viernes, 16 de septiembre de 2022

48

 


Me tengo que comprar unas gafas de cerca. Nótese aquí el uso que hago de la perífrasis obligativa “tengo que + infinitivo”, en vez de la (más festiva) construcción de voluntad “quiero + infinitivo”. Lo escribo así porque no, no quiero comprármelas. Pero no me queda más remedio. ¿El motivo? Simple y fácilmente deducible: en las distancias cortas, estoy más ciego que Topacio. Y además, al ser mis brazos de longitud breve (como el resto de mi anatomía, por otra parte), pues ya no puedo alejar más de mi cara el móvil, la novela, el prospecto o lo que sea que pretenda descifrar. Así que, o encargo unas lentes para la presbicia, o me agencio un gadjetobrazo de dos metros, por lo menos. Qué derrota más grande, qué decadencia. Con lo que yo he sido.

Supongo que a ti, querido lector, esto de las gafas de cerca tres mierdas te importará. “Valiente mojón de argumento para una actualización”, estarás pensando, mientras abordas con cierta desidia esta nueva parrafada mía. Lo entiendo, lo comprendo… y hasta hace algunos meses, hasta lo habría compartido. Pero es que a mí me jode mucho claudicar en este asunto. Llevo meses resistiéndome; he intentado convencerme a mí mismo de que mantengo intacta mi capacidad visual. No es así, claro está. También he de decir a mi favor que ciertos autores de libros de instrucciones son unos auténticos hijos de la gran puta: con tal de ahorrarse espacio (y papel) te largan textos de letra tan mínima que ni con el telescopio Hubble se pueden leer. Me pasó hace poco con un ventilador que me compré en el chino (era un chino de los buenos, ¿eh? De los de tiras de led de colores y sudaderas con brilli-brilli. Mi paraíso estético, osea). Pues eso: traía el ventilador unas instrucciones escritas para linces ibéricos o águilas reales: ni con una lupa (la utilicé, os lo juro) se podían distinguir los caracteres. Ya me lo advirtió el simpático vendedor (chino, of course): “ventiladol fásil de montal, vienen instlucciones. Pelo si no, busca en el yotub, muchos vídeos”. Qué cabronazo, cómo sabía él que aquello estaba escrito con un pelo de pestaña mojado en (escasa) tinta. El mal rato, los sudores y las fatigas de muerte por descifrar esas microletras los pasé yo. Y mientras él, tan contento en su bazar, disfrutando de sus culebrones patrios. Mala puñalá le dieran al hijo de la gran… China (dicho siempre desde el respeto).

En fin: que sí, que vale, que me voy a comprar las puñeteras gafas de cerca. Mi resistencia y mi mosqueo por tener que hacerlo me han hecho pensar en lo jodido que puede resultar aceptar el paso del tiempo. No por la idea en sí (el tiempo pasa inexorablemente, y si deja de pasar… pues mal vamos, señal de que estamos muertos. Que se lo digan a Isabel II, con lo lejos que ha llegado conservada en ginebra); sino porque los minutos, las horas, los años; al transcurrir, te van pisoteando la cara; te van aflojando las carnes, otrora turgentes (estaba deseando usar esta palabra: “turgente”. ¡Es tan de la época del destape!); y te van limitando en tus capacidades, a muchos niveles. Que esto resulte totalmente inevitable no me consuela demasiado. Y eso que yo soy muy del discurso de que todas estas cosas hay que aceptarlas con alegría: las arrugas son bellos vestigios de las emociones vividas; la experiencia es un grado, y la juventud está sobrevalorada. Vale, todo eso lo pienso, y es una gran verdad. Pero cada vez comprendo más a las ancianas que se niegan a utilizar el andador; o apartan con terquedad el bastón recetado por su traumatólogo tras la fractura de cadera, o insisten en subirse a una escalera de mano para sacarle brillo a los altos de los armarios, con el peligro de desnucamiendo que esa actividad tan absurda conlleva. Esos pequeños gestos de profunda rebeldía, por muy irrazonables que nos parezcan, hay que entenderlos. Nadie celebra con una fiesta ir perdiendo facultades. Azín es.

Todo esto lo comento yo precisamente hoy que cumplo 48 castañazos. Y oye, ni tan mal. Jamás me ha dado por pensar eso de “si pudiera, volvería a mi época de adolescente” (para empezar, porque es imposible; y para seguir, porque tampoco fue tan superguay esa época, la verdá). Pero a veces miro a mi alrededor y me sorprende asumir que ya estoy casi en la cincuentena. ¡Joder, si hasta hace nada era un niñato! ¡Si hasta lo sigo siendo, en algunos sentidos! Vale que tengo lesiones articulares, pero todavía puedo lucirme haciendo rondadas a lo Nadia Comanecci (hay testimonio gráfico de esto, espero que no salga nunca a la luz). Estoy contento con mis triunfos, y procuro no regodearme mucho en mis fracasos (a veces lo consigo, a veces, no). Me siento bien, con bastante energía; con ganas de divertirme y de viajar y de conocer gente y de evolucionar. Así que felicidades para mí: que me quiten lo bailao, y que lo que está por llegar me coja con capacidad para la risa, el amor y la sorpresa. Aunque sea con gafas de cerca. Ahora que lo pienso, de hecho, me voy a comprar las puñeteras gafas como auto-regalo de cumpleaños. Ahí, poniéndole actitud a la cosa. Por mí, que no quede. Y vosotros que lo veáis (con presbicia también, coño, no voy a ser yo el único).

NOTA ACLARATORIA: Finalmente, tras mucho trabajo y muchos improperios, monté el ventilador del chino, y funciona perfectamente. Cierto que me sobraron tres o cuatro tuercas, todo hay que decirlo. Así que si aparezco una mañana convertido en hamburguesa de Javi… ¡pues ya sabéis la razón! Las culpas, a Pekín. Sus castas toas.


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