viernes, 9 de julio de 2021

VAlenTíA

 


En los últimos meses he hablado mucho de mis miedos e inseguridades. En realidad es un asunto del que yo rajo bastante a menudo, de forma pública y notoria. Me muestro así de transparente, enseño mis fragilidades a la primera de cambio, igual a modo de peculiar terapia o para exorcizar esas ataduras psicológicas y emocionales que en ocasiones me limitan, me atenazan o me ahogan. Hay quien dice que ese ejercicio puede resultar tela de peligroso, porque, claro: si ventilo mis miserias tan alegremente, corro el riesgo de que algún desaprensivo las utilice para joderme la vida. Esto, obviamente, ha pasado algunas veces. Pero, para ser sincero y justo, son las menos. La inmensa mayoría de personas con las que me he cruzado en la vida; y que forman parte de mi ecosistema emocional; han abrazado esos lugares sombríos de mi alma; los han comprendido, aceptado y, en muchas ocasiones, hasta me han ayudado a llevarlos con cierta dignidad, que es (creo yo) lo más que podemos hacer con determinadas taras muy arraigadas en nuestras meninges. Así que pienso seguir así: caminando a pecho descubierto. Llamadme temerario. Igual sí que lo soy.

Pues eso: como cualquier hijo de vecino, tengo un buen puñado de miedos y complejos que me acompañan en esta especie de aventura que llamamos existencia. Algunos me gustaría sacudírmelos de un plumazo; y otros, en cambio, resultan herramientas tela de necesarias para evitarme situaciones que pueden provocarme daño. No, señores, no: no todos los miedos son malos. ¡Ni mucho menos! Por ejemplo: a mí me da mucho miedo conducir borracho (algo que hice en el pasado), y ese temor me parece de lo más saludable, ya que me evita la posibilidad de resultados catastróficos. En esta línea de pensamiento, hay otras cosas que me dan miedo (las drogas; determinado tipo de ambientes, personas y lugares; actitudes propias y ajenas) y, oigauhté, tan agusto. Quiero decir que la protección que esas inquietudes me generan la veo tela de productiva. Que sigan ahí, y por mucho tiempo. Lejos de atenazar mi libertad, me permiten llevar una existencia más pacífica y saludable. ¿Que me pierdo, por eso, vivir algunas experiencias y experimentar ciertas sensaciones? Pues vale. Hay tantas formas de disfrutar que si dejo algunas de lado tampoco me va a pasar nada. Ya está bien de tanto hedonismo, leches. Que lo del carpe diem y lo de “en esta vida hay que probarlo todo” queda muy de intrépida y moderna, pero cierta mesura también conviene (ya ves tú, lo digo yo, que soy tan mesurado como el fondo de armario de Paco Clavel. Ejem…).

Hay otros miedos, en cambio; que en vez de protegerme, hacen que no me aventure a desarrollar todo mi potencial como human being (el potencial que tengo, con todas mis limitaciones); o me incitan a tomar determinadas decisiones para instalarme en mi zona de confort (a veces tan poco confortable, la verdad). De esos sí que me gustaría librarme, aunque no sé si está en mi mano hacerlo. El miedo a la soledad; a no ser suficientemente excelente; al abandono; al cambio; al dolor (físico y emocional); a no recibir el amor que necesito; a salir de mis rutinas o renunciar a mis apegos; al fracaso, en cualquier ámbito; a no estar a la altura… En fin: taritas de lo más cotidiano, aliñadas con un buen chorreón de ansiedad. Por mor de ellas (de esas taras, digo) me veo muchas veces metido en berenjenales que ni quiero, ni merezco, ni me hacen feliz. Traicionándome a mí mismo y manipulando a los demás para convencerme/nos de que determinadas realidades no lo son tanto. Un mojón de kilo y medio, vaya. También por culpa (o, mejor, como consecuencia) de esos miedos, dejo de embarcarme en proyectos que me resultan embriagadoramente atractivos, lo cual es otro pedazo de mojón. Estamos trabajando en ello: a ver si con voluntad y disciplina consigo superar esas trabas mentales mías. O, por lo menos, hacer que no me fastidien mucho, que ya es bastante.

Por otra parte, también hay que decir que, a despecho de mis taras, he arrostrado a lo largo de mi biografía circunstancias que a priori me daban pánico, y, oye… he tirado pa´lante con bastante soltura. Me he enfrentado a la parálisis que mis miedos me provocan para llevar una vida más feliz, coherente y auténtica. Por eso, aunque a veces yo mismo me siento un poco (bastante) cobarde, hoy quiero desgranar algunas decisiones que demuestran que no; que de cobarde, nada. Como diría mi admiradísima Mariah Carey, “a hero lies in me”. O algo así. He sido (y aún soy) un tipo bastante valiente, y me lo voy a recordar, porque a veces se me olvida. Veamos:

- Fui muy valiente al aceptar mi homosexualidad (primero) y compartirla con el mundo (después). Esto parece un asunto menor, pero no lo es. Superparanada. Que se lo digan a aquel Javi adolescente, consumido por el terror al rechazo y la soledad que mi mente imaginaba como consecuencias seguras de mi salida del armario. Nada de eso pasó, afortunadamente. Pero los malos ratos que enfrentarme a todo aquello me provocó ya no me los quita nadie. Y aun así, tuve el coraje de aceptarme a mí mismo y compartir esa característica mía con los demás. Y aun lo tengo, porque vivo mi mariconez con toda naturalidad, sin enarbolar banderas ni ocultarme ante nadie. Ole por mí.

- Fue un acto de audacia venirme a Sevilla mientras mi abuela agonizaba en el hospital; y enfrentarme, en esas circunstancias, a mi primer trabajo en la tele. Y hacerlo además bien, oye. También me armé de valor para irme a Madrid a currar; y para volverme, rechazando atractivas ofertas laborales, al comprender que aquella ciudad no era para mí.

- Tuve mucho valor al montar una empresa de la nada, con el enorme riesgo económico y profesional que ello suponía; ¡y eso que ese tipo de aventuras ni se me pasaba por la imaginación! Fue muy corajudo crearla, defenderla, cuidarla y hacerla crecer. Y también fue valiente disolverla en su momento, con las enormes consecuencias emocionales que hacerlo me provocó.

- Me enfrenté a la enfermedad y muerte de mi madre con un arrojo que desconocía en mí. Y de este tema no quiero añadir nada más.

- Hay que tener mucho valor para apostar por ciertas relaciones sentimentales, y no hablo sólo de pareja (aunque aquí, más que valiente, igual he sido temerario); y también para ponerles fin, a pesar de todo el amor y la energía y el cuidado que quise poner en ellas (con mayor o menor fortuna).

Seguro que hay muchas más decisiones y comportamientos que demuestran las agallas que, si me lo propongo, puedo echarle a la vida. Pero me estoy quedando sin tiempo, y este texto es (una vez más) resulta ya excesivamente extenso. Sólo diré, para terminar, que hay que tener dos cojones bien puestos para escribir todo esto; para publicarlo, y compartirlo y airearlo a los cuatro vientos. Más aún en estos tiempos de postureo e impostura y supergayismo que nos ha tocado vivir. Y se acabó.


jueves, 10 de junio de 2021

CoMUniDad Gay

 


Leo mucho últimamente la construcción gramatical “comunidad gay”. En realidad, como es lógico, ya que estoy en este mundo y además soy maricón, se trata de un concepto que conozco desde long time ago (esto lo digo en inglés porque es un capricho que quiero darme… ¡queda tan de película Disney!). Podría haber escrito hoy acerca de otros muchos asuntos, más o menos personales. Pero no me apetece. Lo mismo es efecto de la vacuna, que me tiene la cabeza un poco como en esos días nublados y calurosos: osea, a las tres menos cuarto. Recondúcete, Javi, que te pierdes: lo de la comunidad gay. Vamos a tocar un poquito los cataplines, que en esa disciplina deportiva eres un crack.

Veamos: ¿a qué comunidades pertenezco yo? ¿En qué consiste ser parte de una comunidad? Pues al margen de lo que diga el diccionario (que en este caso, me la pela); para esta pequeña persona que aquí os escribe, ser miembro de una comunidad significa sentirse unido social, emocional, intelectual o laboralmente a determinado grupo de personas, más o menos amplio. Así, me siento unido a la comunidad de mis amigos (que son, en realidad, varias comunidades, ya que por fortuna mis amigos son numerosos, y muy variados); a la comunidad de mi empresa; o mejor dicho, de parte de ella, ya que somos más de mil trabajadores y sólo tengo contacto laboral y social con unos pocos; a la comunidad de mi familia, y ni siquiera a todos mis familiares puedo incluirlos en ese grupo, ya que con algunos de ellos no tengo ningún tipo de contacto. ¿Me siento miembro de otra comunidad? Pues diría que, ahora mismo, no. Ni siquiera a la comunidad de mi vecindario, ya que (así son las cosas en nuestros días), mi relación con los vecinos se limita a un cortés saludo cuando nos cruzamos, tras nuestras mascarillas, en el portal. Tampoco a la comunidad de “los andaluces”, porque somos ocho millones de criaturas, cada una de su padre y de su madre; y lo único que me une a ellas es el azar de haber nacido más abajo de Despeñaperros. Ya no digamos comunidades como “España” o “Europa”, que son fantasías creadas para aportar cierta cohesión social e invitarnos a trabajar en grupo por los intereses colectivos, o algo así (hay que leerse “Sapiens, de animales a dioses”, para entender bien este concepto. Os invito a hacerlo).

