miércoles, 12 de mayo de 2021

El pODeR dE La PAlaBrA



 Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”

Qué, cómo sus habéis quedao. Comienzo la actualización de hoy con un cacho de latinajo, no porque pretenda quedar de pedante (que puedo serlo, y bastante), sino porque esta cita de “El nombre de la rosa” evoca a la perfección lo que quiero vomitar sobre el papel. Umberto Eco lo resumió muy bien, en una sola frase (bueno… después de esa frase vinieron tropecientas páginas, así que lo mismo el sinóptico es el menda). Me temo que yo pretendo desarrollarlo, con respecto de determinadas actualidades que laceran mis meninges y asaetean mis sueños (vale, es exageradamente dramático, ¿pero a que queda guay?). Estoy de bastante mala leche, lo advierto. Allá vamos.

Sin entrar en digresiones semióticas (que me superencantan, por otra parte, pero creo que es un vicio poco compartido), siempre he creído mucho en el poder de las palabras. Porque lo que vemos, lo que experimentamos, lo que sentimos, pensamos, soñamos o ideamos, sólo podemos expresarlo los seres humanos a través del lenguaje verbal. Cuantos más vocablos manejemos, más sutil y variada será nuestra realidad, en todos los sentidos, ya que lo que no puede ser nombrado, para nosotros, no existe. Un ejemplo: si sólo conozco la palabra “tristeza”, podré acudir únicamente a ella para definir un montón de emociones diferentes (melancolía, pena, angustia, depresión, nostalgia, abatimiento, derrota, consternación,...); así que me estoy perdiendo los sutiles pero trascendentes matices de esas emociones, que no puedo reconocer (porque no les puedo poner nombre), y no puedo experimentar, por mi desconocimiento de tanta variedad de sentimientos.

Si es la lengua la que define la realidad; o viceversa, es un asunto que no voy a abordar aquí. Lingüistas mucho más preparados que yo (de hecho, no soy lingüista, aunque manejo ese blando músculo bucal con sorprendente soltura) han debatido en torno a tan espinoso asunto sin llegar a conclusiones claras. Pero sí quiero reflexionar acerca de cómo nuestra realidad (intelectual, política, social y, por tanto, personal) se ha ido empobreciendo en los últimos años como consecuencia de la pérdida de significado de determinados vocablos. 

Por ir al grano: “libertad”, “democracia”, “igualdad”, “feminismo”, “solidaridad”, “socialismo”, “responsabilidad”, “fascismo”, “terrorismo”, “tolerancia”, “igualdad”. Son todos términos fundamentales para la convivencia y la construcción moral del individuo y las sociedades, pero han sido tan vejados, reinterpretados, pisoteados, manoseados, repetidos, manipulados y distorsionados que ya no significan nada… o, peor aún, pueden significar cualquier cosa. A diario los escuchamos o leemos, reiterados hasta la arcada por gente que dispone de un megáfono para llegar a las masas (cualquier idiota con dedos y un teléfono móvil tiene acceso a una plataforma pública). Ahora que lo pienso, para más inri (olé por mí, expresión arcaica y bella donde las haya!) todos estos vocablos tienen, además, una potentísima carga emocional: cuando se pronuncian (sea quien sea el que lo haga) van directos al hígado esquivando el cerebro, porque, como ya carecen de su identidad semántica original, no pueden ser procesados por el intelecto (que es justo lo que se pretende, que se “sientan” y no se “piensen”). Y así nos van conduciendo como borreguitos, a golpe de slogan: disparando a nuestros instintos más primarios con términos que, en origen, fueron pura abstracción, exclusivo intelecto. ¿Cuál es el efecto de tan planificada (porque estoy seguro de que todo esto responde a un plan, claro) argucia? Está claro: polarizarlo todo, eliminar cualquier tipo de sutileza intelectual y destruir el pensamiento crítico. Porque al grito de “libertad” (o de “fascismo”, o de “igualdad”), quien quiera puede hacer o decir lo que le dé la gana, y pensar lo que más le convenga (a él, o a quien lo convenció). Tan a gusto, oyes, porque para eso lo hace y dice y lo piensa en nombre de la “libertad”, que es lo más importante que existe. No hay más que hablar. Este acto tan vil (y al mismo tiemplo, simplón) de manipulación lo mismo lo perpetra un seguidor de Hitler que un budista con oficina en Times Square (los monjes de los monasterios tibetanos no están en semejantes atropellos, o al menos eso espero). Pero, ¿qué es la “libertad”? ¿En qué consiste? ¿Qué proyección individual y colectiva posee ese concepto? En estos tiempos, ninguna, porque YA NO ES UN CONCEPTO, sino simplemente un lema, una pantomima, una lluvia de lentejuelas. Lo que viene siendo un soberano mojón.

