viernes, 20 de diciembre de 2013



Tiene tela: la anterior actualización de mi blog ha sido, con diferencia, la más leída de los últimos tiempos. Y la más comentada. Bueno, en realidad no, la actualización en sí no ha sido muy comentada; pero la foto sí. Por eso ha recibido este cyberescaparate tantas visitas, de pronto. Por la foto; porque usé como reclamo, a través de facebook, esa instantánea en la que salgo tan guapísimo. Y claro, llamad@s por ese señuelo irresistible, much@s habéis pinchado en el enlace, para ver qué se escondía detrás. Y entonces habéis llegado aquí, quizá por primera vez. Me alegro (de que hayáis llegado aquí, digo). Y que lo hayáis hecho por mor de una foto mía (aun siendo extemporánea, muy lejana en el tiempo; y a pesar de que demuestra que el paso de los años me ha perjudicado de manera evidente), pues también me da alegría. Y me hace pensar. ¿Habría tenido tantas visitas si hubiese puesto la foto de un árbol de Navidad, o de una pluma, o de los tomos de la Constitución española? No. Seguro que no. Lo sé porque en su día puse esas fotos, y no obtuve semejante éxito. Conclusión: la belleza nos atrapa, nos mueve y nos conmueve. Y despierta nuestro interés mucho más que cualquier otra sensación. Nótese mi forma de definir la belleza: una sensación. De eso; y a cuenta de todo esto que digo como breve (juas y requeterrejuás) introducción, quiero hablar hoy.

Es que yo soy muy sensible a la belleza. Muchísimo. Creo que es una de mis mayores cualidades. Veo la belleza, la reconozco, la descubro; y puedo llegar a estremecerme con ese abrazo eléctrico que lo bello me transmite. Cuando digo “lo bello” me refiero a una cualidad difícilmente definible que se materializa de muchas formas distintas: en un rostro proporcionado; en un paisaje deslumbrante; en una conversación divertida, o profunda; en el beso de un amigo; en un texto, o en una simple palabra bien traída, de esas que vienen muy a cuento y dicen mucho con muy poco; en la mirada cómplice de un compañero de trabajo; en la luz nítida y evocadora de esta mañana de invierno... Incluso en la enfermedad y la muerte. También ahí puede haber mucha belleza. Lo digo por experiencia.

He llegado a derramar lágrimas como pagodas por la sacudida emocional que la belleza me transmite. Lágrimas de felicidad, por supuesto. Y en ese momento me he sentido muy libre y muy afortunado y muy ligero.... y he llegado a pensar que iban a brotarme alas para despegarme un par de palmos de suelo, así, tan beatíficamente. Claro, esto no me ocurre todos los días, no sé si por suerte o por desgracia. Quizá está bien que así sea, porque si no me pasaría la vida llora que te llora y con los vellos de punta. Y eso no debe de ser bueno para la salud. Aun así, casi a diario me sobresalto por la contemplación... no, no por la contemplación: por la admiración que algo bello me produce, muchas veces donde menos me lo espero. A despecho de los agoreros y los derrotistas, vivimos rodeados de belleza. Está ahí, esperándonos, deseando que la descubramos y la contemplemos y la disfrutemos. O a lo mejor es que, en realidad, la belleza habita en el fondo de mis ojos negros, y sólo necesita una pequeña excusa para detonar y dejarme con las patitas colgando. Quizá también habita en el fondo de tus ojos, queridísim@ lector/a. Segurísimo que sí.

Pensando en esta actualización, he buscado en el diccionario el significado “oficial” de la palabra “belleza”, pensando que iba a parecerme insuficiente e incompleta. Y no, mira por dónde, no: la definición me encanta. Dice el DRAE que la belleza es la “Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual”.

Os amo porque sois bell@s; o quizá sois bell@s porque os amo. O las dos cosas a la vez.

FOTO: Una de esas bellezas enormes, de las que te hacen llorar. Cuando este paisaje nepalí apareció ante mis ojos, se me doblaron las piernas. Literalmente.

martes, 17 de diciembre de 2013

La verdad, toda la verdad... ¡y un cojón de pato!