 Así visto, ¿pertenezco yo a la comunidad gay? Para saberlo, primero deberíamos definir qué significa ser maricón (lo digo de este modo porque la palabra “gay” me parece una auténtica cursilada; y el vocablo “homosexual”, incompleto desde su propia etimología). No voy a meterme yo en semejante berenjenal, porque no tengo ganas (estoy un poco abúlico esta mañana); y porque otras personas ya han fijado esa definición de manera muy precisa y aguda. Pero sí diré que no; no me siento parte de la “comunidad gay” (en caso de que esta exista más allá de determinados intereses económicos e ideológicos). ¿Por qué? Pues porque lo único que me une al resto de maricones del mundo es una cualidad compartida (la mariconez), que es una mínima parte de lo que yo soy como human being. Ni siquiera es la parte de mi personalidad que más me define. A la gran mayoría de los maricones del mundo ni siquiera los conozco; y con los que he tratado, me ha ocurrido como con el resto de las personas: algunos me caen bien; otros mal; a algunos los quiero, y a otros no; con algunos comparto valores, aficiones y opiniones, y otros están absolutamente en mis antípodas. Sin más. Tampoco me siento parte de la “comunidad de los hombres con cresta” ni de la de “personas bajitas”. Así de simple. Además, me da mucho coraje que, por el simple hecho de ser yo marica, se me presupongan determinadas actitudes, comportamientos e ideas. Qué coñazo tanto cliché, estereotipo y pensamiento único. Como mucho, podría admitir que pertenezco al colectivo (atención a esta palabra, “colectivo”, con implicaciones emocionales tan distintas de las de “comunidad”) de “personas homosexuales de occidente”, porque es cierto que hay determinadas cuestiones legales, sociales y administrativas que me afectan a mí de la misma forma que al resto de maricones por el simple hecho de serlo. Lo cual es bastante triste, en pleno siglo XXI. Pero vamos, que igual que me parecen indignantes las discriminaciones y agresiones homófoba, me resultan nauseabundas las que se producen por motivos racistas o machistas. Y toda la violencia en general. Faltaría más.

Sí que entiendo que, como individuos, todos necesitamos sentirnos parte de una comunidad. Esto es muy razonable, y quienes, para encontrar sus propias soluciones emocionales y sociales, decidan abanderar su pertenencia a la “comunidad gay”… pues están en todo su derecho. Si así se sienten mejor... ¡ole por ellos! Lo veo hasta saludable (siempre, claro, que para para ello no renuncien a su propia esencia como individuos; y pasen por determinados aros actitudinales, ideológicos, económicos, morales o políticos que en el fondo les son ajenos). Cada uno que busque su propio espacio, y su propia felicidad como mejor vea. No hay más. ¡Ni menos!

Ea, ya está. Seguro que ya he levantado más de una ampolla (sin chistes fáciles). No es mi intención, desde luego. Nunca he sido un provocador. Pero sí me gusta creer que tengo opiniones propias, y puedo expresarlas y compartirlas. Espero que tú, querido lector, opines de la misma forma.


miércoles, 12 de mayo de 2021

El pODeR dE La PAlaBrA



 Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”

Qué, cómo sus habéis quedao. Comienzo la actualización de hoy con un cacho de latinajo, no porque pretenda quedar de pedante (que puedo serlo, y bastante), sino porque esta cita de “El nombre de la rosa” evoca a la perfección lo que quiero vomitar sobre el papel. Umberto Eco lo resumió muy bien, en una sola frase (bueno… después de esa frase vinieron tropecientas páginas, así que lo mismo el sinóptico es el menda). Me temo que yo pretendo desarrollarlo, con respecto de determinadas actualidades que laceran mis meninges y asaetean mis sueños (vale, es exageradamente dramático, ¿pero a que queda guay?). Estoy de bastante mala leche, lo advierto. Allá vamos.

Sin entrar en digresiones semióticas (que me superencantan, por otra parte, pero creo que es un vicio poco compartido), siempre he creído mucho en el poder de las palabras. Porque lo que vemos, lo que experimentamos, lo que sentimos, pensamos, soñamos o ideamos, sólo podemos expresarlo los seres humanos a través del lenguaje verbal. Cuantos más vocablos manejemos, más sutil y variada será nuestra realidad, en todos los sentidos, ya que lo que no puede ser nombrado, para nosotros, no existe. Un ejemplo: si sólo conozco la palabra “tristeza”, podré acudir únicamente a ella para definir un montón de emociones diferentes (melancolía, pena, angustia, depresión, nostalgia, abatimiento, derrota, consternación,...); así que me estoy perdiendo los sutiles pero trascendentes matices de esas emociones, que no puedo reconocer (porque no les puedo poner nombre), y no puedo experimentar, por mi desconocimiento de tanta variedad de sentimientos.

Si es la lengua la que define la realidad; o viceversa, es un asunto que no voy a abordar aquí. Lingüistas mucho más preparados que yo (de hecho, no soy lingüista, aunque manejo ese blando músculo bucal con sorprendente soltura) han debatido en torno a tan espinoso asunto sin llegar a conclusiones claras. Pero sí quiero reflexionar acerca de cómo nuestra realidad (intelectual, política, social y, por tanto, personal) se ha ido empobreciendo en los últimos años como consecuencia de la pérdida de significado de determinados vocablos. 

Por ir al grano: “libertad”, “democracia”, “igualdad”, “feminismo”, “solidaridad”, “socialismo”, “responsabilidad”, “fascismo”, “terrorismo”, “tolerancia”, “igualdad”. Son todos términos fundamentales para la convivencia y la construcción moral del individuo y las sociedades, pero han sido tan vejados, reinterpretados, pisoteados, manoseados, repetidos, manipulados y distorsionados que ya no significan nada… o, peor aún, pueden significar cualquier cosa. A diario los escuchamos o leemos, reiterados hasta la arcada por gente que dispone de un megáfono para llegar a las masas (cualquier idiota con dedos y un teléfono móvil tiene acceso a una plataforma pública). Ahora que lo pienso, para más inri (olé por mí, expresión arcaica y bella donde las haya!) todos estos vocablos tienen, además, una potentísima carga emocional: cuando se pronuncian (sea quien sea el que lo haga) van directos al hígado esquivando el cerebro, porque, como ya carecen de su identidad semántica original, no pueden ser procesados por el intelecto (que es justo lo que se pretende, que se “sientan” y no se “piensen”). Y así nos van conduciendo como borreguitos, a golpe de slogan: disparando a nuestros instintos más primarios con términos que, en origen, fueron pura abstracción, exclusivo intelecto. ¿Cuál es el efecto de tan planificada (porque estoy seguro de que todo esto responde a un plan, claro) argucia? Está claro: polarizarlo todo, eliminar cualquier tipo de sutileza intelectual y destruir el pensamiento crítico. Porque al grito de “libertad” (o de “fascismo”, o de “igualdad”), quien quiera puede hacer o decir lo que le dé la gana, y pensar lo que más le convenga (a él, o a quien lo convenció). Tan a gusto, oyes, porque para eso lo hace y dice y lo piensa en nombre de la “libertad”, que es lo más importante que existe. No hay más que hablar. Este acto tan vil (y al mismo tiemplo, simplón) de manipulación lo mismo lo perpetra un seguidor de Hitler que un budista con oficina en Times Square (los monjes de los monasterios tibetanos no están en semejantes atropellos, o al menos eso espero). Pero, ¿qué es la “libertad”? ¿En qué consiste? ¿Qué proyección individual y colectiva posee ese concepto? En estos tiempos, ninguna, porque YA NO ES UN CONCEPTO, sino simplemente un lema, una pantomima, una lluvia de lentejuelas. Lo que viene siendo un soberano mojón.

Todo esto, además, resulta enormemente amplificado por internet y las redes sociales. No sólo porque funcionan como enormes altavoces que se encargan de distribuir el mensaje (o, más bien, el “no mensaje”); sino porque, gracias a los famosos algoritmos y demás técnicas cibernéticas, resulta que en el plano virtual acabamos rodeados de personas (y entidades, y medios de comunicación) que comulgan a la perfección con nuestros gustos, inquietudes, formas de pensar y de actuar y de ver la vida. Y que conciben esas palabras vacías (como “libertad”) de la misma forma que nosotros. Son los que nos salen como sugerencias en facebook, instagram y demás foros virtuales. Ellos repiten, como un eco, esos mismos mantras que nosotros hemos asumido, reforzando nuestra sensación de estar en lo correcto. “Sí, es así, llevo razón. Yo sí que sé qué es la libertad y creo en ella. Además, la mayoría de la gente piensa como yo, porque todos mis contactos virtuales van en mi misma línea”. Ea, a solazarse, sumergidos en la extática ambrosía de la autocomplacencia y la mutua masturbación. ¡Yuju, somos los buenos, los bienpensantes, los guays del paraguay! Y todo el que discrepe…. ¡“fascista”, “comunista”, “libertario”, “intolerante”, “terrorista”, “machista”, “discriminador”, “violento”, “radical”!!!. Nada de pensamientos discordantes ni planteamientos que puedan hacer que se tambaleen nuestra certezas mojoneras. Así nos va.

Por terminar de un modo algo más optimista, diré que hay palabras que, por fortuna, mantienen intacta toda su esencia, al menos en mi cerebro y en mi corazón. “Amistad”, “empatía”, “amor”, “esperanza”, “alegría” y “cerveza” son algunas de ellas. Que no las cojan los políticos, Maremíademiarma. Porque si lo hacen, estaremos perdidos (¡y encima, sobrios! Miedito!!!).

FOTO: No tiene nada que ver con el texto. Es simplemente un reclamo. La carne siempre tira mucho.

NOTA: Traducción del latinajo inicial: «De la primigenia rosa solo nos queda el nombre, solo conservamos nombres desnudos». 

miércoles, 5 de mayo de 2021

NepAL


Esta mañana el facebook (que es así de traicionero) me ha recordado que hace 10 años andaba yo por tierras nepalíes. Ver la foto de la plaza de Patán, tan indescriptiblemente bella y conmovedora (al menos lo era, porque hace tiempo ya un terremoto la dejó hecha polvo. Pobres nepalíes, todo les viene encima); ver la foto, digo, me ha removido el alma hasta el punto de ponerme la carne de gallina. Sí, yo soy muy sentío para todo; pero es que, entre la nostalgia que experimento cuando pienso en viajar; y el huracán de sensaciones que el recuerdo de aquel periplo ha provocado en mis meninges, pues ya tengo la mañana echá, emocionalmente hablando. ¿Es eso necesariamente negativo? Pues no lo es, mireuhté. Tiene, como todo, su lado bueno y su lado malo. Y ambos los tengo que abrazar, según parece.