Todo esto, además, resulta enormemente amplificado por internet y las redes sociales. No sólo porque funcionan como enormes altavoces que se encargan de distribuir el mensaje (o, más bien, el “no mensaje”); sino porque, gracias a los famosos algoritmos y demás técnicas cibernéticas, resulta que en el plano virtual acabamos rodeados de personas (y entidades, y medios de comunicación) que comulgan a la perfección con nuestros gustos, inquietudes, formas de pensar y de actuar y de ver la vida. Y que conciben esas palabras vacías (como “libertad”) de la misma forma que nosotros. Son los que nos salen como sugerencias en facebook, instagram y demás foros virtuales. Ellos repiten, como un eco, esos mismos mantras que nosotros hemos asumido, reforzando nuestra sensación de estar en lo correcto. “Sí, es así, llevo razón. Yo sí que sé qué es la libertad y creo en ella. Además, la mayoría de la gente piensa como yo, porque todos mis contactos virtuales van en mi misma línea”. Ea, a solazarse, sumergidos en la extática ambrosía de la autocomplacencia y la mutua masturbación. ¡Yuju, somos los buenos, los bienpensantes, los guays del paraguay! Y todo el que discrepe…. ¡“fascista”, “comunista”, “libertario”, “intolerante”, “terrorista”, “machista”, “discriminador”, “violento”, “radical”!!!. Nada de pensamientos discordantes ni planteamientos que puedan hacer que se tambaleen nuestra certezas mojoneras. Así nos va.

Por terminar de un modo algo más optimista, diré que hay palabras que, por fortuna, mantienen intacta toda su esencia, al menos en mi cerebro y en mi corazón. “Amistad”, “empatía”, “amor”, “esperanza”, “alegría” y “cerveza” son algunas de ellas. Que no las cojan los políticos, Maremíademiarma. Porque si lo hacen, estaremos perdidos (¡y encima, sobrios! Miedito!!!).

FOTO: No tiene nada que ver con el texto. Es simplemente un reclamo. La carne siempre tira mucho.

NOTA: Traducción del latinajo inicial: «De la primigenia rosa solo nos queda el nombre, solo conservamos nombres desnudos». 

miércoles, 5 de mayo de 2021

NepAL


Esta mañana el facebook (que es así de traicionero) me ha recordado que hace 10 años andaba yo por tierras nepalíes. Ver la foto de la plaza de Patán, tan indescriptiblemente bella y conmovedora (al menos lo era, porque hace tiempo ya un terremoto la dejó hecha polvo. Pobres nepalíes, todo les viene encima); ver la foto, digo, me ha removido el alma hasta el punto de ponerme la carne de gallina. Sí, yo soy muy sentío para todo; pero es que, entre la nostalgia que experimento cuando pienso en viajar; y el huracán de sensaciones que el recuerdo de aquel periplo ha provocado en mis meninges, pues ya tengo la mañana echá, emocionalmente hablando. ¿Es eso necesariamente negativo? Pues no lo es, mireuhté. Tiene, como todo, su lado bueno y su lado malo. Y ambos los tengo que abrazar, según parece.