Cuando mi madre se puso enferma, todos imaginamos que tenía cáncer. Bueno, lo imaginamos porque una ecografía que le hicieron así lo insinuaba. Lo que no podíamos saber en aquellos primeros momentos era la inminencia de su muerte; que le quedaban sólo cuatro semanas de vida. Ya ingresada en el Carlos Haya, los médicos (sapientísimos, encantadores, sensibles y respetuosos hasta límites extraordinarios) la sometieron a un interrogatorio bastante peculiar. Aparte de interesarse por sus molestias, le preguntaron hasta dónde quería saber. Así. Claramente. A bocajarro. Ella levantó la vista, y tras pensarlo unos segundos, repitió su discurso de toda la vida:

- “A ver... – dijo, con ese tono cálido, casi suplicante, que utilizaba en los momentos muy trascendentales – “Yo eso de ‘te quedan tres meses de vida’ no quiero que me lo digan”. 

Los médicos quitaron hierro a la cuestión, y siguieron con sus preguntas, algunas de ellas bastante absurdas. Para mí, que observaba la escena con el corazón apesadumbrado y una media sonrisa en los labios, todo lo que pasó allí resultó muy revelador. Mi madre se moría; y ella no quería saberlo. El problema era llevar adelante esa voluntad suya hasta el final. Es que mi madre era enfermera, y, claro, si no le daban quimio, ni la operaban, y la mandaban para su casa... pues... blanco y en botija.... ¿Qué hacíamos para respetar su deseo de no saber? ¿Cómo protegíamos su derecho a no enterarse de algo que iba haciéndose cada vez más evidente? Esas preguntas me atormentaron durante algunos días. No muchos, la verdad. Porque al final se impuso la ley de la supervivencia humana, que es más fuerte que todas las evidencias del mundo. Los médicos nos lo dijeron claro: “quien no quiere saber, acaba por no preguntar”. Y así ocurrió. Cómo pudo una mujer inteligente y culta; habituada a tratar con enfermos durante toda su vida; en pleno ejercicio de sus facultades mentales, sostener un autoengaño tan enorme es más fácil de comprender de lo que parece. Lo consiguió porque quiso; porque quería. Y los demás hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano por respetar su voluntad. Qué menos. Era lo único que podíamos hacer por ella, aparte de quererla y cuidarla y mimarla y acompañarla en su despedida. Lo que ocurrió al final... Bueno, eso no viene al caso de esta actualización. Quizá lo cuente en otro momento, o quizá me lo guarde para mí. Ya lo pensaré otro día.

Esa decisión de mi madre me ha hecho reflexionar mucho acerca de lo que la idea de “verdad” implica; y de hasta qué punto ser absolutamente sincero es, como suelen vendernos, mejor que entregarse a ciertos embustes edulcorantes. Y al final he llegado a la conclusión de que cada uno es dueño de sus coherencias y también de sus incoherencias; de sus autenticidades y de sus autoengaños. Porque la capacidad para mentir; para mentirnos a nosotros mismos (entendida en este ámbito, al menos) es, que yo sepa, una cualidad genuinamente humana, que nos sirve para adaptarnos a este ecosistema a veces hostil que tenemos que habitar. No digo que esté bien vivir con una venda en los ojos, completamente ajenos a lo que nos rodea y a lo que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos, de nosotros mismos y de los demás. Pero un poco de fantasía; unas gotas de imaginación; un mirar para otro lado, de vez en cuando, puede darle color a una realidad (exterior o interior) que no siempre es de color de rosa. Algun@s dirán que es más sano coger el toro por los cuernos; arrostrar las situaciones con aplomo y arrojo, y resolver los conflictos sincera y corajudamente. Llevan razón. Por supuesto. Pero tampoco se nos puede pedir que seamos héroes las veinticuatro horas del día. Digo yo.

Al final, en distintos momentos de nuestra vida; por diferentes motivos, todos nos autoengañamos. O al menos no nos decimos toda la verdad, para evitarnos dolores inmediatos y pensar que nuestra existencia es tolerablemente buena, feliz, completa, segura, coherente. Si eso resulta sano o insano, no importa. El caso es que tenemos derecho a hacerlo. Aunque en el fondo seamos conscientes de nuestras carencias. Yo mismo practico ese deporte, a veces con devastadoras consecuencias, otras más felizmente. Y me da mucho coraje cuando alguien viene, sin pedírselo yo, a poner las cosas en su sitio y hacerme ver realidades que me he esforzado en ignorar. Otra cosa es que yo lo pida: ahí sí, ahí valoro mucho que mis amig@s me hablen con toda la franqueza del mundo, y me ayuden a asumir los embustes que yo mismo he construido. Quizá lo que ocurre es que nadie mejor que yo conoce mis propias mentiras. Porque, en algún lugar de mi alma, la verdad está ahí, latente, ladrándome; poniendo sombras sobre la brillantina.