Como digo, uno de los efectos más desoladores que esta mierda de pandemia ha traído a mi existencia es la imposibilidad de realizar viajes. De realizarlos, de planearlos, y de saborearlos tras su consecución, porque las aventuras veraniegas (que son las más distantes y prolongadas que ejecuto… o ejecutaba, hasta el dichoso COVID) ocupan en realidad tres cuartas partes de mi año. Son un impulso que me mantiene ilusionado durante muchos meses, porque suelo viajar por mi cuenta (y riesgo), y me encanta organizar mis expediciones con detalle, paciencia y esmero. Empiezo a recabar información sobre posibles destinos en octubre; decido a dónde ir en diciembre; busco vuelos en enero; los compro en febrero y me dedico a planificar rutas, seleccionar alojamientos, mirar restaurantes, elegir actividades y empaparme de todo lo que ese lugar puede ofrecerme hasta la fecha de despegue, que suele producirse en julio o agosto. Desde hace años, gran parte de mis ilusiones y entusiasmo giran (giraban… ¡mierda!) en torno a esa actividad. Ahora que no puedo realizarla, me siento un poco huérfano de ilusiones. Bastante, en realidad.. Mojones gordos para mi persona. A ver si me inoculan ya la dichosa vacuna (aunque sea marca Bosque Verde) y me pongo otra vez a reventar el skyscanner. Que Buda me oiga.

He tenido la fortuna de conocer varias partes de este mundo tan diverso que habitamos, en periplos que me han regalado sensaciones y emociones y experiencias (éticas y estéticas) de muy diferente jaez. Mi corazón guarda el peculiar sabor de cada viaje, marcado siempre por mi situación emocional del momento; las personas que me acompañaron y aquellas a las que encontré; y la peculiar idiosincrasia (palabra esta que me fascina por su extrema cursilería) del destino elegido. Europa (gran parte de ella); Tailandia, Japón, Egipto, Nueva York, Malasia, Estambul, Indonesia, Vietnam, Camboya, Singapour… Lo que viví en eso destinos, para mi cuerpo se queda. Pero la visita a Nepal, necesariamente, tengo que ponerla aparte. Por diferentes razones… que, obviamente, pienso compartir con vosotros. Sus jodéis, no haber empezado a leer. Ya es sabido que yo no me guardo nada.

Para empezar, Nepal fue mi primera incursión en el continente asiático. Valiente forma de iniciarme, así, a lo bestia, en uno de los países más pobres y subdesarrollados del continente. Por otra parte, hay que decir que iba allí por un motivo que trasciende lo meramente turístico. Resulta que un vecino mío de Málaga engendró y se encarga de gestionar una pequeña ONG de apadrinamientos educacionales para niños y niñas (la precisión es muy necesaria, ya que la situación y perspectivas de unos y otras es muy, muy, muy diferente por aquellos lares) nepalíes. En realidad, su actividad está centrada en una región concreta, bastante remota y olvidada, junto a la frontera norte del país, ya en las estribaciones del Himalaya chino. La historia de Alfonso (que es el susodicho vecino) y su proyecto solidario es tela de emocionante, pero ya si eso os la cuento cara a cara, porque así escrita puede ocuparme diez o doce páginas, y no es plan. Por vuestra paciencia, y por la salud de mis dedos. El caso es que Alfonso me ofreció acompañarlo en su excursión anual al país, para echarle una mano en las tareas de organización y control de los mencionados apadrinamientos. Osea, que yo iba en modo medio turista, medio cooperante. Esto es importante comprenderlo, ya que explica muchas de las emociones que voy a compartir. ¡Coño, ya llevo un cacho de parrafada, y aún ni he empezado a contar el viaje! Abreviemos, pues. Que lo enjundioso, en realidad, tendrá que ser necesariamente breve. Porque no tengo pensado hacer aquí la crónica del viaje (la tengo publicada, en plan logístico, en un “Los viajeros”, osea, aquí: https://www.losviajeros.com/Blogs.php?b=5538), sino comentar cómo aquella experiencia cambió profundamente mi perspectiva acerca de determinadas realidades de nuestro mundo; y también de mí mismo.

Cuando llegué a Kathmandú sentí, casi literalmente, que la realidad me daba un hostiazo en toda la cara. Es una ciudad que me fascina y me resulta insoportable a partes iguales. Descubrí que la belleza no está reñida con la desolación; que la vida y la muerte pueden convivir de forma muy cotidiana, y eso es tan cruel como revelador. Entendí, de forma muy impactante, las sutiles (pero abismales) diferencias entre conceptos como “miseria, pobreza, carencia, necesidad, indigencia y desesperación” (desde aquí pueden parecernos sinónimos, pero no tienen nada que ver). Vi con mis espantados ojos hasta dónde puede llegar la ignominia del ser humano (supongo que hay límites aún más bestias, seguro; no quiero verlos, creo que mi corazón no los soportaría, llamadme nenaza); y cómo las personas podemos sobrevivir en circunstancias… en circunstancias indescriptibles. Y no tengo nada más que decir al respecto.


Luego, de la mano de Alfonso, abandonamos la capital y nos fuimos a la tierra de los Tamang (etnia de origen tibetano a quien va destinada la ayuda de nuestra ONG). Viven ellos en un valle remoto. Bueno, remoto: está a poco menos de 150 kilómetros de Kathmandú, pero allí las distancias se miden de forma distinta. Doce horitas tardamos en llegar hasta aquellos elevados páramos, en un autobús marca “Tata” atestado de personas (techo incluido), gallinas y sacos de arroz; atravesando una carretera (ellos la llaman “Highway”, hay que joderse) que ríase usted de… de…. no sé qué decir, no se me ocurre con qué compararla. A ojos de un españolito, podría definirse como un camino de cabras salpicado de peñascos por los desprendimientos de tierra, y asomado a precipicios (tan bellos como intimidantes) de varios cientos de metros. De un lado, el abismo; de otro, cumbres cercanas a los 7000. ¡Y la carretera, frecuentada por camiones, es de doble sentido! Si nos nos matamos fue porque Ganesh no quiso… y por la expresividad del revisor (ejem), que viajaba asomado a la puerta (ejem) del vehículo (ejem) y, cuando veía que ya el autobús iba a dar el topetazo gordo pendiente abajo, daba golpes y silbidos para avisar al conductor de que nuestra muerte estaba próxima. Tal cual, no exagero ni una mijita. Yo sólo le pedía a la Virgen del Carmen que a aquel chaval no se le secara la boca. Creo que nunca en mi vida he rezado más y con más pasión que en el momento en que se hizo de noche, y aún no habíamos llegado. ¿Llegado a dónde? Eso quisiera saber yo, porque al final aquel genio del volante nos dejó en una especie de bosque, a más de 3000 metros de altitud y en mitad de ninguna parte. Aun así, al bajarme de tan elegante y seguro autocar, jinqué la rodilla en la tierra y besé el suelo, al más puro estilo Wojtyla. Os lo juro por Beyoncé. Eso sí: contemplar, frente a mí, el pico del Lantang Lirung, ataviado con su túnica de nieves perpetuas bajo la fría luz de la luna llena…. Demasiado belleza para tan pequeño cuerpo.

A partir de ahí viví muchas experiencias junto a los habitantes de aquel universo, tan diferente del nuestro. No tengo tiempo ni lugar para narrarlas aquí, mejor con una cerveza (o varias) delante. Sólo diré que, amén de otras sensaciones para mí completamente nuevas, tuve que enfrentarme a una que aún reverbera en mi alma como el sonido (un poco amargo) de un cuenco tibetano. Ejercer mi labor de cooperante; fiscalizar que nuestra ayuda llegaba a quien debía llegar, y se destinaba a lo que tenía que destinarse, me desgastó tela emocionalmente, y me enfrentó a un Javi desconocido por mí, para lo bueno y para lo malo. Lloré mucho; muchísimo: de impotencia, de tristeza; y también de alegría y libertad. Embriagado por tanta belleza y tanta verdad y tanta dignidad dentro de la pobreza. Pero lo peor fue descubrir que, en determinados momentos, llegué a sentirme superior a aquella gente. Me sentí así porque, en cierto sentido, lo era: superior económicamente; superior porque mis recursos, mis capacidades, mis posibilidades y todas mis opciones vitales estaban a años luz de las de ellos. Podría decir que, en realidad, ellos eran superiores a mí, ya que sus umbrales de felicidad son mayores; y sus neurosis de gente rica, inexistentes. Pero si dijera eso, mentiría, porque allí ya les ha llegado la tele, y ahora pueden ver todo aquello que jamás van a tener. ¿Es mejor que lo que ya tienen? Pues en muchos sentidos no, la verdad. Pero ahora vas tú, con tu buena billetera en el bolsillo, tu coche, tu casa en propiedad, tus billetes de avión y tu seguro médico, y se lo explicas. Valiente mierda. Experimentar ese sentimiento de superioridad me dejó muchas cicatrices en el alma. Aún me duelen, de vez en cuando. 

Se me ha ido de las manos esta actualización, es un hecho. Y aun así, voy a cerrarla con un extracto de mi diario de aquel viaje. Al leerlo hoy se me han saltado las lágrimas. Hay muchas alusiones personales que no vais a comprender, pero igualmente lo planto aquí, simplemente porque me da la gana.

