Hablaba el otro día de lo que significa, para mí, “cuidarme”. Hoy le quito el reflexivo al verbo, y pienso en lo que significa, para mí, "cuidar": ofrecer lo mejor de mí a gente querida que pasa por un trance difícil. Puedo llegar a sentirme muy feliz cuidando a otras personas, porque en esa acción se entretejen el egoísmo y la generosidad muy naturalmente. Y eso gusta. Y satisface. Y eleva.
Estoy acostumbrado a cuidar de otras personas desde mi más tierna infancia. Resulta que mi abuela materna vivía con nosotros. De hecho prácticamente nos crio a mi hermano y a mí, porque mi madre trabajaba mucho y tuvo que delegar (en parte) el trajín de lidiar con esos renacuajos que comían y crecían (poco, en mi caso) y daban alguna guerra (no mucha, la verdad, fuimos unos niños excepcionalmente buenos; quizá es que no fuimos niños, en puridad. Pero de eso ya hablé en otra actualización. Me centro, me centro). Mi abuela Rafaela nos cogió de la mano, y, a su cariñosa manera, hizo que nos convirtiéramos en los seres humanos que ahora somos. Ella es responsable de gran parte de nuestra (excelente) educación. Mi queridísima Marta, que es la tercera hermana (a muchos niveles), también participó de aquella comunidad peculiar que formaba mi pequeña familia. Ella también corrió alrededor de la mesa camilla para evitar los bofetones de mi abuela, que tenía cierta afición a los pellizcos y la mano abierta. La pobre, cómo la toreábamos y qué paciencia tenía con nosotros. Fue una gran mujer, con una capacidad para el amor fuera de serie. Y encima, alegre y cantarina y bailonga y culta. Vamos, un lujo total. La sigo echando de menos, a menudo.
En fin: mi abuela nos llevó en volandas durante los años de la niñez. Y luego ella se convirtió en niña a causa de la demencia senil. Sí: suena duro (y lo es) eso de asistir a la decadencia mental de una mujer que ha sido tu referente. Pero también tuvo su lado bonito, y tierno, y divertido. En realidad, diría que convivir con ella, cuando tenía la cabeza perdida, fue más bello que dramático. La demencia propició que mi abuela se instalara en un mundo de fantasía, a caballo entre un pasado convertido en presente y ciertos delirios de su desbocada imaginación. Y allí nos mudamos nosotros con ella, cuando se hizo evidente que intentar traerla a la “realidad” (sea eso lo que sea) sólo le provocaba sufrimiento. La engañábamos, la mareábamos y le gastábamos bromas; bailábamos con ella el pasodoble y le pedíamos que nos cantara unas coplillas muy cursis de su juventud como maestra: “Que truene, que retumbe, que haga sol/ que el trueno en el espacio se haga oír...”. Joder. Parece que la estoy oyendo, tan risueña y feliz, abrazándonos sin saber muy bien si éramos sus hijos, sus nietos o sus vecinos. Gente muy querida, en cualquier caso. Porque eso sí lo sabía: que nosotros éramos “su gente”. Los que la cuidábamos, los que la amábamos, los que la protegíamos. Lo supo incluso al final, cuando ya su identidad había quedado prácticamente desdibujada y Rafaela navegaba por el éter de una irrealidad total. Sí, lo repito: suena duro, pero también fue muy bonito. Un regalo, poder ofrecerle ese amor que ella había inoculado en nosotros. Su semilla dio frutos muy dulces. Aún los da, tantos años después. Qué cosas.
Más recientemente, como sabéis, la implacable dinámica generacional nos hizo cuidar de mi madre. Con ella todo fue muy diferente: por breve y por agónico. Y aun así, al menos yo, experimenté sensaciones parecidas a las que viví con mi abuela: la felicidad de acompañarla y protegerla en ese trance tan íntimo y trascendente de la enfermedad y la muerte. Darle de comer; lavarla; vestirla; gastarle bromas y compartir su proverbial buen humor; mirarla a los ojos, comprendiendo. Comprendiendo y aceptando. Qué suerte. Nunca podré darle gracias a la vida por permitirme participar en semejante experiencia.