Todo esto lo digo porque a veces, en mi línea asertiva, me descubro a mí mismo poniendo determinados puntos sobre algunas íes a gente que no me ha pedido que lo haga. Puedo llegar a ser muy entrometido y muy cabrón, con mi capacidad de análisis y mi proverbial bocachancla (peligrosísima combinación). Si algún día, querid@ lector/a, te someto a semejante tortura, párame los pies. No me lo tomaré a mal. Superparanada. Eso sí: cuando me pidas mi opinión sincera, te diré lo que veo, lo que siento, lo que intuyo. A veces acierto, y otras muchas, no. Intentaré hacerlo, eso sí, con delicadeza, empatía.... y, sobre todo, con mucho cariño. Porque el amor llega a donde nuestra capacidad intelectual no es capaz de alcanzar. Y eso siempre funciona. En el 100% de los casos.

Ahora vas, y lo cascas. Ni yo mismo me entiendo muy bien, algunas veces. Si es que no se me puede dejar con un teclado delante...

FOTO: De jovencito. Cuando no pensaba en todas estas tonterías.




jueves, 12 de diciembre de 2013

Cómo hacer el capullo (y encima, en chándal)


El otro día me preguntó un amigo si existe algún ámbito en el que no demuestre destreza. Le respondí que el ámbito emocional, y hoy añado que también el deportivo. No me gusta el deporte. Lo digo abiertamente, aunque me riñan desde la OMS. Es que siempre he sido muy torpe para las actividades físicas. Bueno, no; un momento;  esto no es cierto. Lo matizo: siempre he sido muy torpe para las actividades físicas que me obligaban a practicar en la escuela. Para otras, no. Por ejemplo, se me dan fenomenal el baile y las acrobacias. Habría sido un gimnasta de primera. Pero claro, en mi cole eso no se llevaba. En clase de Educación física, o jugabas al fútbol, o al baloncesto, o corrías campo a través cual cabra descarriada, o hacías abdominales así a palo seco, sin epidural ni nada. Un asquito, vaya. Porque todo eso se me da superfataldelamuerte (osea). Y además me aburre. Así que yo era el típico marginado al que siempre elegían el último cuando se formaban los equipos. El gordito empollón, que no atinaba a darle a la pelota ni aunque la tuviera bajo los pies. Qué frustración más grande, qué soledades pasaba el pequeño Javi. Claro que yo en venganza me liaba a dar patadas a diestro y siniestro: amargado, sí, pero jodiendo. Así funciona siempre, ¿no? 

El caso es que al final acabé convenciéndome de que el deporte no es lo mío. También ocurre que me han pasado mil y una desgracias cuando he querido meterme de lleno en lo de “mens sana in corpore sano”. Los amiguit@s ya conocéis esas crónicas patéticas de mis incursiones en el olimpismo de andar por casa. Aun así, las voy a enumerar aquí: para vergüenza mía y cachondeo general. Hay que tener en cuenta que casi todo lo que voy a contar me ocurrió en un periodo de pocos meses. Vamos, que me no me dieron el pase VIP del ambulatorio porque eso todavía no se ha inventado. Aunque sospecho que en el 18 de Julio (hospital malagueño ya desaparecido) llegaron a poner una plaquita con mi nombre, quizá en la sala de suturas. Por buen cliente. Y risueño, en mi desgracia. Eso, siempre. Vamos allá:

- Primero me dio por correr por el Paseo Marítimo, antes de que lo del footing (sí, footing, qué pasa. Soy así de antiguo) se pusiera tan de moda. Quién me mandaría a mí ponerme a trotar, ni que fuera yo un jamaicano de esos de turgente musculatura abdominal y fornidas piernas de gacela. Superparanada. Resultado: al segundo día de trote cochinero disfruté de mi primer esguince. Dios me estaba enviando una señal. Pero yo, que quería adelgazar a toda costa, no le hice caso. Tremendo error, porque...

