lunes, 27 de enero de 2014

Cuidar


Hablaba el otro día de lo que significa, para mí, “cuidarme”. Hoy le quito el reflexivo al verbo, y pienso en lo que significa, para mí, "cuidar": ofrecer lo mejor de mí a gente querida que pasa por un trance difícil. Puedo llegar a sentirme muy feliz cuidando a otras personas, porque en esa acción se entretejen el egoísmo y la generosidad muy naturalmente. Y eso gusta. Y satisface. Y eleva.

Estoy acostumbrado a cuidar de otras personas desde mi más tierna infancia. Resulta que mi abuela materna vivía con nosotros. De hecho prácticamente nos crio a mi hermano y a mí, porque mi madre trabajaba mucho y tuvo que delegar (en parte) el trajín de lidiar con esos renacuajos que comían y crecían (poco, en mi caso) y daban alguna guerra (no mucha, la verdad, fuimos unos niños excepcionalmente buenos; quizá es que no fuimos niños, en puridad. Pero de eso ya hablé en otra actualización. Me centro, me centro). Mi abuela Rafaela nos cogió de la mano, y, a su cariñosa manera, hizo que nos convirtiéramos en los seres humanos que ahora somos. Ella es responsable de gran parte de nuestra (excelente) educación. Mi queridísima Marta, que es la tercera hermana (a muchos niveles), también participó de aquella comunidad peculiar que formaba mi pequeña familia. Ella también corrió alrededor de la mesa camilla para evitar los bofetones de mi abuela, que tenía cierta afición a los pellizcos y la mano abierta. La pobre, cómo la toreábamos y qué paciencia tenía con nosotros. Fue una gran mujer, con una capacidad para el amor fuera de serie. Y encima, alegre y cantarina y bailonga y culta. Vamos, un lujo total. La sigo echando de menos, a menudo.

En fin: mi abuela nos llevó en volandas durante los años de la niñez. Y luego ella se convirtió en niña a causa de la demencia senil. Sí: suena duro (y lo es) eso de asistir a la decadencia mental de una mujer que ha sido tu referente. Pero también tuvo su lado bonito, y tierno, y divertido. En realidad, diría que convivir con ella, cuando tenía la cabeza perdida, fue más bello que dramático. La demencia propició que mi abuela se instalara en un mundo de fantasía, a caballo entre un pasado convertido en presente y ciertos delirios de su desbocada imaginación. Y allí nos mudamos nosotros con ella, cuando se hizo evidente que intentar traerla a la “realidad” (sea eso lo que sea) sólo le provocaba sufrimiento. La engañábamos, la mareábamos y le gastábamos bromas; bailábamos con ella el pasodoble y le pedíamos que nos cantara unas coplillas muy cursis de su juventud como maestra: “Que truene, que retumbe, que haga sol/ que el trueno en el espacio se haga oír...”. Joder. Parece que la estoy oyendo, tan risueña y feliz, abrazándonos sin saber muy bien si éramos sus hijos, sus nietos o sus vecinos. Gente muy querida, en cualquier caso. Porque eso sí lo sabía: que nosotros éramos “su gente”. Los que la cuidábamos, los que la amábamos, los que la protegíamos. Lo supo incluso al final, cuando ya su identidad había quedado prácticamente desdibujada y Rafaela navegaba por el éter de una irrealidad total. Sí, lo repito: suena duro, pero también fue muy bonito. Un regalo, poder ofrecerle ese amor que ella había inoculado en nosotros. Su semilla dio frutos muy dulces. Aún los da, tantos años después. Qué cosas.

Más recientemente, como sabéis, la implacable dinámica generacional nos hizo cuidar de mi madre. Con ella todo fue muy diferente: por breve y por agónico. Y aun así, al menos yo, experimenté sensaciones parecidas a las que viví con mi abuela: la felicidad de acompañarla y protegerla en ese trance tan íntimo y trascendente de la enfermedad y la muerte. Darle de comer; lavarla; vestirla; gastarle bromas y compartir su proverbial buen humor; mirarla a los ojos, comprendiendo. Comprendiendo y aceptando. Qué suerte. Nunca podré darle gracias a la vida por permitirme participar en semejante experiencia.