“Me quedo con los remotos valles de Rasuwa; las abismales laderas labradas de bancales; los abruptos cauces del Bote Kosi, el Gatlan y el Chilime Kola; los amaneceres milenarios, deslumbrantes, con los primeros rayos de sol abriéndose paso, a duras penas, por encima de la cumbre blanca del Langtang Lirung; los bosques de rododendros; los gritos de los niños, acudiendo en bandada para decirme”Namaste”y pedirme una foto; las miradas agradecidas de esta gente orgullosamente humilde, que desea para sus hijos un futuro mejor; la delicadeza con que Chersing me puso el traje tradicional de los Tamang; las noches en el Community Center; las risas con Alfonso; el abejorro, el hombre pájaro, el chico de los palitos, Torrebruno, Galindo y la increíble niña menguante; Nima y su heroica ambición por mejorar su vida y la de sus vecinos; la poderosa mirada de Milan; la ternura de Karma, y la risa de Kayla, tan limpias y contagiosas; la boda budista en Parvati Kunda; el dolor agudo de mis rodillas; Ram Ghale y su historia de ida y vuelta al monasterio budista; el omnipresente y delicioso Dal Bat; la indescriptible ruta en autobús local de Kathmandú hasta el collado, un viaje que, por sí solo, merecería un documental entero; la risueña alegría de Nabin, el profesor interino que sueña con viajar a Canadá; la emocionada frustración de Jana, voluntaria que vino de Australia para ayudar y se ha topado con la indolente realidad de la administración nepalí; el optimismo de su novio Darren, tan sincero y vitalista; las tardes en la cocina de Chauatara, y los desayunos a base de roti recién amasado; la inocente fragilidad de este pueblo, sumido en un letargo de siglos, paupérrimo y sublime, dulce y desolado, luminoso y acogedor. Así es el Nepal que me conmovió desde el primer día, y con el que, de alguna forma, tengo ya un vínculo que trasciende la emoción pasajera del turista ocasional.”


FOTO: Yo (después de haberme comido a mí mismo, estaba sensiblemente más gordo) ataviado con el traje tradicional de los Tamang. Lo que se esconde detrás de esta foto… es mucha tela.

martes, 20 de abril de 2021

AuDiENciA


Hace unas semanas me rencontré (muy, muy felizmente) con unas amigas de mi juventud. Nos quisimos mucho en nuestros años mozos, y nos seguimos queriendo mucho ahora, aunque la distancia geográfica y nuestras trayectorias vitales hayan hecho que no coincidamos durante lustros en el mismo tiempo y en el mismo espacio. Eso, en realidad, no es importante, porque al abrazarnos de nuevo sentí (seguro que ellas también) el calor de nuestro enorme afecto; y tras intercambiar cuatro palabras, era como si aún estuviéramos en el Instituto, planeando qué bares íbamos a asaltar el fin de semana (por ejemplo). Vale, el tiempo ha pasado y a mí me ha pisoteado la cara (a ellas no, siguen tan bellas y chispeantes como en los 90); pero nuestros corazones siguen vibrando en la misma sintonía. Ángeles, Irene y Alicia (Eva también, por supuesto, pero con ella sí he mantenido una relación más constante) me devolvieron, con su mirada, la imagen de un Javi jovial, aventurero, inteligente y poderoso. Sigo siendo todo eso, obviamente, aunque con menos pelo y más arrugas. Y más sabiduría, también, qué cojones. Que la madurez (ejem) implica cierto aprendizaje, intelectual y emocional, aunque a veces me sienta como un niño de 12 años. El tamaño lo tengo, desde luego.

En fin: no voy a a hablar hoy con detalle de lo que significan estas mujeres en mi vida, espero que no se enfaden. En realidad tampoco hace falta, ellas lo saben muy bien y saben también que deseo firmemente que este rencuentro sea el prólogo de muchas quedadas más (cierre perimetral mediante). Las traigo a colación porque fui muy feliz al verlas de nuevo; y porque una de ellas (Ángeles en concreto) me comentó que suele leer mi blog, y que le gusta mucho hacerlo porque al leerme era como si me estuviera escuchando. Francamente, me sorprendí; no por lo segundo (soy consciente de que escribo más o menos como hablo, es deformación profesional de mis tiempos de guionista), sino por lo primero. No esperaba que Ángeles; a la que no veía desde hace años y con la que mantenía un escueto contacto cibernético (no es ella mucho de publicar en redes); pudiera tener el más mínimo interés en estos textos que de vez en cuando compongo, comentando mis paranoias, anécdotas, pensamientos, emociones y otras gilipolleces varias. Como digo, me sorprendí y me sentí tela de halagado. Por su cariño y su atención y su interés. Es muy bonito, la verdá.

Días más tarde, un perfecto desconocido (con el que no tenía ningún tipo de relación, ni siquiera virtual) le dijo a mi novio que le gusta mucho el estilo de mi blog. Ahí ya sí que me quedé con las patas colgando. ¿Cómo coño había llegado ese muchacho hasta este cyberescaparate? Pues fácil: resulta que yo (que soy lerdo para el tema redes) había puesto el enlace en mi perfil de instagram (que por lo demás, es privado) y eso puede verlo todo quisque. Ea, ya está, cagada gorda. No por nada, sino porque pienso que este blog es mucho más íntimo que el IG y, si tengo capada esa red, pues igual debería restringir también esta especie de diario virtual (no tan diario, vale, es una forma de hablar). En realidad es algo en lo que no había caído, ya que dudo que ni lo uno ni lo otro (ni mi instagram, ni mi blog) provoquen el más mínimo interés en personas desconocidas (por mí). Pero mira tú por dónde, resulta que sí; que despiertan interés, incluso para gente que no sabía hace unos meses ni de mi existencia. Los motivos… pues son fáciles de suponer. Tengo un novio instagramer y algunos de sus seguidores quieren saber quién puñetas se ha llevado ese gato a su agua. Pero mira tú por dónde, resulta que, más allá de esa curiosidad telecinquera (muy comprensible, por otra parte), hay quien va y se lee estas peroratas, tan personalísimas y extensas. Y hasta le parecen bien. Qué cosas…

En su día (hace años, hay una entrada del blog que habla de eso) me preguntaba yo (y me contestaba, lo de mantener diálogos internos es una actividad que practico con fruición) por qué tengo un blog. Para qué lo escribo, y lo publico. Así lo expresé, muy sinópticamente:

“¿Para qué tengo un blog? Para exhibirme. Está claro. Para mostrar lo que pienso, lo que siento, o lo que imagino. Para conectarme con (parte de) el mundo; y quizá también para conectar conmigo mismo, a algunos niveles. También para recibir el aplauso, la admiración, el cariño de mis selectos y, según parece, no tan poco numerosos lectores. Porque me debo a mi público. Para que me queráis, vaya. Así que, venga: queredme. Leches.”

(¡Acabo de autocitarme! ¿Tendré que autopagarme derechos de autor? Lo consultaré con la almohada…)

A lo que vamos: en esta proyección pública mía, que algunos consideran exhibicionismo psicológico (porque lo es) hay ciertas dosis de vanidad. Supongo que esto me coloca en el mismo lugar que otros tipos de exhibicionista: quienes exhiben sus cuerpos, sus obras de arte, sus aventuras por el mundo, su vida social, sus habilidades físicas, sus extravagancias, sus manualidades o aquello en lo que creen que pueden destacar y despertar la admiración (o al menos, la atención) ajena. Puede ser. A todos nos gusta gustar; y cada uno tiene sus puntos fuertes. El mío (creo yo) es la capacidad de desnudarme emocionalmente, y transmitirlo de una forma bella o, al menos, personal y expresiva. También es que me interesa conectar con la gente a estos niveles, más que a otros. Imagino que eso despierta el interés de cierto perfil muy concreto de público… Aunque, como he dicho, a veces me sorprendo al descubrir entre mi audiencia a lectores totalmente inesperados. Y me agrada mucho, para qué mentir.

Debido al escaso feedback que mis actualizaciones reciben (muy pocos las comentan, y muy de tarde en tarde), me es muy difícil (más bien imposible) saber quién me lee. Y me encantaría saberlo, francamente. Así que si has llegado a estas bajuras de texto, por favor… ¡manifiéstate! Dime algo vía facebook, , guasap, instagram o en los comentarios de este mismísimo blog. Sería guay del paraguay.

NOTA: En la foto, junto al menda, las amigas que han dado pie a esta actualización. De izquierda a derecha: Ángeles, Irene, Alicia y Eva. Más maravillosas y ya, revientan.


martes, 6 de abril de 2021

CarmELa (sin más)

 


¡Las rubias no somos tontas!

La “R”

La “U”

la…

mmmmm…

¡Las rubias no somos tontas!


Pues no. Las rubias no son tontas. Al menos la rubia de la que voy a hablar hoy. He querido empezar así, en tono jocoso, para darle un poco de vaselina a este texto que ahora emprendo. Porque me temo que resultará bastante sentimental. Seguro.


Carmela llegó a mi vida de la mano de mi amigo Luis (que tantas cosas buenas me ha dado, y me sigue dando), en un momento crítico para mí. El más difícil (y también revelador) que he atravesado, en realidad. Andaba yo transitando caminos muy oscuros de mi alma; atormentado, frágil y tremendamente vulnerable. Más perdido que el barco del arroz: intentando asumir determinadas realidades y buscando mi norte en mitad de la tormenta. Tan desconcertado y dolido y asustado y excesivo que ni yo mismo sabía qué niveles de autodestrucción podía llegar a alcanzar. Un poemita, vamos. Coincidíamos por aquel tiempo Carmela y yo en un bar muy divertido cuyo nombre no recuerdo, porque ella era amiga del dueño y lo frecuentaba mucho. Como me suele ocurrir, no guardo la conciencia de cuándo la vi por primera vez, pero sí se mantiene viva en mi cerebro la sensación de que conectamos muy a primera vista, muy de piel con piel: de personas que son afines y comulgan fácil y ricamente. Así empezamos a vernos cada vez con más frecuencia, nos buscábamos y pasábamos tiempo juntos, en los bares o en su casa de la Alameda. Yo, que soy muy de largarlo todo por esta boquita y tengo la necesidad de compartir mis miserias con personas que me inspiran confianza, le abrí en canal mi corazón desolado; y ella, con su capacidad desmedida para la comprensión carente de juicio, me tomó de la mano y me regaló su amor infinito, todavía no sé muy bien por qué. Me prestó su hombro, su sentido común y su sonrisa, acompañándome en todo aquel laberinto emocional tan espinoso y excesivo; y me hizo creer en mi capacidad para encontrar ese nuevo rumbo que, en muchos sentidos, yo había perdido la esperanza de cobrar. No tengo vida para pagarle lo que hizo por mí en aquel tiempo, porque me dio justo lo que yo necesitaba: ni consejos, ni reproches, ni valoraciones, ni palmadas en la espalda. Sólo (nada menos que) la confianza en que yo solito saldría de mi personal atolladero. Supo ver en mí (y convencerme de que las tenía yo dentro) capacidades, valentías y talentos que yo no era capaz vislumbrar, de tan desarbolado que estaba. ¿Cómo lo hizo? Pues con una sabiduría que he conocido en poca gente. Y conozco a personas muy sabias, que conste.