- Como no podía correr (por el esguince), decidí entregarme al salutífero deslizamiento por agua dulce. A nadar en la piscina de casa de mi madre, vamos. Esto se me tenía que dar bien por cojones: un deporte de nulo impacto, en el que yo estaba relativamente entrenado, porque de pequeño recibí clases e incluso llegué a ganar alguna medalla (de bronce, sí; y en el ámbito de mi urba, vale. Pero medalla al fin y al cabo). Nado muy bien, hasta a mariposa (sin coñitas, que os conozco). ¿Qué me podía pasar? Pues una otitis galopante. Eso me pasó. Pero de las de gritar de dolor y mecha con antibióticos metida hasta el tímpano. Qué malamente. Segunda visita al Hospital, ya empezaban a llamarme las enfermeras por mi nombre. Y yo, como un capullo...

- ... ya me encontraba mejor del esguince. No curado del todo, pero mejor. Así que enredé a mi amiga Cristina para jugar al tenis. El caso es que el tenis también se me da bien, y también recibí clases de raqueta en mi más tierna infancia. Pijo y ricachón que era uno. Además, quería ganarle a Cristina a toda costa. Mira que la quiero y la adoro y la idolatro, pero ella es muy hábil en todo y no hay nada que me pueda dar más placer que verla caer derrotada. Ya si la derroto yo... orgasmo asegurado. ¡Sí, sí, sí, amiguitos! Hice que mordiera la red... y conseguirlo me costó el segundo esguince del verano. Me lo hice al principio del partido, pero aguanté como un buen psicópata para ganarle a Cristina. ¿Que acabé nuevamente en el Hospital? Sí. Pero con el dulce sabor de la victoria inundándome el paladar. Así duele menos.


- Claro, a esas alturas aún estaba convaleciente de la otitis. La natación estaba descartada... pero nadie dijo nada de hacer acrobacias desde el bordillo a la piscina. Salto mortal atrás, altísimo, perfectamente ejecutado... con caída de cabeza sobre el mismo filo del bordillo. Cuando entré por las puertas de mi casa, entre la sangre, el agua y mi pelo largo, parecía las mismísima Carrie en sus peores momentos de posesión. En el Hospital me saludaron con dos besos, y me plantaron siete puntos en la cabeza, sin anestesia. Supongo que era por ahorrar, demasiado gasto estaba haciéndole ya a la Seguridad social.

- Y ya por último, rizando el rizo de la gilipollez, me apunté al gimnasio. Un solo día duré, porque se me cayó en la cabeza una pesa de veinte kilos. Tal y como estáis leyendo. Puede parecer ficción, pero no lo es. Una brecha de cinco puntos de sutura en la coronilla lo atestigua, aún hoy. El bochornazo que pasé cuando la puñetera pesa, tras rebotar en mi chorla, golpeó contra el suelo; y la cara alucinada del monitor (un armario empotrado con pánico a la sangre) al verme bañado de rojo en plan “La matanza de Texas” no tienen parangón. Pa darme de hostias hasta en el carné de identidad. Por gilipollas y por torpe; y tentar a la suerte una y otra vez.

De mis hazañas en la nieve mejor no hablo. Sólo diré que incluyen pérdida de conocimiento, extravío de esquíes, rotura de fijaciones y un cuasi infanticidio en grado de tentativa. Idealísimo todo.

Por lo anterior, entenderéis que he tirado la toalla. No hago deporte, por razones médicas y de dignidad personal. Pero últimamente he descubierto el pilates, y ahí sí: ahí me luzco muchísimo, y me relajo, y conecto con mi cuerpo, y me olvido por un rato de todas mis obsesiones, que son muchas y muy variadas. Claro que si veis que de pronto desaparezco foreverandever, es que me he matado practicando el “roll up”. ¿Os parece imposible? ¡Ay, almas de cántaro! No sabéis con quién estáis hablando.

FOTO: El menda tras la clase de pilates. Alguna mente insana puede pensar que el rollo éste que me he marcado es sólo una excusa para exhibirme en mallas y camiseta sin tirantes. Qué enfermos estáis, de verdad. Ni confirmo ni desmiento.


miércoles, 4 de diciembre de 2013

Verdes... de envidia


Hoy toca una actualización breve. O al menos mi intención es que sea breve. A ver si me sale. Puede que no.

