miércoles, 20 de enero de 2021

CaNTo a MI mISmO


 

Hace unos días, alguien muy, muy querido me dijo que debería quererme más a mí mismo. Este mensaje no es la primera vez que me llega; y supongo (sé, en realidad) que también le encajaría a otra mucha gente; a la mayoría, ciertamente, por no decir a casi todo el mundo. Pensando en ello, me he dado cuenta de que utilizo con frecuencia este cyberescaparate para compartir mis fragilidades, mis miedos, mis inseguridades y las gilipolleces que en ocasiones perpetro, a veces con humor, a veces en plan vomitona, quizá como una peculiar forma de exorcizar todo eso que me atormenta y/o obsesiona (porque a neurótico no me gana ni Woody Allen entrando en un quirófano). En cambio, hablo poco de mis grandezas, salvo para poner en valor a las magníficas personas que me rodean a más o menos distancia. Tengo aún varios homenajes pendientes a individuos que se han convertido en imprescindibles para mí; pero hoy, mira tú por dónde, me voy a rendir pleitesía a mí mismo, a modo de reflexión intelecto-sentimento-masturbatoria. Es un ejercicio que me cuesta trabajo abordar, quizá debido a esa educación judeocristiana que nos enseña a ser humildes, minimizando nuestras grandezas para no parecer prepotentes o soberbios. Ahora que lo pienso; y a pesar del daño que esa filosofía puede llegar a infligirnos a distintos niveles; no viene mal aplicarla con mesura, en estos tiempos de narcisismo exacerbado y postureo extremo que nos ha tocado vivir. El eslogan “porque yo lo valgo” resume muy bien qué niveles de autofascinación individualista hemos alcanzado últimamente. Pero esa es otra historia, y debe ser contada en otra ocasión.

A lo que estamos: hoy voy a hablar de mis virtudes, para pintar un retrato más completo y no transmitir (ni transmitirme) una idea cercenada de lo que pienso que soy. Igual tú, querido lector, no ves en mi pequeño ser las cualidades que me dispongo a desgranar; o a lo mejor las aprecias más como defectos que como bondades. Esto último ocurre muy a menudo (no sólo conmigo, sino con todo quisque), porque algunos atributos que a mí me parecen magníficos a ti pueden resultarte absolutamente deleznables. También importa el factor de la mesura: la empatía, por ejemplo, me parece una cualidad esencial… pero ejercida sin control y en exceso puede provocar más daño que beneficio. En fin… ya empiezo a divagar. Divagar! La capacidad para hacerlo destaca entre mis más evidentes cualidades. Seguro que lo has apreciado.

Veamos: tengo 46 años, y he llegado a esta orilla con cierta (bastante) dignidad. Con “dignidad” quiero decir que puedo mirarme al espejo sin sentirme demasiado avergonzado; no le debo nada a nadie (salvo agradecimiento) y le tengo cierto aprecio a ese Javi adulto que observo con ojos asombrados (yo me sigo sintiendo un niñato). Puedo decir que no recuerdo haber hecho nada con la intención de perjudicar a nadie (al menos, conscientemente; aunque seguro que he perjudicado a alguna gente, sin yo quererlo); y que me he esforzado (sigo haciéndolo) en ser un buen tipo. Mi proverbial talento para el análisis y la autocrítica han pulido bastantes aristas de mi carácter (y lo que te rondaré). Eso, unido a una enorme curiosidad; y a mi capacidad para escuchar los argumentos de otros, ha influido muchísimo en mi evolución intelectual y moral (sí, sí: MORAL. Qué pasa. La moralidad está muy denostada… y así nos va, a veces), y hoy me siento un Javi mucho más sabio del que fui. No es ninguna tontería: hay quien se aferra tanto a sus certezas que permanece eternamente inmóvil en determinadas actitudes e ideas. No es mi caso: como dije una vez, “estos son mis principios: si me convences de que estoy equivocado, no tengo problema en cambiarlos”. En eso consiste evolucionar, ¿no? Pues eso.