Después de todo aquello, Carmela siguió apostando por mí, cuando otras personas dejaron de hacerlo. No lo digo en plan reproche a los que se apearon (circunstancialmente) de mi vida: es que tomé decisiones y adquirí compañías (ejem) difíciles de tragar… incluso para Carmela, por supuesto. Pero eso a ella le daba igual. A ver, igual… no le daba. Le jodía enormemente asistir a determinados espectáculos y contemplar determinadas vejaciones. Y precisamente por eso no me dejó abandonado a mi (mal elegida, pero elegida por mí, al fin y al cabo) suerte. Tragó sapos y culebras, lo sé perfectamente, y aun así seguía a mi lado, porque, por encima de todo, Carmela respeta mis decisiones, me lleven a donde me lleven. Eso no quiere decir que las aplauda: muy al contrario, a su forma chispeante de decir las cosas, me ayuda siempre a ser consciente de los líos en los que me estoy metiendo (algo que a mí no me cuesta mucho hacer, porque consciente soy tela y procuro no engañarme a mí mismo, aunque eso me joda). “Vale, cielo: sabemos los dos que la estás cagando bien cagada; pues nada, a cagarla. No pasa nada. Ya la descagarás. Y si no la descagas, pues no pasa nada tampoco. Hay que vivir la vida propia; acertar y equivocarte, aun sabiendo que lo estás haciendo”. Este es un discurso muy de Carmela. Lo dice con todo el peso de su corazón y de su privilegiado intelecto; desde la humildad y el poder que le conceden el ser una mujer tan auténtica, que se conoce tan bien a sí misma y ha llegado a aceptar sus grandezas (tan numerosas) y sus miserias (prácticamente insignificantes).


Aparte de un amor que no puedo (ni quiero) mesurar, siento hacia Carmela una admiración absoluta. La admiro por su inteligencia; por su bondad; por la belleza de su alma y, sobre todo, por su valentía. Porque hay que tener un par de ovarios muy bien puestos para recorrer el camino de autoconocimiento que ella enfrenta todos los días de su bendita vida. Y para, siendo ella tan íntegra y tan de verdad, lidiar con tantísmas moralinas y coñohonraos como nos rodean (para conocer estos conceptos, os dejo un link: http://superbaleando.blogspot.com/2015/06/de-moralinas-y-conohonraos.html). Iba a decir que la echo muchísimo de menos (porque es verdad: me encantaba que viviera en la calle de al lado, y poder abrazarla a diario); pero bueno: sé que su felicidad está ahora a kilómetros de distancia, y siempre nos queda el teléfono para ponernos al día, desahogarnos y decirnos lo mucho que nos queremos. Así que, guay.


Precisamente a esta hora Carmela está haciendo un viaje, no sé si es de ida o de vuelta. Espero que esta actualización se lo haga un poquito más liviano. El viaje, digo. Para todo lo demás, ya sabe que puede contar conmigo. FOREVER.

miércoles, 31 de marzo de 2021

De mOChiLAs y eMPaTíA

 



He dudado mucho acerca de cómo titular esta entrada del blog. Vamos, que sigo sin tenerlo claro, así que le pondré titulo después de perpetrarla. Es que quiero hablar de un par de asuntos, diferentes pero muy relacionados entre sí, y no sé cuál de los dos acabará adquiriendo más protagonismo. Veámoslo.

A lo largo de lo que viene siendo nuestro periplo vital vamos adquiriendo cualidades que nos permiten desarrollarnos y llegar a ser (o al menos, acercarnos a) la mejor versión de nosotros mismos. Al alimón, también acumulamos lastres, bien empaquetaditos en nuestra mochila emocional, que a veces nos dificultan el vuelo; y en otras ocasiones, directamente, nos impiden levantar los pies de la tierra. Encontrar un equilibrio entre las unas y los otros (las cualidades, y los lastres) suele ser bastante complejo en la mayoría de los seres humanos (al menos, de los seres humanos a los que yo tengo la fortuna de conocer en profundidad): hay ámbitos (y momentos) de nuestra existencia en que nuestras alas pueden mucho más que las mochilas; y otros en que la relación es justamente la inversa. El trabajo; la familia; los amigos; la pareja… Podemos mostrarnos muy resolutivos en determinados aspectos y momentos; y sentirnos absolutamente paralizados en otros.

Por fortuna, si le pones interés, ganas, entusiasmo y un poco de disciplina; tirando cuando hace falta de ayuda externa; el peso de esas mochilas se puede aligerar. Ojo, que digo aligerar, porque neutralizarlo del todo… pues francamente no creo que llegue a conseguirse. Pero bueno, igual tampoco hace falta: con que sean suficientemente livianas como para permitirnos caminar con cierta gracia y disfrutando del paisaje, pues güenohtá. Para eso primero hay que identificar cuáles son nuestros lastres; reconocerlos y estar alerta para descubrir en qué situaciones y de qué formas suelen aparecer para jodernos la existencia. Sólo eso ya es un trabajito, la verdad. Sobre todo porque vivimos en continua marejada, y cuando tenemos la proa más o menos despejada de agua, igual nos toca achicar la popa, que se ha ido anegando (no sé si tanta metáfora resulta aclaratoria o lo embrolla todo aún más, eso lo dejo a vuestro sabio juicio).

Para algunos; como si no tuviéramos bastante con manejar nuestras propias mierdas, resulta muy tentador acarrear con las mochilas ajenas. A mí me pasa a menudo: veo el peso que cae sobre la espalda de una persona querida y me digo a mí mismo: “Ea, ahí está Javi en plan sherpa para acarrear con tu equipaje, por voluminoso y hediondo que sea”. No pido ni permiso, ni opinión, ni nada: me pongo al lío y punto. Creo que (y aquí llega el segundo tema, como en una canción pop) esta es la cara menos saludable que presentamos las personas empáticas (sí, soy muy empático, qué pasa). Nos metemos tanto en la piel de la gente a la que queremos que sus cuestiones nos afectan como si fueran propias, hasta echarnos a los los hombros sus pesares, sus limitaciones, sus complejos y sus equivocaciones. Y, lo que es peor, tratamos por todos los medios de hacer algo para aliviar el peso de esas mochilas que en realidad no son nuestras. Pero para nada lo son; y por eso, por mucha energía que pongamos, no está en nuestra mano vaciarlas. El efecto que este insalubre deporte suele tener… Pues no es muy edificante, la verdad. Cuando me entrego a semejante actividad, yo acabo sintiéndome agobiado, triste, enfadado y frustrado, porque lo que no depende de mí, pues no puedo yo gestionarlo, aunque me vuelva del revés. Y la otra persona; esa a la que, con mi mejor voluntad y ciertas dosis de soberbia, intento ayudar; suele experimentar sensaciones parecidas a las mías, además del cierto grado de agobio por no permitirle yo que resuelva sus propias cuitas en sus personales plazos y a su genuina manera (que igual a mí no me parece la mejor, pero es la suya, oigauhté. Ni que fuera yo el Horáculo de Delfos, hay que joderse). Osea, que mojones gordos para los dos.

¿Eso quiere decir que lo suyo es pasar de las quisicosas de nuestros seres afectos, y allá que cada uno se busque la vida? Pues no. Superparanada. Muy al contrario: creo que la empatía, practicada de manera más mesurada, es la base para cualquier relación de amor saludable. En vez de quitarte la mochila de los hombros; en lugar de apartarte de un manotazo, tirarte por la borda y ponerme yo con mi cubo agujereado a desalojar de agua tu navío; lo suyo es prestarte mi brazo (y regalarte mi abrazo); acompañarte; servirte de báculo, ayudarte con los golpes de timón, soplar en tus velas y dar aire a tus alas lastimadas. Comprenderte; aceptarte; perdonarte; y, con un poco de suerte, señalarte algún horizonte cuando la oscuridad de tus sombras te impida ver el sol.

Eso es lo que quiero para mí, en realidad. Así que id apuntando.

NOTA: Al final voy a quedarme con los dos títulos que había pensado, fundidos en uno sólo. Que pase de mí el cáliz de tan difícil elección.

NOTA 2: En la foto, yo, hace años, cargando con mi mochila.


lunes, 15 de febrero de 2021

CaNToS de SirENa

 


Hoy empezaré diciendo que me he pensado mucho si escribir esta actualización. Bueno, más bien me he pensado mucho si es una buena idea publicarla, por dos motivos: para empezar, porque no sé muy bien qué quiero decir, y sobre todo, cómo decirlo, por lo que me puede quedar un texto bastante caótico y hasta ininteligible; y también porque me preocupa que alguna gente se dé por aludida, y piense que esta reflexión tiene que ver con ella más que conmigo. Si eso ocurre, no lo podré evitar… e igual es hasta bonito, porque, como he dicho muchas veces, los seres humanos somos tela de parecidos (en nuestra extravagante diversidad), y a cuenta de mis elucubraciones pueden desencadenarse esos bellos y enriquecedores procesos de la empatía y la identificación emocional. Al caso: que me pongo a escribir, y a ver a dónde llego, y cómo llego.

