domingo, 21 de mayo de 2023

PaZ


Iba a pasar, se veía venir; tenía que suceder. Vuelvo a sentarme (incómodo, estoy en el sofá) delante del ordenador para… para expresarme; para vomitar, quizá; para ordenar (de nuevo) algunas experiencias, emociones y situaciones que he vivido últimamente. Le he dado muchas vueltas a lo que quiero decir, y a lo que no; a lo que debo publicar, y a lo que es conveniente reservarme. Y al final, como suele suceder, no tengo ni puñetera idea del puerto en el que atracará este texto. Veámoslo.

Mis lectores más fieles y avezados habrán podido observar que, cuando paso mucho tiempo sin publicar, es sencillamente porque estoy bien. “Bien” resulta un concepto un poquito escurridizo, puede significar muchas cosas y referirse a distintos planos de mi escueta realidad. Como hago a veces (cuando no estoy bien, sobre todo), he repasado mis últimos textos y he podido comprobar que, al menos desde hace algún tiempo, cuando digo que estoy bien me refiero a que me siento tranquilo, en paz, sosegado. Sin ansiedad y sin ganas de huir a ninguna parte. Conforme con mi vida y mi micromundo, tan acogedor, por otro lado. Contento de estar en mi casa, haciendo croché (por ejemplo) y viendo una serie. Feliz de encontrarme con los amigos y de compartir con ellos conversaciones trascendentales o simples gilipolleces. Durmiendo sin sobresaltos y levantándome sólo medianamente preocupado por esas pequeñeces que nos suelen entretener el día a día. Fíjate tú, qué cosa tan simple. Pues tiene mucho valor, ese estado. Muchísimo. Me ha costado años de experiencias, descalabros, euforia, encuentros y desencuentros, darme cuenta de semejante perogrullada. Y así estaba yo, en ese beatífico éxtasis de la calma chicha, hasta hace poco tiempo. Luego ocurrieron algunos sucesos que me han desestabilizado mucho. Algunos lacerantes; otros más festivos. Pero entre unos y otros, mi paz se ha ido a tomar por culo (sin bromas fáciles, please).

Lo he dicho en otras ocasiones: me asustan tela los cambios; y cuando sobrevienen (sobre todo los cambios que yo no he elegido), muchas veces recurro a esa tentadora herramienta de la resistencia: me revuelvo, lucho, manipulo y me arrastro por el suelo, si hace falta, para evitar que el cambio ocurra. Puedo llegar a distorsionar por completo la realidad (en mi cabecita y en la de otras personas) con el objetivo de que permanezca el statu quo. Este deporte, tan poco saludable, suele causarme lesiones que van aflorando en el medio y largo plazo. Esto yo siempre lo he sabido, pero me ha dado igual: con tal de sacudirme la ansiedad inmediata, despliego comportamientos y actitudes que suponen una triple traición: traición a la verdad de lo que está ocurriendo; traición a la otra persona (y a sus voluntades y deseos); y traición (esta, la más gravosa) a mí mismo. He llegado a faltarme el respeto a niveles de récord Guiness. Y total, ¿para qué? Pues para pasar el trago, para evitar la catástrofe inmediata. Siendo consciente, eso sí, de que la hecatombe llegará; y con muy terribles consecuencias (vale, sí, soy dramático, pero eso ya lo sabéis).


En esta ocasión, en cambio, no he actuado así. Y podría haberlo hecho, de varias maneras, porque en ese jueguecito soy yo todo un maestro. Pero no, miruhté, esta vez, no. Por primera vez desde… desde… yo qué sé, desde que yo recuerdo, he intentado comportarme con un mínimo de coherencia. He escuchado y he respetado (que, creo yo, es la única forma de ejercer el amor); también me he escuchado yo y me he respetado a mí mismo. He gestionado como he podido la ansiedad y me he metido los dedos en el culo cuando un impulso me arrastraba a escribir mensajes que no debía enviar. Y me las he tragado gordas (sin connotaciones sexuales, en este caso). También es verdad que me lo han puesto relativamente fácil, todo hay que decirlo. La perplejidad y el vértigo del cambio han estado ahí, claro que sí. Pero en esta ocasión no han dominado mis comportamientos ni mis acciones. Medallita para el pequeño, oiga. A lo mejor es que he aprendido algo.

Mientras, me repito varias veces al día algunos mantras que me ayudan a no caer en mis propias trampas. El más recurrente dice que “si repites los mismos comportamientos, obtendrás los mismos resultados”. Esta frase tan ramplona, que podría estar escrita en un sobre de azúcar o en una taza del Ale Hop; tiene bastante mandanga. Porque no resulta nada fácil abandonar nuestra zona de confort (por muy poco confortable que sea). Da mucho miedo cambiar el signo de nuestras acciones más recurrentes: los nuevos resultados se nos antojan ignotos y amenazantes. No es que yo sea la persona más valiente ni razonable del mundo (ni mucho menos). Lo que pasa es que ya sé qué resultados obtendré si repito mis comportamientos habituales. Siniestro total. ¿A dónde me llevará un modus operandi distino? Pues ni idea. Pero entre susto y muerte… escojo susto. Creo que es la opción más inteligente. Ya os contaré qué tal me va.

Ahora que me estoy recuperando de los sobresaltos (han sido, como he dicho, más de uno), me he fijado un objetivo primordial: recuperar mi paz; volver a estar bien. Y esta vez quiero hacerlo sin cambiar unas adicciones por otras. Para conseguirlo, cuento con la inestimable ayuda de mucha gente excepcional, que me apuntala las rutinas y me acompaña en este proceso tan personal y tan peliagudo. Igual puedo conseguirlo (recuperar mi paz, digo), de una manera diferente a como lo intenté en el pasado. Creo firmemente que es posible.

Y ya está. No sé si se entiende algo de todo lo que he escrito. Ojalá que sí.


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