Empatía: esta es otra de mis grandes virtudes. En realidad tiene una vertiente algo egoísta, porque me encanta la gente (opino que más del 90% de la población mundial es buena por naturaleza, al menos de forma individual) y disfruto compartiendo experiencias con otros seres humanos. Añadamos a esta receta un buen chorro de lealtad (sí, soy MUY leal con mi gente), y quizá se pueda explicar que haya atesorado tantos y tan buenos amigos. La gente a la que quiero sabe positivamente que PUEDE CONTAR CONMIGO. Así, en mayúsculas; cualquier día, a cualquier hora. No le veo mucho mérito, en realidad, ya que sus asuntos los vivo como propios y dormiría intranquilo si no los compartieran conmigo. Por algún motivo, mis personas afectas tienen en alta consideración mis opiniones, y me piden que las exprese libremente (tengo mucho tacto, esto también es importante) sabiendo que no son de ningún modo vinculantes: jamás pretenderé que nadie actúe de acuerdo a ellas, porque respeto las decisiones ajenas por encima de todo, aun pensando que puedan ser erróneas. Tienes derecho a equivocarte, leches, una y mil veces. Y, si lo haces, ahí estará Javi con su hombro y alguna tontería en el filo de la boca. Jamás pronunciaré eso de “yo ya te lo dije”, ni haré leña del árbol caído. Es justo lo que espero que hagan conmigo: que me abrecen, que me acompañen y que me intenten comprender. Tampoco me parece pedir tanto. En esa línea empática, y puede que como resultado de la educación que me ofrecieron, muestro una destacada tendencia a ocuparme del bienestar ajeno, muchas veces por encima del propio. Esto tiene su lado malo, por supuesto; pero como hoy hablamos de virtudes, diré que esa actitud suele generar buen rollo a mi alrededor; y a mí me hace feliz ver a mi gente feliz, así que todos contentos.

En otro orden de cosas, siempre he demostrado cierta brillantez intelectual y buenas dotes para el aprendizaje; así que he atesorado cierta culturilla (la curiosidad, de nuevo) que me hace destacar en determinados ámbitos y ecosistemas (en otros, no). También soy metódico, organizado (en el más amplio sentido de la expresión), generoso y previsor; magnífico planificando y un gran segundo de a bordo. Puedo resultar tela de ingenioso; manejo con mucha soltura el idioma castellano (esto implica que mi universo es más rico que el de otra gente, porque lo que no se puede mencionar, no existe) y, si me siento cómodo e inspirado, destaco por mi humor chispeante y mis comentarios jocosos. Disfrutón es un adjetivo que se me puede aplicar en muchas ocasiones; y apasionado, también. Cuando algo me gusta, me gusta de verdad, y me entrego a ello extrayendo hasta la última gota de jugo. Tengo el don de apreciar la belleza en las cosas, los paisajes y los paisanajes. Incluso la belleza propia… aunque esto me cuesta más, para qué nos vamos a engañar. Diré que tengo unos ojos particularmente expresivos; una nariz bastante bonita (me la han querido copiar en más de una ocasión); y una anatomía bastante proporcionada (si vigilo bien mi peso, que es la cruz que me ha caído en esta vida). Presumo de muy buen oído, y resulta que canto tela de bien. Y algunos días, además, puedo sentirme intensamente feliz…. Lo cual no es una cualidad menor.