A lo largo de mi vida, he tomado determinadas decisiones y he desarrollado ciertos comportamientos con la voluntad de satisfacer necesidades y deseos que me resultaban muy acuciantes. Al hacerlo, he ido construyendo un estilo de vida, que define (y necesariamente, limita) el entorno en que me muevo; las actividades que desarrollo; las personas con las que me relaciono; y las emociones que experimento. Este ejercicio (que es necesariamente voluble, porque si no mis rutinas serían las mismas de cuando tenía 20 años, y eso ya es de hacérselo mirar), como digo, hace que el ecosistema que frecuento sea sin duda el que yo he elegido (porque a determinada edad ya sólo nosotros somos responsables de los que hacemos y lo que dejamos de hacer); es mi zona de confort, el lugar en el que me siento cómodo y me muevo con soltura. El trabajo que desarrollo; la forma de organizar mi vida; mis hobbies y aficiones; las inquietudes que alimento; los círculos sociales que prefiero; las relaciones emocionales que construyo… A todo eso me refiero al hablar de ecosistema. Es mi mundo (más o menos pequeño; necesariamente acotado) que, obviamente, también tiene sus fronteras. Algunos de esos límites vienen definidos por circunstancias impuestas (no puedo alquilar un jet privado para irme al Baile de la Rosa, porque ni dispongo de pecunio ni de contactos para implementar semejante planazo); y otros los he establecido yo, por acción u omisión. Hay comportamientos que evito porque ya los sostuve en el pasado, y sé positivamente que no me hacen feliz; y otros que directamente nunca he ejecutado, por…. pues por diversas razones. Hay quien piensa que en esta vida hay que probarlo todo al menos una vez. No daré la típica respuesta escatológica para rebatir semejante afirmación, pero sí diré que yo personalmente no la comparto. A determinadas experiencias no tengo previsto entregarme, simplemente porque no me atraen; o porque, sin haberlas vivido personalmente, sé a qué oscuros lugares han conducido a individuos muy afectos a mi persona. Eso de de que nadie escarmienta en cabeza ajena tampoco es una verdad absoluta, oiga: si veo que mi mejor amiga se parte los piños tras hacer puenting (es un decir), lo mismo me corto un poco a la hora de plantearme saltar al vacío. ¿Que me estoy perdiendo sentir esa emoción tan intensa y desbordante y estremecedora? Pues sí. Pero es que yo a mis piños les tengo muchísimo amor (lo digo así por cerrar la metáfora).

Los límites de mi ecosistema, obviamente, me escamotean emociones y experiencias que sólo pueden alcanzarse fuera de ellos. Y algunas de esas emociones… resultan tela de tentadoras, oigauhté. Porque transgredir los límites tiene mucho punto. A esas fantasías (o realidades) de transgresión yo las llamo los Cantos de Sirena: son situaciones que tu mente aprecia como intrépidas, arrebatadoras, excesivas, liberadoras, envueltas en un halo de fascinación. Resultan fascinantes, sí… porque lo son. Al menos en cierta forma. Lo ilustraré con un ejemplo, a ver si se me entiende mejor.

Hubo una época de mi vida (tras la muerte de mi madre, concretamente) en que a mí los límites me la sudaban por completo. Perdí determinados nortes y muchos de mis filtros (casi todos), y me entregué a ciertas transgresiones con un hedonismo bastante intenso, haciendo exactamente lo que me daba la gana. Si te hablo de aquellos tiempos, muy probablemente te transmitiré cierta fascinación; cosa bastante normal, porque había en ellos momentos de auténtica euforia, de diversión extrema, de (al menos aparente) completa libertad. No detallaré las cosas que hice (tampoco es que me entregara a un círculo de sexo, drogas y rockandroll, aunque bastantes excesos sí que hubo), pero puedo asegurar que a mucha gente (a mí mismo me ocurriría) todo aquello, narrado sin tener en cuenta la “cara b” de la historia, le resultaría arrebatador. Envidiable. Emocionantísimo. En cierto modo, lo era…. Pero claro, como he dejado caer, había una “cara b”. Estas aventuras suelen esconder muchas sombras. En mi caso, al menos. Todo aquello tan excitante era en realidad una huida hacia adelante; un adormecerme para no sentir; un intento desesperado por encontrar alivio a carencias muy lacerantes. Puse mis emociones y mi autoestima y mi amor propio en lugares completamente equivocados. Y pagaba un alto precio por ello, por supuesto. Llegué a sentirme, como digo, conyunturalmente eufórico en algunos momentos (al menos esa es la sensación que me queda, porque muchos detalles ni los recuerdo, estaba completamente enajenado); pero vivía abatido y triste el resto de la semana. Había mucho de ansiedad, de vacío y de autodestrucción, cosa que mis amigos más cercanos sabían perfectamente, y vivían con la impotencia de no poder hacer otra cosa que acompañarme para evitar desastres mayores. A tod@s ell@s (en especial a Luis) se lo agradezco de corazón. Porque me guardaron una lealtad increíble en vez de mandarme al carajo (cosa que en más de una ocasión merecí).

En fin… El caso es que, si seleccionara con cuidado determinadas imágenes de esa etapa de mi biografía, y mencionara sólo la parte más exultante de ella, resultaría muy atractiva. Qué experiencias, qué intensidad, qué de aventuras, qué guay todo. Yo mismo podría llegar a esa conclusión, si no hubiera estado dentro de mi alma para conocer la realidad completa. Y aun conociéndola, mucho más recientemente, me dejé llevar por los cantos de sirena y entré en una espiral parecida a aquella (no idéntica, menos mal, esta vez no había autodestrucción), buscando en experiencias aparentemente fascinadoras la solución a mis carencias emocionales. Obviamente no la encontré, aunque en esta ocasión sí que me divertí mucho sin pagar un precio excesivamente alto. Bueno… la frustración, eso sí. Porque, aun viviendo momentos de euforia, no conseguía cubrir las necesidades de mi corazón utilizando otras partes de mi cuerpo. Ya que cada cual saque sus propias conclusiones.

Supongo que todos tenemos nuestros propios cantos de sirena: para algunos serán el lujo y la riqueza; para otros, el poder y la influencia; hay quien se entregaría a las drogas, al sexo, al alcohol o al juego; y quien renunciaría a su propia esencia para obtener admiración y/o popularidad. El proceloso mundo de las redes sociales juega, pienso yo, un poderoso papel en esas dinámicas, ya que muchas veces funcionan como ventanas abiertas a vidas que son en realidad una pura fantasía con apariencia de realidad. Y todos (yo incluido) tenemos mucha propensión a creer en determinadas ilusiones, sobre todo si resultan bellas y excitantes y nos las venden bien envueltas en papel celofán.

Los cantos de sirena están ahí, es evidente, y el que esté libre de ellos que tire la primera piedra. Resultan además muy convenientes para el funcionamiento de nuestro sistema económico, basado en la frustración que conduce al consumo. Consumo de objetos y experiencias con los que tratar de rellenar (inefectivamente) los abismos de nuestro frágil corazón. Los cantos de sirena, yo, ya no aspiro a eliminarlos: sólo espero que el caletre me dé como para tenerlos identificados, y saber el precio qué me costaría entregarme a ellos. Pagarlo o no… Eso ya será decisión mía. Y el lugar al que me conduzcan, mi exclusiva responsabilidad.

¿Lo ves? Me ha quedado un texto tela de intenso y farragoso. Y ahora… ¿con qué foto lo ilustro? Buscaré una sirena por internet, porque ya se me han agotado las ganas de pensar.


jueves, 4 de febrero de 2021

GuaRRRRRRRRRaaaaaaa

 



Sé que suelo resultar reiterativo, pero hoy comenzaré de nuevo la actualización recordando algo que ya dije en anteriores ocasiones: la nostalgia no me va. Eso de regodearse (ya, vale que es una expresión intencionadamente negativa, pero la uso aquí con toda la mala leche) en épocas pasadas es un ejercicio que raramente practico. Entre otras cosas, porque no soy de los que opinan que cualquier tiempo pasado fue mejor. La memoria deforma los recuerdos, los funde y los confunde, para mostrarnos una sensación del ayer que seguramente dista mucho de lo que en su día vivimos. No obstante; y como consecuencia de esta situación tan… apabullante que estamos viviendo; sí que me ocurre en los últimos tiempos que echo de menos situaciones, sensaciones, actividades y, sobre todo, a personas que hace solo un año eran parte de mi rutina. “Rutina”: una palabra muy denostada que ahora añoramos (sí, yo también) con todas nuestras fuerzas. La rutina prepandemia, me refiero. Cuando nos abrazábamos, nos besábamos, nos visitábamos y nos reuníamos libremente. Ya ves tú, qué cosa tan simple. Pues resulta que en eso consiste la felicidad. Al menos para mí, que siempre he sido tan jodidamente sociable.

Pues eso, que en este tiempo; y sin dramatismos; a veces me asalta la nostalgia por esa época feliz (más feliz de lo que podíamos valorar, creo yo) en que salíamos a la calle sin que la mascarilla nos ocultase la sonrisa. De eso tiempos (no tan lejanos, en realidad) echo en falta, como digo, muchas cosas. Pero hoy me voy a referir a una en concreto. Vale, no es exactamente una “cosa”, pero como “burto” lo mismo pasa. Esto es cachondeo, obviamente. Ella lo entenderá a la perfección, porque a guasona no le gana nadie. Esa es una de sus grandes virtudes; no la menor. Y tiene muchas, puedo atestiguarlo.

De los pocos legados positivos que me dejó mi anterior “relación sentimental” (qué cursilada de expresión, me superencanta), sin duda el más importante es mi reencuentro con Helena (sí, con “hache”. Lo escribo así porque si no ella se mosquea, y puede ser muy suya cuando se pone brava. Ejem…). En realidad, más que un reencuentro fue un encuentro, sin prefijos, porque Helena y yo, aunque nos criamos en el mismo espacio y en el mismo tiempo (aproximadamente) jamás tuvimos relación hasta hace muy pocos años. También es cierto (siento decirlo, es así: las cosas, por su nombre) que ella es sensiblemente más vieja que yo (y más alta, vale), y la diferencia de edad marcó tempos distintos en nuestros respectivos desarrollos, por lo que la infancia y la juventud las pasamos en universos paralelos. Ella era la hija menor de “los vascos”, apodo con el que en el vecindario conocíamos a su familia. No era un mote muy imaginativo, ya que su segundo apellido (Solaberrieta) delata muy a las claras el origen de gran parte de su casta. En fin: que cuando ella era adolescente yo aún andaba en pantalones cortos (sin cachondeos), por lo que la distancia etánea (esto creo que es un palabro, pero tiene todo el sentido) se impuso a la geográfica. Luego, además, nuestras existencias tomaron senderos absolutamente dispares, y se puede decir que transitamos caminos vitales muy distintos (por no decir opuestos). Durante muchos años sólo sabía de ella por referencias lejanas de los vecinos. Hasta que, de pronto, establecido yo ya en Sevilla desde hacía años, mi madre empezó a hablarme con frecuencia de ella. “Que si Helena esto, que si Helena aquello; que si lo que quiere a su hija, que si lo simpática que es, blablablabla...”. Yo escuchaba todo aquello entre indiferente y sorprendido, porque no podía comprender esa afinidad entre mi madre y una mujer con la que (pensaba yo) no tenía nada en común. Estaba equivocado, obviamente: pero eso lo descubrí más tarde.

