sábado, 2 de enero de 2021

Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)

 


Me he dado cuenta de que mis anteriores actualizaciones son todas tela de emocionalmente comprometidas. Y no, no quiero comenzar el año que recién estrenamos (¡toma modismo latino que me he marcado!) abriendo una vez más mi corazón en plan “os lo muestro todo y así me desahogo y comparto mis miserias y tal y cual”. Por eso he decidido regresar a un contenido que tengo bastante abandonado en esta cibercasa: el de las capulladas que he pergeñado (o me han ocurrido) a lo de mi atribulada existencia. Así que, allá va: de los creadores de “Cómo hacer el gilipollas (y encima, en chándal)” llega el estreno bloguero de este 2021 con “Cómo hacer el gilipollas (y encima, con dolor)”.

Siempre he tenido mucho pelo en el cuerpo. A ver, siempre, no: cuando era un breve retoño lucía tan lampiño como cualquier otro bebé. Pero desarrollé el temita capilar muy pronto, y ya de adolescente mi pecho y mis piernas eran una manta zamorana. En aquellos años (y en el mundo en el que yo me movía; en otros, no sé) lo de ser velludo no quedaba precisamente estético. Ya ves tú, qué cosa: resulta que ahora, ya teñido mi vello corporal por las nieves del tiempo (qué metáfora tan clásica); resulta, digo, que ahora el pelo de mi cuerpo es una especie de fetiche muy valorado por determinado público. Veleidades de la vida que yo, claro, he sabido aprovechar (como te digo una có, te digo la ó). En fin: que a mí ser un osito juvenil me daba tela de vergüenza, y hubo un tiempo en que hasta evitaba ir a la playa para no mostrar mi linda cobertura capilar. Luego, como digo, por mor de los caprichos de la estética mariconil esa situación se dio la vuelta por completo, y hoy en día luzco con orgullo mis pelambreras donde y cuando haga falta. Vale, sí, ya lo digo yo, porque sé que lo estás pensando: tengo pelo en todo el cuerpo… menos donde se supone que debería tenerlo. Pero la calvicie y sus circunstancias no son objeto de esta actualización, porque ya hablé de ellasaños atrás con gran jocosidad. Así que, sigamos adelante.

Aunque ya en la postadolescencia yo estaba encantado con ese abrigo biológico con que la naturaleza me ha dotado, hay algo que no, mireuhté, no me gusta: los pelos de la espalda. Es que no quedan bonitos, por muy temprano que te levantes. Tampoco es que mi dorso parezca una alfombra persa, pero en un tiempo pretérito surgió en mi la idea de dejarlo imberbe. Por aquel entonces yo estaba relativamente tieso (crematísticamente hablando), así que lo del láser ni me lo planteaba, con lo que las opciones se reducían. Claro, como yo no me puedo estar calladito, compartí mi voluntad depilatoria (o rasuradora) con mis 50 mejores amigas, y una de ellas me dio la solución perfecta: tenía ella (supongo que sigue teniendo) una vecina que te hacía la cera en el garaje de su casa a un precio irrisorio. Barato, barato paisa… y con las mismas garantías higiénico-sanitarias que un estercolero vietnamita (por poner un ejemplo exótico). ¿Qué hizo Javi? Pues dar palmas con las orejas, confiar en el sabio criterio de su (por otra parte, maravillosa) amiga y plantarse en casa de la vecina previa cita telefónica. Bueno, no, telefónica no: fue vía sms (guasap no había) porque la susodicha vecina era sordomuda. En realidad era más sorda que muda, ya que algunos sonidos guturales lograba emitir (ejem) de manera muy bella y expresiva. Este detalle de la diversidad funcional lo comento no por hacer mofa de la muchacha, sino porque resulta relevante para entender en su verdadera dimensión toda esta historia tan absurda, surrealista… y dolorosa. Que quede claro.

