martes, 17 de diciembre de 2013

La verdad, toda la verdad... ¡y un cojón de pato!


Cuando mi madre se puso enferma, todos imaginamos que tenía cáncer. Bueno, lo imaginamos porque una ecografía que le hicieron así lo insinuaba. Lo que no podíamos saber en aquellos primeros momentos era la inminencia de su muerte; que le quedaban sólo cuatro semanas de vida. Ya ingresada en el Carlos Haya, los médicos (sapientísimos, encantadores, sensibles y respetuosos hasta límites extraordinarios) la sometieron a un interrogatorio bastante peculiar. Aparte de interesarse por sus molestias, le preguntaron hasta dónde quería saber. Así. Claramente. A bocajarro. Ella levantó la vista, y tras pensarlo unos segundos, repitió su discurso de toda la vida:

- “A ver... – dijo, con ese tono cálido, casi suplicante, que utilizaba en los momentos muy trascendentales – “Yo eso de ‘te quedan tres meses de vida’ no quiero que me lo digan”. 

Los médicos quitaron hierro a la cuestión, y siguieron con sus preguntas, algunas de ellas bastante absurdas. Para mí, que observaba la escena con el corazón apesadumbrado y una media sonrisa en los labios, todo lo que pasó allí resultó muy revelador. Mi madre se moría; y ella no quería saberlo. El problema era llevar adelante esa voluntad suya hasta el final. Es que mi madre era enfermera, y, claro, si no le daban quimio, ni la operaban, y la mandaban para su casa... pues... blanco y en botija.... ¿Qué hacíamos para respetar su deseo de no saber? ¿Cómo protegíamos su derecho a no enterarse de algo que iba haciéndose cada vez más evidente? Esas preguntas me atormentaron durante algunos días. No muchos, la verdad. Porque al final se impuso la ley de la supervivencia humana, que es más fuerte que todas las evidencias del mundo. Los médicos nos lo dijeron claro: “quien no quiere saber, acaba por no preguntar”. Y así ocurrió. Cómo pudo una mujer inteligente y culta; habituada a tratar con enfermos durante toda su vida; en pleno ejercicio de sus facultades mentales, sostener un autoengaño tan enorme es más fácil de comprender de lo que parece. Lo consiguió porque quiso; porque quería. Y los demás hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano por respetar su voluntad. Qué menos. Era lo único que podíamos hacer por ella, aparte de quererla y cuidarla y mimarla y acompañarla en su despedida. Lo que ocurrió al final... Bueno, eso no viene al caso de esta actualización. Quizá lo cuente en otro momento, o quizá me lo guarde para mí. Ya lo pensaré otro día.

Esa decisión de mi madre me ha hecho reflexionar mucho acerca de lo que la idea de “verdad” implica; y de hasta qué punto ser absolutamente sincero es, como suelen vendernos, mejor que entregarse a ciertos embustes edulcorantes. Y al final he llegado a la conclusión de que cada uno es dueño de sus coherencias y también de sus incoherencias; de sus autenticidades y de sus autoengaños. Porque la capacidad para mentir; para mentirnos a nosotros mismos (entendida en este ámbito, al menos) es, que yo sepa, una cualidad genuinamente humana, que nos sirve para adaptarnos a este ecosistema a veces hostil que tenemos que habitar. No digo que esté bien vivir con una venda en los ojos, completamente ajenos a lo que nos rodea y a lo que, en el fondo de nuestro corazón, sabemos, de nosotros mismos y de los demás. Pero un poco de fantasía; unas gotas de imaginación; un mirar para otro lado, de vez en cuando, puede darle color a una realidad (exterior o interior) que no siempre es de color de rosa. Algun@s dirán que es más sano coger el toro por los cuernos; arrostrar las situaciones con aplomo y arrojo, y resolver los conflictos sincera y corajudamente. Llevan razón. Por supuesto. Pero tampoco se nos puede pedir que seamos héroes las veinticuatro horas del día. Digo yo.

Al final, en distintos momentos de nuestra vida; por diferentes motivos, todos nos autoengañamos. O al menos no nos decimos toda la verdad, para evitarnos dolores inmediatos y pensar que nuestra existencia es tolerablemente buena, feliz, completa, segura, coherente. Si eso resulta sano o insano, no importa. El caso es que tenemos derecho a hacerlo. Aunque en el fondo seamos conscientes de nuestras carencias. Yo mismo practico ese deporte, a veces con devastadoras consecuencias, otras más felizmente. Y me da mucho coraje cuando alguien viene, sin pedírselo yo, a poner las cosas en su sitio y hacerme ver realidades que me he esforzado en ignorar. Otra cosa es que yo lo pida: ahí sí, ahí valoro mucho que mis amig@s me hablen con toda la franqueza del mundo, y me ayuden a asumir los embustes que yo mismo he construido. Quizá lo que ocurre es que nadie mejor que yo conoce mis propias mentiras. Porque, en algún lugar de mi alma, la verdad está ahí, latente, ladrándome; poniendo sombras sobre la brillantina.

Todo esto lo digo porque a veces, en mi línea asertiva, me descubro a mí mismo poniendo determinados puntos sobre algunas íes a gente que no me ha pedido que lo haga. Puedo llegar a ser muy entrometido y muy cabrón, con mi capacidad de análisis y mi proverbial bocachancla (peligrosísima combinación). Si algún día, querid@ lector/a, te someto a semejante tortura, párame los pies. No me lo tomaré a mal. Superparanada. Eso sí: cuando me pidas mi opinión sincera, te diré lo que veo, lo que siento, lo que intuyo. A veces acierto, y otras muchas, no. Intentaré hacerlo, eso sí, con delicadeza, empatía.... y, sobre todo, con mucho cariño. Porque el amor llega a donde nuestra capacidad intelectual no es capaz de alcanzar. Y eso siempre funciona. En el 100% de los casos.

Ahora vas, y lo cascas. Ni yo mismo me entiendo muy bien, algunas veces. Si es que no se me puede dejar con un teclado delante...

FOTO: De jovencito. Cuando no pensaba en todas estas tonterías.




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