miércoles, 7 de enero de 2015

LoveJoy



Hoy he leído que un cometa llamado Lovejoy se acerca estos días a la tierra. Cuando digo “se acerca” quiero decir que pasará a 70 millones de kilómetros de nuestro planeta. Casi nada, vaya; aquí al ladito; por Bormujos, como quien dice. Por lo visto, el ignoto (al menos, ignoto para mí) Lovejoy nos visita una vez cada 13.000 años. Yo no sé cómo los científicos calculan esas cosas, pero semejantes magnitudes dan que pensar.

Lo del Lovejoy me ha recordado aquellas tardes estivales de mi adolescencia, cuando me dejaba flotar sobre el agua de la piscina para admirar el paso de las nubes a través del incendiado cielo del ocaso malagueño. Sí, yo era así de romanticón, qué le vamos a hacer. Entonces; allí tumbado entre breves ondas de transparente azul; una especie de vértigo existencial se me anudaba a las tripas, y me hacía sentir muy pequeñito, muy insignificante, muy fugaz; y al mismo tiempo, inopinadamente, también me conectaba con esa inmensidad inabarcable de la que al fin y al cabo todos formamos parte.

Hoy, al leer esa noticia del cometa, he vuelto a experimentar esa sensación que combina idénticas dosis de miedo y maravilla. Porque, al lado del Lovejoy; comparando con los míos su dimensión y su periplo y sus tiempos; me hago consciente del breve espacio que ocupo en esto que llamamos realidad; y, quizá contradictoriamente, experimento de forma muy vívida el cosquilleo de la trascendencia. Porque ambos, el Lovejoy y yo, estamos hechos del mismo polvo de estrellas.

Todo eso es lo que pienso yo, lo que yo siento, pero... ¿qué sentirá el Lovejoy? ¿qué pensará de nosotros? ¿Qué sutil variación de su esencia experimentará al contemplar nuestro infinitesimal tamaño, el mínimo plazo de nuestra – para él- instantánea existencia? Lástima que no se lo podamos preguntar.