Como digo, uno de los efectos más desoladores que esta mierda de pandemia ha traído a mi existencia es la imposibilidad de realizar viajes. De realizarlos, de planearlos, y de saborearlos tras su consecución, porque las aventuras veraniegas (que son las más distantes y prolongadas que ejecuto… o ejecutaba, hasta el dichoso COVID) ocupan en realidad tres cuartas partes de mi año. Son un impulso que me mantiene ilusionado durante muchos meses, porque suelo viajar por mi cuenta (y riesgo), y me encanta organizar mis expediciones con detalle, paciencia y esmero. Empiezo a recabar información sobre posibles destinos en octubre; decido a dónde ir en diciembre; busco vuelos en enero; los compro en febrero y me dedico a planificar rutas, seleccionar alojamientos, mirar restaurantes, elegir actividades y empaparme de todo lo que ese lugar puede ofrecerme hasta la fecha de despegue, que suele producirse en julio o agosto. Desde hace años, gran parte de mis ilusiones y entusiasmo giran (giraban… ¡mierda!) en torno a esa actividad. Ahora que no puedo realizarla, me siento un poco huérfano de ilusiones. Bastante, en realidad.. Mojones gordos para mi persona. A ver si me inoculan ya la dichosa vacuna (aunque sea marca Bosque Verde) y me pongo otra vez a reventar el skyscanner. Que Buda me oiga.

He tenido la fortuna de conocer varias partes de este mundo tan diverso que habitamos, en periplos que me han regalado sensaciones y emociones y experiencias (éticas y estéticas) de muy diferente jaez. Mi corazón guarda el peculiar sabor de cada viaje, marcado siempre por mi situación emocional del momento; las personas que me acompañaron y aquellas a las que encontré; y la peculiar idiosincrasia (palabra esta que me fascina por su extrema cursilería) del destino elegido. Europa (gran parte de ella); Tailandia, Japón, Egipto, Nueva York, Malasia, Estambul, Indonesia, Vietnam, Camboya, Singapour… Lo que viví en eso destinos, para mi cuerpo se queda. Pero la visita a Nepal, necesariamente, tengo que ponerla aparte. Por diferentes razones… que, obviamente, pienso compartir con vosotros. Sus jodéis, no haber empezado a leer. Ya es sabido que yo no me guardo nada.

Para empezar, Nepal fue mi primera incursión en el continente asiático. Valiente forma de iniciarme, así, a lo bestia, en uno de los países más pobres y subdesarrollados del continente. Por otra parte, hay que decir que iba allí por un motivo que trasciende lo meramente turístico. Resulta que un vecino mío de Málaga engendró y se encarga de gestionar una pequeña ONG de apadrinamientos educacionales para niños y niñas (la precisión es muy necesaria, ya que la situación y perspectivas de unos y otras es muy, muy, muy diferente por aquellos lares) nepalíes. En realidad, su actividad está centrada en una región concreta, bastante remota y olvidada, junto a la frontera norte del país, ya en las estribaciones del Himalaya chino. La historia de Alfonso (que es el susodicho vecino) y su proyecto solidario es tela de emocionante, pero ya si eso os la cuento cara a cara, porque así escrita puede ocuparme diez o doce páginas, y no es plan. Por vuestra paciencia, y por la salud de mis dedos. El caso es que Alfonso me ofreció acompañarlo en su excursión anual al país, para echarle una mano en las tareas de organización y control de los mencionados apadrinamientos. Osea, que yo iba en modo medio turista, medio cooperante. Esto es importante comprenderlo, ya que explica muchas de las emociones que voy a compartir. ¡Coño, ya llevo un cacho de parrafada, y aún ni he empezado a contar el viaje! Abreviemos, pues. Que lo enjundioso, en realidad, tendrá que ser necesariamente breve. Porque no tengo pensado hacer aquí la crónica del viaje (la tengo publicada, en plan logístico, en un “Los viajeros”, osea, aquí: https://www.losviajeros.com/Blogs.php?b=5538), sino comentar cómo aquella experiencia cambió profundamente mi perspectiva acerca de determinadas realidades de nuestro mundo; y también de mí mismo.