Hace tiempo, una amiga muy sabia (qué de amigas sabias tengo, coño. Qué suerte) me enseñó que existen dos tipos de envidia: la envida “sana” (por llamarla de alguna manera), que consiste en desear tener – o ser- lo mismo que tiene – o es – otra persona; y la envidia “insana”, que estriba básicamente en querer que el otro no tenga – o no sea – nada. La primera la he experimentado algunas veces, más en el terreno vital/intelectual/emocional que en el material (quizá porque no tengo muchas necesidades en ese sentido; y las que tengo, están cubiertas). Creo que el primer tipo de envidia tiene mucho que ver con la admiración: he deseado (a veces aún deseo) escribir tan bien como alguna gente; o vivir con la libertad que disfrutan otr@s; o ser tan guapo, tan brillante, tan ingenuo o tan bueno como algunas personas que me rodean. Las admiro, y por eso quiero ser como ellas. Y al quererlo, en cierto modo, ya SOY un poco como ellas.

El segundo tipo de envidia no lo he experimentado nunca. No lo digo por hacerme el guay: es que no lo he experimentado, simplemente. Pero sí que lo he observado. Y en esos momentos; cuando he visto a alguien demostrar ese tipo de envidia, me he sentido muy pequeño y muy dolido y muy cabreado. Porque me parece una actitud miserable y destructiva. Directamente no la entiendo: no le veo beneficio ninguno. Es un joder por joder. Qué rollazo.

Ocurrió una vez que, durante una cena, me presentaron a una señora, familiar de unos amigos. No nos habíamos visto en la vida, y claro, yo así de primeras siempre creo que la gente va a ser educada y amable y receptiva. Tras un intercambio de saludos, alguien le dijo a la buena mujer que yo trabajo en Canal Sur. Su respuesta, directa, al hígado, cargada de mala hostia, fue: - “¿Ah, sí? ¿Y os van a llegar los recortes allí? Porque ya está bien, ¿no? Ya os tiene que tocar a vosotros, digo yo”. Perplejo, sólo atiné a contestarle: “Señora, no sé a qué se dedica usted, básicamente porque no la conozco de nada. Pero deseo que los recortes no la afecten. En absoluto. Y que le vaya muy bien en la vida, así en general”. Pensaba que así provocaría una reacción de vergüenza en ella; creí que se daría cuenta de lo agresiva y envidiosa (en el sentido más insano) que había sido. Qué idiota. Ni siquiera procesó mi respuesta. Siguió despotricando y deseándome un recorte salarial y, a poder ser, el despido. No me dijo directamente que me muriese porque no tuvo tiempo, supongo. Qué linda. Adorable. De abrazarla junto a la chimenea, vamos. 

Y digo yo: ¿qué gana ella con eso? Si me bajan el sueldo, o me echan a la calle, ¿en qué mejora su vida? ¿Para qué me desea lo peor? Ahí dejo las preguntas en el aire. Yo tengo mis propias respuestas. Pero me las callo, por no prejuzgar y no parecer demasiado hiriente.

Luego está la gente que explica su inadaptación social a través de la envidia. “Yo soy estupendo; carezco de amigos porque la gente me tiene mucha envidia”. Qué maravilla, qué falta de autocrítica y qué sobredosis de egolatría. Admirablemente ruin.

¿Habrá alguien que me tenga envidia a mí? Supongo que sí. Me adornan algunas cualidades que podrían definirse como ”envidiables”. Depende de a quién le preguntes, claro. En cualquier caso, espero que sea envidia del primer tipo, “envidia sana”.  Por el bien de los envidiosos, y por el mío propio.

Ea, ya está. Ya me he despachado a gusto. Y de la brevedad, ni rastro. Qué envidia me da la gente con capacidad de síntesis...

FOTO: De mi árbol de Navidad. ¿Qué tiene que ver con el texto? Nada, básicamente. Pero es que me ha quedado tan mono... y tan sencillito...

martes, 3 de diciembre de 2013

Yo, Yomismo y Superbala


¿Para qué tengo un blog? Para exhibirme. Está claro. Para mostrar lo que pienso, lo que siento, o lo que imagino. Para conectarme con (parte de) el mundo; y quizá también para conectar conmigo mismo, a algunos niveles. También para recibir el aplauso, la admiración, el cariño de mis selectos y, según parece, no tan poco numerosos lectores. Porque me debo a mi público. Para que me queráis, vaya. Así que, venga: queredme. Leches.