Este fin de semana he tenido la ocasión de cuidar a alguien a quien quiero mucho, más de lo que yo pensaba. Los detalles no vienen al caso, porque afectan a personas que no quieren aparecer aquí. La situación, afortunadamente, no es tan peliaguda como las que conté más arriba, porque en este caso la historia terminará previsiblemente bien. Pero a lo que voy: que me he sentido muy feliz (sí, FELIZ) sabiendo que, con mis chascarrilos, mi empatía y mi cariño, he conseguido que esa persona se sienta un poquito mejor. Bastante mejor, en realidad. Así que este lunes me descubre agradecido; y emocionado. Al más puro estilo Lina Morgan.
FOTO: Rescatada del baúl de los recuerdos, el menda, Martita y mi hermano (de izquierda a derecha). Qué disfraz tan infame el mío, de verdad. No hay por dónde cogerlo. Esta imagen explica tantas cosas...
En fin: mi abuela nos llevó en volandas durante los años de la niñez. Y luego ella se convirtió en niña a causa de la demencia senil. Sí: suena duro (y lo es) eso de asistir a la decadencia mental de una mujer que ha sido tu referente. Pero también tuvo su lado bonito, y tierno, y divertido. En realidad, diría que convivir con ella, cuando tenía la cabeza perdida, fue más bello que dramático. La demencia propició que mi abuela se instalara en un mundo de fantasía, a caballo entre un pasado convertido en presente y ciertos delirios de su desbocada imaginación. Y allí nos mudamos nosotros con ella, cuando se hizo evidente que intentar traerla a la “realidad” (sea eso lo que sea) sólo le provocaba sufrimiento. La engañábamos, la mareábamos y le gastábamos bromas; bailábamos con ella el pasodoble y le pedíamos que nos cantara unas coplillas muy cursis de su juventud como maestra: “Que truene, que retumbe, que haga sol/ que el trueno en el espacio se haga oír...”. Joder. Parece que la estoy oyendo, tan risueña y feliz, abrazándonos sin saber muy bien si éramos sus hijos, sus nietos o sus vecinos. Gente muy querida, en cualquier caso. Porque eso sí lo sabía: que nosotros éramos “su gente”. Los que la cuidábamos, los que la amábamos, los que la protegíamos. Lo supo incluso al final, cuando ya su identidad había quedado prácticamente desdibujada y Rafaela navegaba por el éter de una irrealidad total. Sí, lo repito: suena duro, pero también fue muy bonito. Un regalo, poder ofrecerle ese amor que ella había inoculado en nosotros. Su semilla dio frutos muy dulces. Aún los da, tantos años después. Qué cosas.
Más recientemente, como sabéis, la implacable dinámica generacional nos hizo cuidar de mi madre. Con ella todo fue muy diferente: por breve y por agónico. Y aun así, al menos yo, experimenté sensaciones parecidas a las que viví con mi abuela: la felicidad de acompañarla y protegerla en ese trance tan íntimo y trascendente de la enfermedad y la muerte. Darle de comer; lavarla; vestirla; gastarle bromas y compartir su proverbial buen humor; mirarla a los ojos, comprendiendo. Comprendiendo y aceptando. Qué suerte. Nunca podré darle gracias a la vida por permitirme participar en semejante experiencia.
Este fin de semana he tenido la ocasión de cuidar a alguien a quien quiero mucho, más de lo que yo pensaba. Los detalles no vienen al caso, porque afectan a personas que no quieren aparecer aquí. La situación, afortunadamente, no es tan peliaguda como las que conté más arriba, porque en este caso la historia terminará previsiblemente bien. Pero a lo que voy: que me he sentido muy feliz (sí, FELIZ) sabiendo que, con mis chascarrilos, mi empatía y mi cariño, he conseguido que esa persona se sienta un poquito mejor. Bastante mejor, en realidad. Así que este lunes me descubre agradecido; y emocionado. Al más puro estilo Lina Morgan.
FOTO: Rescatada del baúl de los recuerdos, el menda, Martita y mi hermano (de izquierda a derecha). Qué disfraz tan infame el mío, de verdad. No hay por dónde cogerlo. Esta imagen explica tantas cosas...