Supongo que tengo algunas cualidades más (si tú aprecias alguna, dímela, que me hará mucho bien)… pero vamos a dejarlo ya, que güenohtá. Sólo diré para terminar que tengo una INMENSA capacidad de amar. Y eso lo resume todo.

sábado, 2 de enero de 2021

Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)

 


Me he dado cuenta de que mis anteriores actualizaciones son todas tela de emocionalmente comprometidas. Y no, no quiero comenzar el año que recién estrenamos (¡toma modismo latino que me he marcado!) abriendo una vez más mi corazón en plan “os lo muestro todo y así me desahogo y comparto mis miserias y tal y cual”. Por eso he decidido regresar a un contenido que tengo bastante abandonado en esta cibercasa: el de las capulladas que he pergeñado (o me han ocurrido) a lo de mi atribulada existencia. Así que, allá va: de los creadores de “Cómo hacer el gilipollas (y encima, en chándal)” llega el estreno bloguero de este 2021 con “Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)”.

Siempre he tenido mucho pelo en el cuerpo. A ver, siempre, no: cuando era un breve retoño lucía tan lampiño como cualquier otro bebé. Pero desarrollé el temita capilar muy pronto, y ya de adolescente mi pecho y mis piernas eran una manta zamorana. En aquellos años (y en el mundo en el que yo me movía; en otros, no sé) lo de ser velludo no quedaba precisamente estético. Ya ves tú, qué cosa: resulta que ahora, ya teñido mi vello corporal por las nieves del tiempo (qué metáfora tan clásica); resulta, digo, que ahora el pelo de mi cuerpo es una especie de fetiche muy valorado por determinado público. Veleidades de la vida que yo, claro, he sabido aprovechar (como te digo una có, te digo la ó). En fin: que a mí ser un osito juvenil me daba tela de vergüenza, y hubo un tiempo en que hasta evitaba ir a la playa para no mostrar mi linda cobertura capilar. Luego, como digo, por mor de los caprichos de la estética mariconil esa situación se dio la vuelta por completo, y hoy en día luzco con orgullo mis pelambreras donde y cuando haga falta. Vale, sí, ya lo digo yo, porque sé que lo estás pensando: tengo pelo en todo el cuerpo… menos donde se supone que debería tenerlo. Pero la calvicie y sus circunstancias no son objeto de esta actualización, porque ya hablé de ellasaños atrás con gran jocosidad. Así que, sigamos adelante.

Aunque ya en la postadolescencia yo estaba encantado con ese abrigo biológico con que la naturaleza me ha dotado, hay algo que no, mireuhté, no me gusta: los pelos de la espalda. Es que no quedan bonitos, por muy temprano que te levantes. Tampoco es que mi dorso parezca una alfombra persa, pero en un tiempo pretérito surgió en mi la idea de dejarlo imberbe. Por aquel entonces yo estaba relativamente tieso (crematísticamente hablando), así que lo del láser ni me lo planteaba, con lo que las opciones se reducían. Claro, como yo no me puedo estar calladito, compartí mi voluntad depilatoria (o rasuradora) con mis 50 mejores amigas, y una de ellas me dio la solución perfecta: tenía ella (supongo que sigue teniendo) una vecina que te hacía la cera en el garaje de su casa a un precio irrisorio. Barato, barato paisa… y con las mismas garantías higiénico-sanitarias que un estercolero vietnamita (por poner un ejemplo exótico). ¿Qué hizo Javi? Pues dar palmas con las orejas, confiar en el sabio criterio de su (por otra parte, maravillosa) amiga y plantarse en casa de la vecina previa cita telefónica. Bueno, no, telefónica no: fue vía sms (guasap no había) porque la susodicha vecina era sordomuda. En realidad era más sorda que muda, ya que algunos sonidos guturales lograba emitir (ejem) de manera muy bella y expresiva. Este detalle de la diversidad funcional lo comento no por hacer mofa de la muchacha, sino porque resulta relevante para entender en su verdadera dimensión toda esta historia tan absurda, surrealista… y dolorosa. Que quede claro.

