viernes, 14 de enero de 2022

CayEnDo en LaS RedEs

Venga, vale, lo reconozco: he tardado mucho en actualizar el blog. ¿Por qué? Pues por pereza, para empezar, que es un pecado capital bastante frecuente en mi día a día. Y también porque me daba un poco de vértigo sentarme de nuevo ante el teclado. En este tiempo he arrostrado muy diversas aventuras, en lo emocional, lo social, lo profesional y hasta en lo sexual. Muchas de ellas podrían ser motivo de chanza, carcajada, lagrimeo y/o reflexión. Hasta de un babuchazo en la coronilla, por capullo. Pero para mi reentré (galicismo perfectamente evitable, pero que a mí me superencanta) voy a abordar un asunto que me tiene consumidas las meninges desde hace ya bastantes meses. Quizá por eso no he escrito nada hasta hoy: necesito ordenar muchas ideas para ofrecer una perspectiva completa y razonable de esta realidad que hoy analizo. Seguramente no lo conseguiré (lo de “completa y razonable”); pero bueno: a petición de varios de mis fans (dos, en concreto), me pongo manos a la obra. O a lo que acabe siendo este texto, que, como es habitual, se sabe dónde empieza pero no dónde terminará. Que Dios nos coja confesados (y vacunados).

Voy a hablar de las redes sociales. Omnipresente universo en nuestro devenir cotidiano (al menos, en el de la mayoría de la gente), con más o menos presencia en la vida de cada cual. Quien más, quien menos, aquí todo quisque (esto es un homenaje a Rafa, no sé si lo leerá, pero va por tí!) le echa un vistazo al facebook, al instagram, al twitter, al tinder, al grinder, al tik-tok o a otros foros de similar pelaje. Forman parte de nuestra vida, consumen nuestro tiempo, nuestro interés, nuestra energía y hasta nuestra vista; y juegan un papel relevante (para unos más, para otros menos) en lo que sabemos de ese mundo que hay más allá de nuestro necesariamente limitado ecosistema vital. Hay mucho que decir al respecto, lo sé. O al menos yo tengo mucho que decir, desde lo particular hasta lo general. Seguro que el texto (que será necesariamente extenso, ya sabéis que no suelo lucirme en ese deporte tan saludable que es la sinopsis); seguro que el texto, digo, acabará siendo un batiburrillo incompleto de ideas hilvanadas. Iba a decir que lo siento… pero no, no lo siento. Así soy yo… o así estoy, con respecto a este asunto: abrumado, sobrepasado, sorprendido, escandalizado y afectado. Afectado porque me he visto inmerso (o, mejor dicho, me he sumergido) en una vorágine cybernética que no sé manejar del todo bien. Así es, lo reconozco. Diré a mi favor que a la hora de entrar en esa espiral he contado con cierta ayuda; y que hay gente (mucha; muchísima) aún más sustraída por el cybercuelgue que yo. Y esto me preocupa, la verdá. Bastante.

Empecemos por el principio: de mi pretérita relación con las redes sociales ya hablé yo en su día. De hecho hay una entrada en este blog al respecto (http://superbaleando.blogspot.com/2012/12/cyberamiguitos.html), no hace falta que la leáis. Tras revisarla, y con las perspectiva que dan los casi diez años que han transcurrido desde aquella reflexión (un poco naif la veo ahora), me temo que mi visión sobre el tema ha cambiado. Y no poco.

Decía entonces que en las redes tendemos a transmitir una imagen idealizada de nosotros mismos, mostrándonos no exactamente como somos, sino más bien como nos gustaría ser. Enseñándole al mundo nuestro perfil más favorecedor, matizado por ciertos filtros de impostura; añadiendo algo de purpurina a nuestra atribulada existencia para parecer un poquito los guays (nótese el uso del modificador “un poquito”, con su lacerante diminutivo, tan revelador de mis intenciones). Entonces las redes funcionaban así, supongo, y la cosa no tenía mucha más trascendencia. Pero todo evoluciona, y hoy el panorama me parece sustancialmente distinto, Voy a decir por qué, en mi (no tan) humilde opinión.

Para hacerlo, tomo prestadas las palabras de un psiquiatra tela de reputado. Vale, en realidad es el personaje de una serie de médicos, no recuerdo ahora cuál (son mi vicio, veo tantas que ya las confundo). En un emocionante capítulo, ese entrañable facultativo abordaba los problemas de una adolescente cuya estabilidad emocional se había visto altamente perjudicada por el uso (y el abuso) de las redes sociales. La pobre, de tanto postureo, ya no sabía ni quién era ella en realidad: ni se conocía ni se reconocía más allá del yonkismo instagramero en el que se había instalado. A cuenta de esa situación, este hombre sabio (o los guionistas, mejor dicho) nos regalaba la siguiente reflexión (recreo sus palabras, no me las sé de memoria… ¡Demasiada cerveza!… en fin…): “el problema de las redes sociales no está ya en que intentemos mostrarnos como nos gustaría ser a nosotros mismos; sino más bien como pensamos que los demás quieren que seamos, con la única intención de coleccionar seguidores y acumular muchos likes. O, lo que es lo mismo: de ser aceptados por un inmenso colectivo de gente desconocida a la que en realidad le importamos un mojón de kilo y cuarto. Y al hacerlo, vamos perdiendo nuestra esencia, nuestra identidad genuina, para convertirnos en un puñado de bits absolutamente carentes de personalidad y de criterio”. Qué mente tan preclara, qué forma de resumir alguno de los efectos nocivos del Instagram y sus congéneres. Premio Nobel para este hombre (o para los guionistas) a la voz de YA. O para mí, mejor dicho, que he recreado el discurso y le he añadido algunos gotitas de mi sutil ingenio. Si es que estoy perdiendo dinero, está cada día más claro.