Cuando llegué a Kathmandú sentí, casi literalmente, que la realidad me daba un hostiazo en toda la cara. Es una ciudad que me fascina y me resulta insoportable a partes iguales. Descubrí que la belleza no está reñida con la desolación; que la vida y la muerte pueden convivir de forma muy cotidiana, y eso es tan cruel como revelador. Entendí, de forma muy impactante, las sutiles (pero abismales) diferencias entre conceptos como “miseria, pobreza, carencia, necesidad, indigencia y desesperación” (desde aquí pueden parecernos sinónimos, pero no tienen nada que ver). Vi con mis espantados ojos hasta dónde puede llegar la ignominia del ser humano (supongo que hay límites aún más bestias, seguro; no quiero verlos, creo que mi corazón no los soportaría, llamadme nenaza); y cómo las personas podemos sobrevivir en circunstancias… en circunstancias indescriptibles. Y no tengo nada más que decir al respecto.


Luego, de la mano de Alfonso, abandonamos la capital y nos fuimos a la tierra de los Tamang (etnia de origen tibetano a quien va destinada la ayuda de nuestra ONG). Viven ellos en un valle remoto. Bueno, remoto: está a poco menos de 150 kilómetros de Kathmandú, pero allí las distancias se miden de forma distinta. Doce horitas tardamos en llegar hasta aquellos elevados páramos, en un autobús marca “Tata” atestado de personas (techo incluido), gallinas y sacos de arroz; atravesando una carretera (ellos la llaman “Highway”, hay que joderse) que ríase usted de… de…. no sé qué decir, no se me ocurre con qué compararla. A ojos de un españolito, podría definirse como un camino de cabras salpicado de peñascos por los desprendimientos de tierra, y asomado a precipicios (tan bellos como intimidantes) de varios cientos de metros. De un lado, el abismo; de otro, cumbres cercanas a los 7000. ¡Y la carretera, frecuentada por camiones, es de doble sentido! Si nos nos matamos fue porque Ganesh no quiso… y por la expresividad del revisor (ejem), que viajaba asomado a la puerta (ejem) del vehículo (ejem) y, cuando veía que ya el autobús iba a dar el topetazo gordo pendiente abajo, daba golpes y silbidos para avisar al conductor de que nuestra muerte estaba próxima. Tal cual, no exagero ni una mijita. Yo sólo le pedía a la Virgen del Carmen que a aquel chaval no se le secara la boca. Creo que nunca en mi vida he rezado más y con más pasión que en el momento en que se hizo de noche, y aún no habíamos llegado. ¿Llegado a dónde? Eso quisiera saber yo, porque al final aquel genio del volante nos dejó en una especie de bosque, a más de 3000 metros de altitud y en mitad de ninguna parte. Aun así, al bajarme de tan elegante y seguro autocar, jinqué la rodilla en la tierra y besé el suelo, al más puro estilo Wojtyla. Os lo juro por Beyoncé. Eso sí: contemplar, frente a mí, el pico del Lantang Lirung, ataviado con su túnica de nieves perpetuas bajo la fría luz de la luna llena…. Demasiado belleza para tan pequeño cuerpo.