En fin: que me presenté allí, y a través del lenguaje universal de señalar con el dedito me comuniqué con la consabida esteticién doméstica. Me quité la camiseta, me tumbé boca abajo en la camilla y me puse en las manos de tan diestra y formada profesional. A ver, yo no sabía nada de depilación, así que en principio lo vi todo muy normal. Ella preparó sus avíos, y extendió un generoso pegote de cera ardiente en lo que viene siendo la zona del morrillo, justo por debajo de mi cogote. Debo decir que ahí precisamente es donde tenía más cantidad y largura de vello corporal:. que se me podía haber construido un moño italiano digno de la mismísima Audrie Hepbund, vaya. Pues eso, yo lo vi normal: no pensé que igual lo suyo habría sido recortar un poco el pelo antes, por facilitar el tema y evitar… pues todo lo que pasó después. Que aún siento escalofríos al recordarlo (literalmente).

El caso es que la tipa intentó dar el primer tirón… y aquello no tenía ella reaños de arrancarlo. ¿Solución? Pues fácil, seguro que la técnica se la enseñaron en el Oxford de las depiladoras profesionales: se puso a añadir cera como si no hubiera un mañana, hasta que aquello supongo yo que se convirtió en un amasijo pringoso totalmente ingobernable. Yo con el primer tirón ya le había dedicado, mentalmente, unas lindas palabras de cariño… pero allí me quede, entregado a su bravura, confiando plenamente en su saber hacer…. Haciendo el gilipollas, vaya, porque no he sufrido más en los días de mi vida. Ya cuando, en vista de que de pie no conseguía arrancar ni un solo pelo; y después de que en uno de sus brutales tirones la tipa se tabbalerara y estuviera a punto de caerse al suelo; no contenta con la extrema crueldad a la que me estaba sometiendo, va la cabrona y se sube a horcajadas en mi espalda, con la aviesa intención de poder jalar más estable y eficientemente. A esas alturas, ya con lágrimas en los ojos y sangre en las manos de agarrarme tan fuerte a la camilla (esto no es broma, me hice heridas de verdad), perdí todo el filtro que me quedaba y la llamé, ya a voz en grito, de hijadelagranputa para arriba, en un alarde de dominio lingüístico del insulto que desconocía en mi persona. Hice mención a toda su familia; me refería a su discapacidad con palabras no precisamente elogiosas; y le deseé el más siniestro de los futuros que uno pueda imaginar. Pero claro, ella era sorda, y no se enteraba de nada: seguía tirando y tirando y emitiendo sus gruñidos como si aquello fuera algo saludable. Yo, como soy tan jodidamente judeocristiano, en medio del océanos de improperios que estaba largando por mi boca, giraba la cabeza en ocasiones y le dedicaba una sonrisa de comprensión. Es que HAY QUE SER GILIPOLLAS. Al menos esperaba que, al verme los ojos anegados en lágrimas, comprendiera la operaria que algo malo estaba pasando. Pero no: ella demostró una tozudez y una disciplina admirables, y no paró hasta conseguir arrancarme de cuajo los pegotes de cera; el vello; gran parte de la piel; mis ganas de seguir viviendo, y mi autoestima. Qué gran mujer, de verdad. Todo un ejemplo a seguir.

Tras esa sesión de tortura que ni Torquemada en sus más aviesas noches inquisotoriales habría diseñado, la jornada transcurrió con más normalidad, porque en el resto de la espalda mi vello es más ralo y más débil y ya costaba menos el temita tirones. Salí de allí depilado, sí; le dediqué una última sonrisa gilipollesca y me retiré a mis aposentos, para tomarme un espidifén y meterme directamente en la cama: no sólo por el dolor físico, no, sino por el golpe a mi amor propio que aquella tarde se me había infligido. Sólo diré, para terminar, que estuve tres días con fiebres altas; y que ahora, cuando paso por delante de un gabitene de estética, se me pone la piel de gallina y me entran hasta sudores fríos. El cuerpo, que tiene su memoria, es sabio, y reacciona. Bendita naturaleza.

Ahora me estoy haciendo la láser en la espalda. La señora en cuyas manos me he puesto habla a la perfección, quizá hasta demasiado. Eso ya, al menos para mí, es toda una garantía.


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