Tras muchos años en los que nuestra relación se limitó a cordiales saludos en las escasísimas ocasiones de cruzarnos en Los Olivos; de pronto, un mediodía, y por iniciativa de mi exnovio y de Rosita (magnífica ella en todo su cubanismo), Helena y yo nos vimos frente a frente con una cerveza en la mano. Cierto que la cerveza une mucho, esto nadie lo puede dudar. Pero obviamente hubo algo más: una especie de conexión muy directa, muy fácil; la comunicación de dos personas que se descubren de pronto tras toda una vida de no verse mutuamente. Fue claramente un flechazo (al menos, para mí); y ya a partir de ahí nos ocurrió como a los borrachos con el inglés: todo fluía. Cada vez que bajaba a Málaga, Helena y yo nos buscábamos, por el simple gusto de pasar un tiempo juntos. Ahora que lo pienso, nuestra amistad se forjó sobre pilares tela de sólidos: el cariño desinteresado; la comunicación, tan sencilla (en el mejor sentido de la expresión); nuestras comunes ganas de disfrutar, y de reírnos; la confianza, claro; la admiración (de esto hablaré un poco más abajo); y sobre todo una forma inesperadamente similar de ver la vida, porque ambos (a pesar de lo que a veces pueda parecer, en mi caso) pensamos que las cosas son en realidad muy fáciles. Desde luego, mi amor por ella lo es. Facilísimo. La quiero con todo mi corazón.

Ya lo precisé más arriba: nuestras biografías han sido diría que hasta opuestas, en muchos sentidos; y es precioso comprobar que eso, en vez de ser un obstáculo para nuestro amor, resulta muy enriquecedor. Cómo, tras experiencias vitales tan dispares, hemos llegado a confluir en un espacio emocional tan similar es un misterio que tendrá que resolver Iker Jiménez (su gran ídolo, por otra parte). Ya sabéis lo importante que es para mí admirar a las personas para quererlas (sin lo uno difícilmente llega lo otro). A Helena la admiro muchísimo. Pero muchísimo, por muchas razones… y aquí diré solo algunas: su coraje; su disciplina; su capacidad para reconocer los salvavidas que el destino le ha puesto delante, aferrarse a ellos y salir a flote; y para reinventarse después… o quizá reencontrarse (ella sí) con la Helena que siempre fue, a pesar de muchas circunstancias; la admiro por la limpieza e inteligencia con las que mira su pasado; por su lealtad, a prueba de tsunamis; su criterio, libre de prejuicios; su incapacidad para juzgar a los demás; su ternura (sí, la tiene a raudales, aunque a veces quede eclipsada por sus arranques de genio, que son también magníficamente suyos), su bonhomía, su empatía y su ENORME capacidad de amar. Tengo la indescriptible fortuna de poder llamarme su amigo (y hasta su esposo, que vale todavía más, en nuestro caso), algo de lo que pocos podemos presumir, porque ella es muy selectiva a la hora de entregar el corazón. Sus razones tiene, desde luego.

Como me ha ocurrido en homenajes anteriores, podría desgranar un montón de situaciones que ilustran lo bella y radiante que es nuestra amistad. Son innumerables, y casi todas llevan aliño de champán barato, cerveza, muchas risas y absoluta complicidad. No hay tiempo ni espacio en este blog para desglosar tantísimos momentos felizmente compartidos (y los que vendrán, claro). Pero, por destacar algo, me quedo hoy con nuestras noches en Tailandia. Cuando atravesaba yo uno de los peores momentos de mi vida, el abrazo de Helena; su generosidad, acompañándome en aquellas borracheras tan tragicómicas; su aliento, sus consejos y su simple presencia, tan risueña, hasta en mi misma cama, me salvaron la vida. Lo digo así, con todas las letras, porque todo eso me ayudó a tomar determinadas decisiones, dar un golpe de timón y ser el Javi que hoy soy. Mucho mejor que el de entonces… dónde va a parar. El amor de Helena me ha transformado. Y eso es decir mucho.

Ahora que no puedo ir a Málaga, echo de menos a Helena, aunque hablamos todas las mañanas por teléfono, al grito de “Guarraaaaaa”, que es el amoroso apelativo que mutuamente nos dedicamos. A ver si pasa el puto coronavirus este y podemos abrazarnos con frecuencia, porque sin su abrazo, algunos días, siento que me falta el aliento. Y no está la cosa como para pedir respiradores.

NOTA FINAL: Que dos personas con biografías absolutamente disímiles se encuentren, se acepten, se complementen, se admiren y se amen es un regalo de la vida que merece la pena aprovechar. El que la lleva la entiende…  



miércoles, 20 de enero de 2021

CaNTo a MI mISmO


 

Hace unos días, alguien muy, muy querido me dijo que debería quererme más a mí mismo. Este mensaje no es la primera vez que me llega; y supongo (sé, en realidad) que también le encajaría a otra mucha gente; a la mayoría, ciertamente, por no decir a casi todo el mundo. Pensando en ello, me he dado cuenta de que utilizo con frecuencia este cyberescaparate para compartir mis fragilidades, mis miedos, mis inseguridades y las gilipolleces que en ocasiones perpetro, a veces con humor, a veces en plan vomitona, quizá como una peculiar forma de exorcizar todo eso que me atormenta y/o obsesiona (porque a neurótico no me gana ni Woody Allen entrando en un quirófano). En cambio, hablo poco de mis grandezas, salvo para poner en valor a las magníficas personas que me rodean a más o menos distancia. Tengo aún varios homenajes pendientes a individuos que se han convertido en imprescindibles para mí; pero hoy, mira tú por dónde, me voy a rendir pleitesía a mí mismo, a modo de reflexión intelecto-sentimento-masturbatoria. Es un ejercicio que me cuesta trabajo abordar, quizá debido a esa educación judeocristiana que nos enseña a ser humildes, minimizando nuestras grandezas para no parecer prepotentes o soberbios. Ahora que lo pienso; y a pesar del daño que esa filosofía puede llegar a infligirnos a distintos niveles; no viene mal aplicarla con mesura, en estos tiempos de narcisismo exacerbado y postureo extremo que nos ha tocado vivir. El eslogan “porque yo lo valgo” resume muy bien qué niveles de autofascinación individualista hemos alcanzado últimamente. Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.

A lo que estamos: hoy voy a hablar de mis virtudes, para pintar un retrato más completo y no transmitir (ni transmitirme) una idea cercenada de lo que pienso que soy. Igual tú, querido lector, no ves en mi pequeño ser las cualidades que me dispongo a desgranar; o a lo mejor las aprecias más como defectos que como bondades. Esto último ocurre muy a menudo (no sólo conmigo, sino con todo quisque), porque algunos atributos que a mí me parecen magníficos a ti pueden resultarte absolutamente deleznables. También importa el factor de la mesura: la empatía, por ejemplo, me parece una cualidad esencial… pero ejercida sin control y en exceso puede provocar más daño que beneficio. En fin… ya empiezo a divagar. Divagar! La capacidad para hacerlo destaca entre mis más evidentes cualidades. Seguro que lo has apreciado.

Veamos: tengo 46 años, y he llegado a esta orilla con cierta (bastante) dignidad. Con “dignidad” quiero decir que puedo mirarme al espejo sin sentirme demasiado avergonzado; no le debo nada a nadie (salvo agradecimiento) y le tengo cierto aprecio a ese Javi adulto que observo con ojos asombrados (yo me sigo sintiendo un niñato). Puedo decir que no recuerdo haber hecho nada con la intención de perjudicar a nadie (al menos, conscientemente; aunque seguro que he perjudicado a alguna gente, sin yo quererlo); y que me he esforzado (sigo haciéndolo) en ser un buen tipo. Mi proverbial talento para el análisis y la autocrítica han pulido bastantes aristas de mi carácter (y lo que te rondaré). Eso, unido a una enorme curiosidad; y a mi capacidad para escuchar los argumentos de otros, ha influido muchísimo en mi evolución intelectual y moral (sí, sí: MORAL. Qué pasa. La moralidad está muy denostada… y así nos va, a veces), y hoy me siento un Javi mucho más sabio del que fui. No es ninguna tontería: hay quien se aferra tanto a sus certezas que permanece eternamente inmóvil en determinadas actitudes e ideas. No es mi caso: como dije una vez, “estos son mis principios: si me convences de que estoy equivocado, no tengo problema en cambiarlos”. En eso consiste evolucionar, ¿no? Pues eso.

Empatía: esta es otra de mis grandes virtudes. En realidad tiene una vertiente algo egoísta, porque me encanta la gente (opino que más del 90% de la población mundial es buena por naturaleza, al menos de forma individual) y disfruto compartiendo experiencias con otros seres humanos. Añadamos a esta receta un buen chorro de lealtad (sí, soy MUY leal con mi gente), y quizá se pueda explicar que haya atesorado tantos y tan buenos amigos. La gente a la que quiero sabe positivamente que PUEDE CONTAR CONMIGO. Así, en mayúsculas; cualquier día, a cualquier hora. No le veo mucho mérito, en realidad, ya que sus asuntos los vivo como propios y dormiría intranquilo si no los compartieran conmigo. Por algún motivo, mis personas afectas tienen en alta consideración mis opiniones, y me piden que las exprese libremente (tengo mucho tacto, esto también es importante) sabiendo que no son de ningún modo vinculantes: jamás pretenderé que nadie actúe de acuerdo a ellas, porque respeto las decisiones ajenas por encima de todo, aun pensando que puedan ser erróneas. Tienes derecho a equivocarte, leches, una y mil veces. Y, si lo haces, ahí estará Javi con su hombro y alguna tontería en el filo de la boca. Jamás pronunciaré eso de “yo ya te lo dije”, ni haré leña del árbol caído. Es justo lo que espero que hagan conmigo: que me abrecen, que me acompañen y que me intenten comprender. Tampoco me parece pedir tanto. En esa línea empática, y puede que como resultado de la educación que me ofrecieron, muestro una destacada tendencia a ocuparme del bienestar ajeno, muchas veces por encima del propio. Esto tiene su lado malo, por supuesto; pero como hoy hablamos de virtudes, diré que esa actitud suele generar buen rollo a mi alrededor; y a mí me hace feliz ver a mi gente feliz, así que todos contentos.