Este fin de semana he tenido la ocasión de cuidar a alguien a quien quiero mucho, más de lo que yo pensaba. Los detalles no vienen al caso, porque afectan a personas que no quieren aparecer aquí. La situación, afortunadamente, no es tan peliaguda como las que conté más arriba, porque en este caso la historia terminará previsiblemente bien. Pero a lo que voy: que me he sentido muy feliz (sí, FELIZ) sabiendo que, con mis chascarrilos, mi empatía y mi cariño, he conseguido que esa persona se sienta un poquito mejor. Bastante mejor, en realidad. Así que este lunes me descubre agradecido; y emocionado. Al más puro estilo Lina Morgan.

FOTO: Rescatada del baúl de los recuerdos, el menda, Martita y mi hermano (de izquierda a derecha). Qué disfraz tan infame el mío, de verdad. No hay por dónde cogerlo. Esta imagen explica tantas cosas...

jueves, 23 de enero de 2014

Deep inside





      Como mi madre murió a causa de un cáncer digestivo (bueno, en realidad murió por la metástasis en el hígado, pero el origen de todo estaba en las tripas), los médicos nos recomendaron a mi hermano y a mí que nos vigilásemos la fontanería intestinal, por si los tumores. Eso significa que, de ahora en adelante, debemos someternos a esa prueba diagnóstica superchachiguay con nombre de mareante genovés: la colonoscopia. Tiene gracia que reciba ese apelativo, porque se trata de eso: de hurgarte con aparatejos allá donde no llega la luz del sol, para ver lo que hay “plus ultra”. Lo mismo que hizo Colón, pero con sobres evacuantes y sin carabelas de por medio.

      Pues ayer mismo, después de aplazar el temita dos veces (por diferentes motivos) me llegó el turno de experimentar qué se siente cuando unas completas desconocidas te piden que te desnudes y, muy sonrientes, se disponen a investigar esas zonas de tu cuerpo que jamás lucirán un bonito bronceado. A mí, enfrentarme a esa prueba no me causa mucho estrés: más me preocupan los análisis de sangre, por lo que puedan revelar de mis consabidos excesos. También es cierto que no tengo una personalidad aprensiva; y que los hospitales y sus trasiegos me dejan bastante indiferente, en el sentido de que no me impresionan mucho. A ver, soy más de tomar cervezas (llamadme raro); pero si hay que ir, se va. Y con alegría.

      Tras el desagradable ratito de la preparación y limpieza de bajos (os ahorro los detalles, no me va nada la escatología); me presenté en el Virgen del Rocío con mi tía Concha (siempre ella, ya dije en su día que es un ángel) y allá que me metieron en una sala alicatada con balsodines blancos, al más puro estilo “Saw”; y me pidieron que me desnudase y adoptara posición fetal sobre un lecho de sábanas verdes. Yo iba muy sonriente, muy entero, muy en mi sitio; pero no hacía más que repetir compulsivamente la palabra “sedación”, asegurando que soy muy poco tolerante al dolor y que, si no me metían un buen chute, podía liarse allí la de San Quintín. Ambas afirmaciones son falsas, claro: pero entre la perspectiva de una sodomía hospitalaria “a pelo”, y un viaje por el etéreo mundo de las drogas… Pues lo tengo claro, mireuhté. Drogas a gogó, las que hagan falta. Se ve que resulté convincente, porque la enfermera, quizá asustada por la escenita que ese pequeño chaval con cresta podía montar allí, me largó dos buenos jeringazos de no sé qué sustancia transparente (lástima no saberlo, no lo pregunté: se me pasan las mejores). A partir de ahí…. Bueno, me inflaron por la retaguardia hasta hacerme adquirir la categoría de globo de Pokemon, y llegaron con su camarita a lo más profundo de mi intimidad más íntima (me encantan estos eufemismos). Y yo estaba allí tumbado, en aquella postura ridícula, en esa situación tan indecorosa… y agustísimo de la vida; contento, risueño; casi, casi feliz.

