lunes, 25 de noviembre de 2013

Físicamente


Esta mañana, caminando por la calle, me he encontrado con un amigo al que hace tiempo que no veía. Venía yo de comprarme un móvil nuevo (sí: el anterior ya lo he destrozado. Se me ha caído tropecientasmil veces. Si es que unas manos tan chicas no pueden manejar con soltura semejante armatoste de cinco pulgadas); y mientras trataba de encontrar una ruta soleada para regresar a mi casa sin sufrir los rigores de esta gelidez que nos ha entrado por las puertas, me he cruzado con este chico. Sergio, se llama. Encantador. Hemos charlado un poco de nuestras respectivas vidas; y en un momento dado, ya casi despidiéndose, va y me suelta: “Has cogido un poco de peso, ¿no? Menos mal, estás mucho mejor así”. Me lo ha dicho con su mejor intención, con todo su cariño; porque considera que este verano estaba yo hasta feo por mi extrema delgadez. Me encantaría poder agradecerle el cumplido. Pero no puedo. Porque yo lo que quiero es estar escuálido. Así que ya me ha dado el día, el pobre, pretendiendo halagarme.

Vamos a ver: yo he sido un adolescente gordo, y eso te marca para siempre. Queda muy bonito decir que la belleza está en el interior; y que el aspecto físico no nos debe condicionar a la hora de relacionarnos con el mundo (y con nosotros mismos). Queda precioso, sí señor. Pero es una solemne mentira. Y de las gordas (nunca mejor dicho).  Paparruchas que much@s pregonan, y nadie (o casi nadie) practica. Porque ser guapo; tener buen tipo; verse uno atractivo y deseable y mordible, gusta mucho. Así va. Y para mí, todo eso se resume en estar delgado. Cuanto más, mejor. También es que me da pánico que un par de kilos se conviertan en cuatro; y estos en seis, y así la cosa vaya engrosando en progresión geométrica. Porque tengo mucha tendencia a engordar, y delgado me siento más seguro, más intrépido, más libre. Mejora mucho mi autoestima. Para qué engañarnos: la belleza física, en el mundo en el que vivimos, importa. Y mucho. ¡Hasta en “La bella y la Bestia” el monstruo acaba convertido en chulazo como guinda para el “happy ending”! Si de verdad “la belleza estaba en el interior”, que lo hubieran dejado hecho una buena morsa marina. Al carajo con la moraleja. Hablemos claro, joder...

Este año pasado, y a base de pasar más hambre que un perro chico, perdí un montón de kilos. Pero un montón. Hasta quedarme hecho una verdadera sílfide. De talla “xs” y no encontrar pantalones que me quedaran ajustaditos. Con mis clavículas marcadas y mis cresta ilíacas bien definidas. Qué maravilla. Qué placer. Qué subidón. Habría ido todo el día en gayumbos por la calle, para que el mundo admirase ese pellejo en que me había convertido. ¿Frivolidad? Puede ser. ¿Qué con unos kilos más estoy más favorecido? Quizá. Pero no es lo que yo quiero. Así que cierro la boca de nuevo “ipso facto”.

Esta reflexión la uno con otro comentario que me hicieron hace unos días, referido a mi cada vez más evidente alopecia. Por suerte, la calvicie no me genera complejos... aunque es cierto que quisiera tener más pelo para que la cresta se viera más tupida y la gente se apartara de mi lado por la calle pensando que soy “peligroso” (sí, esa es mi intención al dejarme la cresta. Dar pinta de macarra chungo. ¿Para qué? Yo qué sé. Me hace gracia. ¿Lo consigo? Creo que no. Qué coraje). Total, que el comentario acerca de mi poco pelo me ha recordado una anécdota tan divertida como sangrante, que me ocurrió hace unos años. Ya la escribí en su día en el fotolog, pero hoy la copio y pego aquí. Porque me hace gracia y porque, sorprendentemente, ha tenido una segunda parte. La anécdota la conté así, tal y como ocurrió.

“Resulta que ayer me crucé con un vecino de mi madre al que, desde hace años, procuro evitar lo más posible: se trata de un anciano cotilla, maledicente y maleducado, de turbio pasado sentimental y aficionado al critiqueo gratutito y a la ocultación de los propios pecados (tarea inútil, porque todos en el edificio sabemos que fue cura y se fugó con una de sus feligresas, que a la sazón estaba casada y tenía un par de hijas a las que abandonó. Todo muy moral y muy católico y muy piadoso, como veis). Es un señor que me cae mal, me parece muy oscuro en su mirar y en su decir: siempre rondando el aparcamiento y poniéndole la funda al coche (que es otra cosa que me ENERVA: los fanáticos del cuidado de los coches, es que no puedo con ellos, de verdá). En fin: el caso es que ayer, como digo, me lo crucé en el jardín. Hace años que no nos vemos, y yo, en un intento sobrehumano de hacerme el guay, lo saludé con la mejor de mis sonrisas (que es, os lo aseguro, tela de convincente). Él me mira, sonríe también, y me suelta... "Ay, Javier... Cómo estás... – y aquí hace una pausa dramática. Yo me vuelvo, y cuando tengo el “muy bien, gracias” ya a punto de brotar de mi garganta, va el cabronazo y completa la frase: “cómo estás... ¡de calvo!".

¡Hay que ser hijodelagranputa, maleducado, amargado y cabrón! Menos mal que no me dijo "Cómo estás de gordo", porque ahí sí que no podría haberme mordido la lengua (como me la mordí) y le habría soltado lo que se me pasó en ese momento por la cabeza, que fue exactamente: "Y tú, cómo estás de moribundo, que después de los dos infartos que te han dado y con esa tremenda mala leche que gastas, deberías caer fulminado aquí mismo, para regocijo de mis ojos y alegría del mundo en general - y de mi vecindario, en particular-.

Luego dirán que tengo malos pensamientos, y que mi forma de desearle el mal a alguna gente es muy poco cristiana. Hay que joderse, con el excura.”

Pues bien: hace unas semanas volví a cruzarme con esta bellísima persona, a la que aún intento evitar por todos los medios. Y de nuevo a traición, con toda su mala leche, me soltó: “¡Hombre, Javier, qué calvo estás!”. ¿Y sabéis lo peor? Que nuevamente me quedé mudo, y sólo atiné a componer mi mayor gesto de gilipollas mamahostias... Le desee buenas tardes y me fui con mi calvicie a otra parte y unas ganas de cagarme en toda su familia que pa qué las prisas. Así que ya veis, no aprendo. Encima de quedarme calvo, me estoy currando una úlcera de estómago por no responderle a este tiparraco como se merece. A ver si la próxima vez le hago por lo menos un corte de manga. O le escupo a la cara. O tengo la precaución de llevar encima una peluca, para joderle el comentario. Ains... qué cruz...

NOTA: Foto de mi extrema delgadez veraniega. Qué mono me veo...

1 comentario:

  1. ¡Qué admiración más grande!, esa capacidad para soltar la palabra desagradable antes, incluso, que el saludo siempre me ha fascinado. Tu vecino me ha recordado a mi abuela que también la tenía, su fuerte era "Estás más gordo", si hubiera engordado 10gr cada vez que me la decía, calculo yo que habría llegado, kilo arriba, kilo abajo, hasta los 350kg. Ay! mi abuela Pili, al contrario que su vecino, aunque no tenía piedad, se hacía querer.

    Un abrazo
    Aruiz

    PD. Lamento decirte, aunque te importe un carajo mi opinión, que, a tenor de lo que se ve en las fotos, mucho mejor con dos kilitos más.

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