. Es más: hay que ser muy
ingenuo para creer que nuestros gobernantes son los que efectivamente
toman las decisiones importantes en este mundo tan retorcido que nos
ha tocado habitar. Pero bueno, por no entrar en más Honduras
(capital, Tegucigalpa); y volviendo a la epistocracia, lo mínimo
para que se despacha es garantizar que el votante sabe lo que está
votando. No digo que se restrinja el derecho al voto a gente con
estudios superiores, o a determinadas elites intelectuales, o a
eruditos de uno u otro pelaje. Simplemente pienso que no estaría mal
que, antes de que un ciudadano cualquiera deposite su papeletita en
la urna (con las enormes consecuencias que, teóricamente, ese gesto
conlleva); la sociedad cuente con algún tipo de garantía de que esa
papeleta recoge la voluntad formada de quien la ha elegido entre
otras muchas opciones. Ojo, que aquí lo importante es el adjetivo
especificativo “FORMADA”. Vamos, que el fulano que vota sepa, por
lo menos, qué leches está votando. ¡Qué menos que eso, digo yo!
Un examencito previo para demostrar su conocimiento mínimo de los
distintos programas electorales en liza podría resultar muy útil.
Claro, que para eso los programas electorales tendrían que servir
para algo más que para rellenar papeles a expuertas. Si es que al
final el iluso soy yo. En fin…
Para terminar de tocar los
cataplines, quiero subrayar que toda esta paja mental surge de otra
idea más profunda, y, seguramente, aún más políticamente
incorrecta. No, señores, no, no todos y todas somos iguales. Ni
física, ni intelectual, ni emocional, ni moralmente. Negar esa
realidad me parece un ejercicio de cinismo tremendo. Y aceptarla, en
cambio, lo mismo nos ayudaba a construir una sociedad mejor (sea
“mejor” lo que quiera que sea).
Todo esto, de pronto, me ha
recordado una canción muy certera de “Avenue Q”, el musical cuya
banda sonora llena de sonidos y mensajes mis paseos en los últimos
meses. Hay que estar muy pendientes de la letra.
Vaya telita de
actualización. Caótica y farragosa a partes iguales. Será la
falta de costumbre, digo yo. O que me meto en más líos que Leticia
Sabater en Supervivientes. O en cualquier sitio, vaya.