A partir de ahí viví muchas experiencias junto a los habitantes de aquel universo, tan diferente del nuestro. No tengo tiempo ni lugar para narrarlas aquí, mejor con una cerveza (o varias) delante. Sólo diré que, amén de otras sensaciones para mí completamente nuevas, tuve que enfrentarme a una que aún reverbera en mi alma como el sonido (un poco amargo) de un cuenco tibetano. Ejercer mi labor de cooperante; fiscalizar que nuestra ayuda llegaba a quien debía llegar, y se destinaba a lo que tenía que destinarse, me desgastó tela emocionalmente, y me enfrentó a un Javi desconocido por mí, para lo bueno y para lo malo. Lloré mucho; muchísimo: de impotencia, de tristeza; y también de alegría y libertad. Embriagado por tanta belleza y tanta verdad y tanta dignidad dentro de la pobreza. Pero lo peor fue descubrir que, en determinados momentos, llegué a sentirme superior a aquella gente. Me sentí así porque, en cierto sentido, lo era: superior económicamente; superior porque mis recursos, mis capacidades, mis posibilidades y todas mis opciones vitales estaban a años luz de las de ellos. Podría decir que, en realidad, ellos eran superiores a mí, ya que sus umbrales de felicidad son mayores; y sus neurosis de gente rica, inexistentes. Pero si dijera eso, mentiría, porque allí ya les ha llegado la tele, y ahora pueden ver todo aquello que jamás van a tener. ¿Es mejor que lo que ya tienen? Pues en muchos sentidos no, la verdad. Pero ahora vas tú, con tu buena billetera en el bolsillo, tu coche, tu casa en propiedad, tus billetes de avión y tu seguro médico, y se lo explicas. Valiente mierda. Experimentar ese sentimiento de superioridad me dejó muchas cicatrices en el alma. Aún me duelen, de vez en cuando. 

Se me ha ido de las manos esta actualización, es un hecho. Y aun así, voy a cerrarla con un extracto de mi diario de aquel viaje. Al leerlo hoy se me han saltado las lágrimas. Hay muchas alusiones personales que no vais a comprender, pero igualmente lo planto aquí, simplemente porque me da la gana.

“Me quedo con los remotos valles de Rasuwa; las abismales laderas labradas de bancales; los abruptos cauces del Bote Kosi, el Gatlan y el Chilime Kola; los amaneceres milenarios, deslumbrantes, con los primeros rayos de sol abriéndose paso, a duras penas, por encima de la cumbre blanca del Langtang Lirung; los bosques de rododendros; los gritos de los niños, acudiendo en bandada para decirme”Namaste”y pedirme una foto; las miradas agradecidas de esta gente orgullosamente humilde, que desea para sus hijos un futuro mejor; la delicadeza con que Chersing me puso el traje tradicional de los Tamang; las noches en el Community Center; las risas con Alfonso; el abejorro, el hombre pájaro, el chico de los palitos, Torrebruno, Galindo y la increíble niña menguante; Nima y su heroica ambición por mejorar su vida y la de sus vecinos; la poderosa mirada de Milan; la ternura de Karma, y la risa de Kayla, tan limpias y contagiosas; la boda budista en Parvati Kunda; el dolor agudo de mis rodillas; Ram Ghale y su historia de ida y vuelta al monasterio budista; el omnipresente y delicioso Dal Bat; la indescriptible ruta en autobús local de Kathmandú hasta el collado, un viaje que, por sí solo, merecería un documental entero; la risueña alegría de Nabin, el profesor interino que sueña con viajar a Canadá; la emocionada frustración de Jana, voluntaria que vino de Australia para ayudar y se ha topado con la indolente realidad de la administración nepalí; el optimismo de su novio Darren, tan sincero y vitalista; las tardes en la cocina de Chauatara, y los desayunos a base de roti recién amasado; la inocente fragilidad de este pueblo, sumido en un letargo de siglos, paupérrimo y sublime, dulce y desolado, luminoso y acogedor. Así es el Nepal que me conmovió desde el primer día, y con el que, de alguna forma, tengo ya un vínculo que trasciende la emoción pasajera del turista ocasional.”


FOTO: Yo (después de haberme comido a mí mismo, estaba sensiblemente más gordo) ataviado con el traje tradicional de los Tamang. Lo que se esconde detrás de esta foto… es mucha tela.