     Me habría encantado que, en ese ratito, hubiesen ocurrido algunas anécdotas vergonzantes; esas cosas que me pasan a mí y que tanto juego me dan para actualizar este blog. No sé: liarme con las sábanas y caerme de la camilla; enredarme con los cables de los monitores hasta casi la asfixia; insultar a la enfermera, o tratar de darle un abrazo, o llamarla “cariño”; encontrarme con un jefe en la “sala de los pedos”…. Cualquier gilipollez por el estilo. Pero no, no pasó nada. Lo siento mucho. Me dijeron que tengo el intestino como un jaspe, y me largaron de allí. Feliz de la vida; bajo los efectos de la sedación; flotando en una nube estupefaciente de sustancias químicas maravillosas…

       No entiendo a la gente que pide expresamente parir con dolor; o a los que se niegan a que los anestesien o los droguen para enfrentarse a determinados sufrimientos hospitalarios. Es como si vas a sacarte una muela y le pides al dentista que te lo haga a lo vivo, con unas tenazas oxidadas o con martillo y cincel. La ciencia avanza, y esa evolución no siempre se pone a nuestro servicio. Pero cuando sí se pone; cuando todos estos siglos de investigación y conocimientos se materializan en una pequeña ampolla que te libra de un mal rato…. Señores, por favor: que me chuten lo que me tengan que chutar. Y menos mal que este tipo de sustancias no lo venden en los estancos, porque si no… ¡Ay, madrecita, por qué soy tan vicioso!

       Esta es, sin duda, la actualización más absurda que jamás he perpetrado. Y me quedo tan pancho, oye. Como si toda esta mierda le importase a alguien.

FOTO: Tras la susodicha prueba, haciendo teatro. En realidad estaba descojonado de la risa.

jueves, 16 de enero de 2014

Cuidarse



“Hay que cuidarse”. Me han dicho mucho esta frase, últimamente. Imagino que es porque tengo tendencia a los excesos; porque a la primera de cambio me zampo un espidifén, o una dormidina, o la primera pastilla que encuentre en mi bien surtido botiquín; o simplemente porque ya estoy entrando en una edad (o dos) en la que “lo suyo” es dar prioridad a la salud, por encima de otras cuestiones. “Hay que cuidarse”.... Estoy de acuerdo. Pero me temo que lo que yo considero “cuidarme” dista bastante de lo que me quieren decir mis amig@s. 

¿En qué consiste “cuidarse? Pues en disfrutar; en tratar de hacer de nuestra vida un lugar estimulante, divertido, placentero. En aprovechar nuestro tiempo en el mundo (o en este mundo, al menos) de la forma más completa y satisfactoria posible. Cada uno lo hace a su manera.... y a veces esto no se consigue siguiendo los consejos de la OMS. Al menos, a mí me ocurre. Porque yo disfruto fumando, y bebiendo cervezas – si es acompañado de gente querida, mejor-, y trasnochando (o madrugando, depende), y comiendo (o no comiendo, porque me superencanta verme delgadérrimo). ¿Es esto saludable? Pues para mi cuerpo serrano, no, mireuhté, no lo es; pero siento que, en muchos sentidos, hacer todas esas cosas tan denostadas es sinónimo de “cuidarme”. Dar cancha a los propios deseos, aunque alguna gente (quizá con razón) los tache de autodestructivos, me sienta tela de bien. No sé qué opinará mi organismo al respecto. De momento se está portando como un campeón: cuando empiece a quejarse, lo mismo cambio de idea y me convierto en un ortoréxico. Seguro que lo hago. Porque yo, como todo quisque, le tengo aprecio a mi organismo, y deseo que funcione como un reloj. Suizo, a poder ser, que son más precisos que los chinos. Y duran mucho más. Dónde va a parar.