Por motivos personales, he sido testigo de primera fila de esa dicotomía tan vertiginosa entre la realidad y la cyberficción en la que habitan algunas personas. Incluso yo mismo, como dije más arriba, he perpetrado actualizaciones que mostraban determinados aspectos de mi vida tan dulcificados, manoseados y tergiversados que ahora me parecen totalmente ajenos a mí. No, Javier, no; ajenos, no: es que has publicado fotos y textos directamente opuestos a la verdad de lo que estabas viviendo y sintiendo. ¿El motivo? Pues supongo que hay varios: ciertas dosis de narcisismo; unas gotas de autoengaño (aunque yo no soy mucho de eso: de autoengañarme, digo); y la voluntad de parecer superfeliz ante un público muy, muy concreto, entre el que yo mismo me contaba. En resumen, el ánimo de cubrir (erróneamente, por supuesto) determinadas carencias. En el camino, lógicamente, mis auténticas emociones se iban cyber-desdibujando, aunque a mi favor diré que yo nunca perdí la perspectiva de mi propia realidad. Igual es porque soy (en este caso, afortunadamente) demasiado viejo para dejarme seducir a tope por esos cantos de sirena. También ocurre que tengo una vida real bastante rica, en muchos sentidos, por lo que no necesito entregarme a las redes para sentirme aceptado, querido, admirado y acompañado. Suerte la mía, no cabe duda; algo bueno habré hecho, digo yo.

En fin: que a golpe de filtro, posturita, ángulo de cámara y textos pseudoprofundos; pienso que las redes, lejos de ayudarnos a conectar de forma sincera con los demás y con nosotros mismos, están jugando un papel opuesto y terriblemente perverso: se encargan de diluir nuestras aristas, de volatilizar nuestra esencia; y nos invitan a participar (en nuestra actitudes, nuestras apariencias y nuestras vivencias, sean estas reales o inventadas) de acuerdo con determinados clichés, con el objeto de ser aceptados y/o admirados por otros usuarios tan enajenados como nosotros mismos. Un ejercicio por otra parte inútil, ya que (esto lo he visto yo con mis propios ojos, y hasta lo he practicado alguna vez) la mayoría de los likes que emitimos o recibimos son fruto de un gesto automático: ni las fotos se observan con detalle, ni los textos (esto, mucho menos) se leen con atención alguna. Así, nos transformamos en otros para satisfacer a… a nadie, en realidad. Esto me resulta desoladoramente triste, sobre todo porque se trata de una dinámica muy exigente: al final, la persona siempre debe estar a la altura (o bajura) del personaje que proyecta a través de las redes, y esto (por imposible) siempre conduce a una enorme frustración. Y a una enorme soledad. Lo segundo me parece aún más lamentable que lo primero… y ya es decir.

Lo sabía: con esta actualización iba a batir mi propio récord de extensión… ¡y aún no he terminado! Tengo mucho más que vomitar a estos respectos, pero dejaré otros asuntos aparte para terminar haciendo referencia al archifamoso algoritmo. O algoristmos, porque ya no hay proveedor de contenidos que no lo utilice. ¡Ay, el agoritmo! Esa especie de Gran Hermano que todo lo ve, todo lo analiza y todo lo controla desde algún paraíso digital cuya localización desconocemos. El algoritmo… ¡qué gran invento! Gracias a él sólo nos cyber-relacionamos con nuestros correligionarios; y vemos, escuchamos y leemos todo aquello que encaja con nuestra propia forma de ver la vida y el mundo. Perdón… ¡perdón! ¿He dicho “propia”? No, no… Nada de “propio”, aquí todo debe ser colectivo; a poder ser, universal. El algoritmo, al filtrar los mensajes (de todo tipo) que recibimos; e incluso a las personas a las que cyberconocemos; funciona al mismo tiempo como un espejo deformante y como un censor: nos escamotea todo lo que pueda resultarnos molesto y ofrece a nuestros ojos una imagen de la realidad confortablemente afín a nuestras opiniones y deseos. Así, simultáneamente, nos va moldeando, puliendo, desgastando: nos extirpa el pensamiento crítico y hace que nos instalemos en la comodidad del que sabe que lleva la razón… ¡porque todo el mundo razonable y guay piensa igual que yo! Arcadas secas me da el algoritmo: no hay mayor instrumento para el narcisismo, la autocomplacencia y la masturbación social e intelectual. Y al que discrepe o se salga del target… que le pique un pollo. Así nos va. Aborregados pero hipnóticamente felices, nos dirigimos con docilidad a los fértiles prados de nuestro target de consumo. Y yo el primero, que conste. Puaj y repuaj.

Hasta yo mismo me he cansado de tantísima verborrea. Corto ya. Qué a gusto me he quedado.