A veces me pregunto qué imagen proyecto desde aquí. L@s que me conocéis de forma íntima ya tenéis una idea de cómo soy. Pero supongo – sé, en realidad- que por este cyberescaparate pasa gente absolutamente desconocida por mí; individuos que nunca han tratado conmigo “face to face”; que no me han oído cantar en directo; que no han debatido acaloradamente conmigo; que no han compartido con esta pequeña persona una cerveza, o una tarde de charla o una noche de bailoteo. ¿Qué pensarán ell@s de mí? Lo que les llega, a trravés de estos textos, ¿es un reflejo de lo que realmente soy, del Javi que efectivamente existe y respira y ocupa un espacio físico en la atmósfera terrestre? Me encantaría saberlo. Lo que piensan. Lo que pensáis. Pero como apenas comentáis estas actualizaciones, pues me quedaré con las ganas. Jo y rejo.

La cuestión de la identidad siempre me ha interesado mucho. Aquí viene que ni pintada una reflexión que apunto de memoria, seguro que algo deformada. Me la descubrió Carmen Rueda, antigua profesora mía de Lengua y Literatura, amiga del alma y mujer sapientísima donde las haya, en todos los sentidos. Creo que el planteamiento es de Unamuno, espero no equivocarme. Se preguntaba él cuál es nuestra auténtica identidad, la más verdadera; quién es uno mismo realmente. Algo así: “¿quién soy yo? ¿La persona que yo veo? ¿La persona que ven los demás? ¿O la persona que yo quiero ser, el individuo en el que me gustaría convertirme?”. Personalmente, siento que, por encima (o por debajo) de todo, soy el Javi que me gustaría ser: porque esa ambición, ese deseo, resume la esencia más esencial de mis valores; define mi potencial, e incluso expresa mis limitaciones y mis miedos. ¿Qué no consigo nunca desarrollar el máximo de esas aspiraciones? Seguro. Y da igual, es algo secundario. Porque lo importante es que están ahí, impulsándome, definiéndome. Son yo. 

Para completar esta actualización tan sesuda, copio y pego un texto de “Bomarzo” que ya usé un día en mi fotolog. El protagonista de la novela está mirando un retrato, y comprueba que su idea acerca del personaje retratado difiere por completo de la que ha transmitido el artista a través del pincel. Entonces reflexiona:

“¿Qué significaba ese retrato? ¿Qué me enseñaba? Empinado ante el altar, me empeñaba yo por interpretar su símbolo. ¿Quería decir que, frente a la verdad que creemos poseer como única, existen otras verdades; que frente a la imagen que de un ser nos formamos (o de nosotros mismos), se elaboran otras imágenes, múltiples, provocadas por el reflejo de cada uno sobre los demás, y que cada persona al interpretarnos y juzgarnos nos recrea, pues nos incorpora algo de su propia individualidad, de tal suerte que cuando nos quejamos de que alguien no nos comprende, lo que rechazamos, no reconociéndolo como nuestro, es el caudal de su esencia más sutil, que él nos agrega involuntariamente para ponernos a tono con su visión de lo que para él representamos en la vida? ¿No existiremos como entidades particulares, independientes? ¿Cada uno de nosotros será el contradictorio resultado de lo que los demás van haciendo de él, de lo que los demás forjan, por esa necesidad de transposición armonizadora que cada uno siente como un medio de comunicación; por esa necesidad de verse a uno mismo al ver al otro? ¿Cada uno de nosotros será “todos”, si estamos hechos de repercusiones que los demás se llevan consigo? ¿Andaremos por el mundo entre espejos enfrentados y deformantes, siendo nosotros mismos esos espejos? Pero no... porque cuando yo me pienso, a mí mismo, sin el aditamento que cada uno, para sí, me añade, me pienso tal cual soy, en mi desnuda limitación auténtica. ¿Y acaso esas incorporaciones no dejan rastros, no desfiguran, no mimetizan, no nos hacen actuar a menudo de diversa manera ante la diversa gente, dándoles, sin que nos percatemos de ello, lo que esperan de nosotros, multiplicándonos, diluyéndonos? [.....] Cada pintor se retrata a sí mismo, porque cada pintor recoge y subraya en el modelo lo que se le asemeja y se activa y brota a la superficie, llamado por su pasión. Cada uno de nosotros se ve a sí mismo, en los demás. Somos ecos, espejismos, reverberaciones".

Ea. Si has llegado hasta aquí... ¡Enhorabuena! Te has ganado una chocolatina por tu cariño y tu paciencia. Ya si dejas un comentario soy capaz de invitarte a cenar. Bueno, pago la cerveza nada más. Que pa lo que voy a comer yo, no me compensa meterme en más.