No pretendo defender el hedonismo desaforado; pero tampoco me gusta esa especie de obsesión por conservar nuestro bienestar físico a costa de lo que sea. Porque vivir desgasta, oxida, mancha.... y te acaba matando. Esto último, además, ocurre indefectiblemente. Incluso si te metes en una burbuja aséptica y renuncias a exponerte a los peligros del mundo. A estas alturas (o bajuras) de mi existencia, estoy por beberme la vida a grandes sorbos. O a bebérmela a sorbos, simplemente. Aunque eso me acabe pasando ciertas facturas. Habrá que pagarlas. Cuando llegue ese puente, ya lo cruzaremos. Con buen talante, espero. Y que me quiten lo bailao.

Todas estas ideas las defiendo yo desde hace mucho tiempo; últimamente, sumergido en esta especie de crisis existencial con la que estoy lidiando, las tengo especialmente presentes. A ver: quien no me conozca va a pensar que ando metido en una espiral de sexo, drogas y rockandroll. Superparanada. Y tampoco me paso el día (como alguna gente que conozco) obcecado por llevar una “vida sana”: mirando en el google qué alimentos pueden provocarme un cáncer; o sometiéndome a tratamientos depurativos para prolongar unos segundos mi impredecible existencia. ¿Me preocupan la enfermedad y la muerte? Pues claro, no te jode. Me preocupan tanto que quiero vivir. VIVIR. Es que me encanta la vida, a ver qué le voy a hacer.

El enlace es una canción de “La casa azul” que, de forma tangencial, tiene que ver con todo esto que estoy diciendo hoy. Hay quien pillará la relación, y quien no la pillará, porque es muy sutil... o muy personal mía. El caso es que este disco de “La casa azul” (“La polinesia meridional”) habla de muchas emociones que estoy experimentando en los últimos meses; lo cual demuestra que soy un ser humano de lo más vulgar, y, por eso, de lo más sublime. Vamos, que aquí el que no corre, vuela.

miércoles, 8 de enero de 2014

2014


Se supone que, al pasar la página de un año que acaba, toca hacer balance: mirar hacia atrás y, con la breve perspectiva que nos da el lapso de las campanadas; mientras nos atragantamos (o no, porque yo no me atraganto nunca, se ve que tengo una enorme capacidad bucal... ejem, ejem...) con las uvas, sacar determinadas conclusiones acerca de esos doce meses que nos dicen adiós. Yo este año no he realizado ese ¿saludable? ejercicio. ¿Por qué? Porque no me ha dado la gana; porque si tengo que ponerme a pensar en todo lo que me ha ocurrido en el 2013 podría pasarme otros 365 días simplemente reflexionando. Y no, mireusté, no estoy yo para emplear mi valiosísimo tiempo en semejante acrobacia sentimental. Así que me tomé las uvas, simplemente; y me abracé a personas a las que quiero mucho; y brindé con champán y me puse a bailar, deslumbrado por el brillo de mi corbata de lentejuelas.

La única concesión a la nostalgia me la he permitido esta mañana, al echar un vistazo a mis deseos del año pasado. No he tenido que estrujarme las meninges, porque los expresé en esta misma cybercasa. Copio y pego lo que escribí entonces:

“Mi propósito para el 2013: darme más cancha; soltarme las riendas; no ser tan jodidamente autoexigente; y levantar el vuelo. Feliz 2013!”

Qué cínica es la vida: al final mis deseos se han cumplido, de una forma totalmente distinta a como yo imaginé. Eso me pasa por hablar y tentar al destino.

Y como el ser humano difícilmente aprende de las lecciones de su pasado, este año me atrevo de nuevo a formular un deseo; sólo uno, esta vez: quiero que, durante el 2014, no se me olvide que se puede vivir día a día: sin futuro, sin pasado; contemplando y sintiendo y disfrutando (o doliéndose) por el “aquí” y el “ahora”. Ya sé que esto es un topicazo; en el fondo nunca pensé que esta actitud fuera posible ni saludable. Pero ahora creo que sí, que sí que se puede. Y que hacerlo sienta muy bien. Por favor, Diosito, que no se me olvide. Y vosotros que lo veáis.