En fin: que me presenté allí, y a través del lenguaje universal de señalar con el dedito me comuniqué con la consabida esteticién doméstica. Me quité la camiseta, me tumbé boca abajo en la camilla y me puse en las manos de tan diestra y formada profesional. A ver, yo no sabía nada de depilación, así que en principio lo vi todo muy normal. Ella preparó sus avíos, y extendió un generoso pegote de cera ardiente en lo que viene siendo la zona del morrillo, justo por debajo de mi cogote. Debo decir que ahí precisamente es donde tenía más cantidad y largura de vello corporal:. que se me podía haber construido un moño italiano digno de la mismísima Audrie Hepbund, vaya. Pues eso, yo lo vi normal: no pensé que igual lo suyo habría sido recortar un poco el pelo antes, por facilitar el tema y evitar… pues todo lo que pasó después. Que aún siento escalofríos al recordarlo (literalmente).

El caso es que la tipa intentó dar el primer tirón… y aquello no tenía ella reaños de arrancarlo. ¿Solución? Pues fácil, seguro que la técnica se la enseñaron en el Oxford de las depiladoras profesionales: se puso a añadir cera como si no hubiera un mañana, hasta que aquello supongo yo que se convirtió en un amasijo pringoso totalmente ingobernable. Yo con el primer tirón ya le había dedicado, mentalmente, unas lindas palabras de cariño… pero allí me quede, entregado a su bravura, confiando plenamente en su saber hacer…. Haciendo el gilipollas, vaya, porque no he sufrido más en los días de mi vida. Ya cuando, en vista de que de pie no conseguía arrancar ni un solo pelo; y después de que en uno de sus brutales tirones la tipa se tabbalerara y estuviera a punto de caerse al suelo; no contenta con la extrema crueldad a la que me estaba sometiendo, va la cabrona y se sube a horcajadas en mi espalda, con la aviesa intención de poder jalar más estable y eficientemente. A esas alturas, ya con lágrimas en los ojos y sangre en las manos de agarrarme tan fuerte a la camilla (esto no es broma, me hice heridas de verdad), perdí todo el filtro que me quedaba y la llamé, ya a voz en grito, de hijadelagranputa para arriba, en un alarde de dominio lingüístico del insulto que desconocía en mi persona. Hice mención a toda su familia; me refería a su discapacidad con palabras no precisamente elogiosas; y le deseé el más siniestro de los futuros que uno pueda imaginar. Pero claro, ella era sorda, y no se enteraba de nada: seguía tirando y tirando y emitiendo sus gruñidos como si aquello fuera algo saludable. Yo, como soy tan jodidamente judeocristiano, en medio del océanos de improperios que estaba largando por mi boca, giraba la cabeza en ocasiones y le dedicaba una sonrisa de comprensión. Es que HAY QUE SER GILIPOLLAS. Al menos esperaba que, al verme los ojos anegados en lágrimas, comprendiera la operaria que algo malo estaba pasando. Pero no: ella demostró una tozudez y una disciplina admirables, y no paró hasta conseguir arrancarme de cuajo los pegotes de cera; el vello; gran parte de la piel; mis ganas de seguir viviendo, y mi autoestima. Qué gran mujer, de verdad. Todo un ejemplo a seguir.

Tras esa sesión de tortura que ni Torquemada en sus más aviesas noches inquisotoriales habría diseñado, la jornada transcurrió con más normalidad, porque en el resto de la espalda mi vello es más ralo y más débil y ya costaba menos el temita tirones. Salí de allí depilado, sí; le dediqué una última sonrisa gilipollesca y me retiré a mis aposentos, para tomarme un espidifén y meterme directamente en la cama: no sólo por el dolor físico, no, sino por el golpe a mi amor propio que aquella tarde se me había infligido. Sólo diré, para terminar, que estuve tres días con fiebres altas; y que ahora, cuando paso por delante de un gabitene de estética, se me pone la piel de gallina y me entran hasta sudores fríos. El cuerpo, que tiene su memoria, es sabio, y reacciona. Bendita naturaleza.

Ahora me estoy haciendo la láser en la espalda. La señora en cuyas manos me he puesto habla a la perfección, quizá hasta demasiado. Eso ya, al menos para mí, es toda una garantía.