En otro orden de cosas, siempre he demostrado cierta brillantez intelectual y buenas dotes para el aprendizaje; así que he atesorado cierta culturilla (la curiosidad, de nuevo) que me hace destacar en determinados ámbitos y ecosistemas (en otros, no). También soy metódico, organizado (en el más amplio sentido de la expresión), generoso y previsor; magnífico planificando y un gran segundo de a bordo. Puedo resultar tela de ingenioso; manejo con mucha soltura el idioma castellano (esto implica que mi universo es más rico que el de otra gente, porque lo que no se puede mencionar, no existe) y, si me siento cómodo e inspirado, destaco por mi humor chispeante y mis comentarios jocosos. Disfrutón es un adjetivo que se me puede aplicar en muchas ocasiones; y apasionado, también. Cuando algo me gusta, me gusta de verdad, y me entrego a ello extrayendo hasta la última gota de jugo. Tengo el don de apreciar la belleza en las cosas, los paisajes y los paisanajes. Incluso la belleza propia… aunque esto me cuesta más, para qué nos vamos a engañar. Diré que tengo unos ojos particularmente expresivos; una nariz bastante bonita (me la han querido copiar en más de una ocasión); y una anatomía bastante proporcionada (si vigilo bien mi peso, que es la cruz que me ha caído en esta vida). Presumo de muy buen oído, y resulta que canto tela de bien. Y algunos días, además, puedo sentirme intensamente feliz…. Lo cual no es una cualidad menor.

Supongo que tengo algunas cualidades más (si tú aprecias alguna, dímela, que me hará mucho bien)… pero vamos a dejarlo ya, que güenohtá. Sólo diré para terminar que tengo una INMENSA capacidad de amar. Y eso lo resume todo.

sábado, 2 de enero de 2021

Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)

 


Me he dado cuenta de que mis anteriores actualizaciones son todas tela de emocionalmente comprometidas. Y no, no quiero comenzar el año que recién estrenamos (¡toma modismo latino que me he marcado!) abriendo una vez más mi corazón en plan “os lo muestro todo y así me desahogo y comparto mis miserias y tal y cual”. Por eso he decidido regresar a un contenido que tengo bastante abandonado en esta cibercasa: el de las capulladas que he pergeñado (o me han ocurrido) a lo de mi atribulada existencia. Así que, allá va: de los creadores de “Cómo hacer el gilipollas (y encima, en chándal)” llega el estreno bloguero de este 2021 con “Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)”.

Siempre he tenido mucho pelo en el cuerpo. A ver, siempre, no: cuando era un breve retoño lucía tan lampiño como cualquier otro bebé. Pero desarrollé el temita capilar muy pronto, y ya de adolescente mi pecho y mis piernas eran una manta zamorana. En aquellos años (y en el mundo en el que yo me movía; en otros, no sé) lo de ser velludo no quedaba precisamente estético. Ya ves tú, qué cosa: resulta que ahora, ya teñido mi vello corporal por las nieves del tiempo (qué metáfora tan clásica); resulta, digo, que ahora el pelo de mi cuerpo es una especie de fetiche muy valorado por determinado público. Veleidades de la vida que yo, claro, he sabido aprovechar (como te digo una có, te digo la ó). En fin: que a mí ser un osito juvenil me daba tela de vergüenza, y hubo un tiempo en que hasta evitaba ir a la playa para no mostrar mi linda cobertura capilar. Luego, como digo, por mor de los caprichos de la estética mariconil esa situación se dio la vuelta por completo, y hoy en día luzco con orgullo mis pelambreras donde y cuando haga falta. Vale, sí, ya lo digo yo, porque sé que lo estás pensando: tengo pelo en todo el cuerpo… menos donde se supone que debería tenerlo. Pero la calvicie y sus circunstancias no son objeto de esta actualización, porque ya hablé de ellasaños atrás con gran jocosidad. Así que, sigamos adelante.

Aunque ya en la postadolescencia yo estaba encantado con ese abrigo biológico con que la naturaleza me ha dotado, hay algo que no, mireuhté, no me gusta: los pelos de la espalda. Es que no quedan bonitos, por muy temprano que te levantes. Tampoco es que mi dorso parezca una alfombra persa, pero en un tiempo pretérito surgió en mi la idea de dejarlo imberbe. Por aquel entonces yo estaba relativamente tieso (crematísticamente hablando), así que lo del láser ni me lo planteaba, con lo que las opciones se reducían. Claro, como yo no me puedo estar calladito, compartí mi voluntad depilatoria (o rasuradora) con mis 50 mejores amigas, y una de ellas me dio la solución perfecta: tenía ella (supongo que sigue teniendo) una vecina que te hacía la cera en el garaje de su casa a un precio irrisorio. Barato, barato paisa… y con las mismas garantías higiénico-sanitarias que un estercolero vietnamita (por poner un ejemplo exótico). ¿Qué hizo Javi? Pues dar palmas con las orejas, confiar en el sabio criterio de su (por otra parte, maravillosa) amiga y plantarse en casa de la vecina previa cita telefónica. Bueno, no, telefónica no: fue vía sms (guasap no había) porque la susodicha vecina era sordomuda. En realidad era más sorda que muda, ya que algunos sonidos guturales lograba emitir (ejem) de manera muy bella y expresiva. Este detalle de la diversidad funcional lo comento no por hacer mofa de la muchacha, sino porque resulta relevante para entender en su verdadera dimensión toda esta historia tan absurda, surrealista… y dolorosa. Que quede claro.

En fin: que me presenté allí, y a través del lenguaje universal de señalar con el dedito me comuniqué con la consabida esteticién doméstica. Me quité la camiseta, me tumbé boca abajo en la camilla y me puse en las manos de tan diestra y formada profesional. A ver, yo no sabía nada de depilación, así que en principio lo vi todo muy normal. Ella preparó sus avíos, y extendió un generoso pegote de cera ardiente en lo que viene siendo la zona del morrillo, justo por debajo de mi cogote. Debo decir que ahí precisamente es donde tenía más cantidad y largura de vello corporal:. que se me podía haber construido un moño italiano digno de la mismísima Audrie Hepbund, vaya. Pues eso, yo lo vi normal: no pensé que igual lo suyo habría sido recortar un poco el pelo antes, por facilitar el tema y evitar… pues todo lo que pasó después. Que aún siento escalofríos al recordarlo (literalmente).

El caso es que la tipa intentó dar el primer tirón… y aquello no tenía ella reaños de arrancarlo. ¿Solución? Pues fácil, seguro que la técnica se la enseñaron en el Oxford de las depiladoras profesionales: se puso a añadir cera como si no hubiera un mañana, hasta que aquello supongo yo que se convirtió en un amasijo pringoso totalmente ingobernable. Yo con el primer tirón ya le había dedicado, mentalmente, unas lindas palabras de cariño… pero allí me quede, entregado a su bravura, confiando plenamente en su saber hacer…. Haciendo el gilipollas, vaya, porque no he sufrido más en los días de mi vida. Ya cuando, en vista de que de pie no conseguía arrancar ni un solo pelo; y después de que en uno de sus brutales tirones la tipa se tabbalerara y estuviera a punto de caerse al suelo; no contenta con la extrema crueldad a la que me estaba sometiendo, va la cabrona y se sube a horcajadas en mi espalda, con la aviesa intención de poder jalar más estable y eficientemente. A esas alturas, ya con lágrimas en los ojos y sangre en las manos de agarrarme tan fuerte a la camilla (esto no es broma, me hice heridas de verdad), perdí todo el filtro que me quedaba y la llamé, ya a voz en grito, de hijadelagranputa para arriba, en un alarde de dominio lingüístico del insulto que desconocía en mi persona. Hice mención a toda su familia; me refería a su discapacidad con palabras no precisamente elogiosas; y le deseé el más siniestro de los futuros que uno pueda imaginar. Pero claro, ella era sorda, y no se enteraba de nada: seguía tirando y tirando y emitiendo sus gruñidos como si aquello fuera algo saludable. Yo, como soy tan jodidamente judeocristiano, en medio del océanos de improperios que estaba largando por mi boca, giraba la cabeza en ocasiones y le dedicaba una sonrisa de comprensión. Es que HAY QUE SER GILIPOLLAS. Al menos esperaba que, al verme los ojos anegados en lágrimas, comprendiera la operaria que algo malo estaba pasando. Pero no: ella demostró una tozudez y una disciplina admirables, y no paró hasta conseguir arrancarme de cuajo los pegotes de cera; el vello; gran parte de la piel; mis ganas de seguir viviendo, y mi autoestima. Qué gran mujer, de verdad. Todo un ejemplo a seguir.

Tras esa sesión de tortura que ni Torquemada en sus más aviesas noches inquisotoriales habría diseñado, la jornada transcurrió con más normalidad, porque en el resto de la espalda mi vello es más ralo y más débil y ya costaba menos el temita tirones. Salí de allí depilado, sí; le dediqué una última sonrisa gilipollesca y me retiré a mis aposentos, para tomarme un espidifén y meterme directamente en la cama: no sólo por el dolor físico, no, sino por el golpe a mi amor propio que aquella tarde se me había infligido. Sólo diré, para terminar, que estuve tres días con fiebres altas; y que ahora, cuando paso por delante de un gabitene de estética, se me pone la piel de gallina y me entran hasta sudores fríos. El cuerpo, que tiene su memoria, es sabio, y reacciona. Bendita naturaleza.

Ahora me estoy haciendo la láser en la espalda. La señora en cuyas manos me he puesto habla a la perfección, quizá hasta demasiado. Eso ya, al menos para mí, es toda una garantía.