viernes, 4 de diciembre de 2020

faNTaSmAS

 

Algunos días se me olvida que soy un tío excelente. Pierdo de vista mis grandezas y vuelvo a sentirme muy pequeñito, muy poca cosa. Como en aquellos años de la adolescencia, cuando mi amiga Geor tenía que engañarme diciendo que no había ninguna visita en su casa, porque si estaban sus amigos (que eran muy guays y muy guapos y muy deportistas y muy populares), yo no iba. Hay que decir que los amigos de Geor, aparte de todas esas cosas, eran también tela de simpáticos; me trataban estupendamente y me tenían un cariño que yo, obstinadamente acomplejado, no podía apreciar. No lo entendía, no era capaz de aceptarlo. Obviamente el problema estaba en mí: el bulling que padecí en el cole (por gordo, por empollón, por sensible y por no llevar ropa de marca) se me pegó a la piel como un unto ponzoñoso cuya pestilencia sigue atrofiándome (a veces) las meninges a mis 46 tacos. Tiene cojones, la cosa. ¡Y menos mal que no se me notaba la mariconez! De esa, por lo menos, me libré. No es poca cosa.

Luego, ya en el instituto, mi vida dio un giro radical y encontré un lugar en que ser yo mismo sin sentirme una lombriz. Allí la diversidad era la tónica, y cada cual se construía un universo, más o menos poblado, de acuerdo con sus inquietudes, sus cualidades y su peculiar carácter. Descubrí que podía expresarme con libertad, y aun así, ser querido y admirado y respetado por mucha gente. Perdón, me corrijo: no “aun así”, sino “precisamente por eso”: por mostrar mi esencia más esencial. Sólo hacía falta encontrar al público adecuado. Y los demás… pues no molestaban. Cada cual iba a lo suyo sin joderle la vida al resto. Así dicho, este comportamiento tan básico puede resultar una obviedad, algo que, de pura lógica, debería darse por sentado. Pero no siempre ocurre así.

Cuando di el paso a la universidad mi mundo se expandió aún más, muy felizmente. Encima me quedé delgado, lo cual puede parecer una frivolidad, pero significó un salto mortal para mi frágil autoestima. Empecé a sentirme de verdad atractivo, admirado, emocionalmente poderoso; sensaciones todas que han ido amplificándose con el correr de los años, hasta componer el ego del Javi actual. En ello ha tenido que ver mucha gente que por fortuna sigue formando parte de mi vida. Pero de eso hablaré un poco más abajo. Seguramente.

A lo que iba: a pesar de toda esa evolución; aunque a estas alturas soy consciente de mis diversas virtudes (algunas de ellas otorgadas de serie a mi pequeña persona; otras, fruto de autoconstrucción en el que sigo empeñado); a pesar de la evolución, digo, en ocasiones todo aquel montón de complejos de mi niñez se me viene encima, y me impide disfrutar con alegría de algunos regalos que la vida me ofrece. Es una tenaza que me oprime el corazón y me deja abatido, angustiado e impotente, con el pecho metido en un puño. Está ahí, infiltrado en mis células, latente, esperando la oportunidad para manifestarse y aguarme la fiesta. Ocurre especialmente con asuntos que tienen que ver con el físico, o con ambientes que exigen cierto grado de popularidad. Ecosistemas (reales o virtuales; presentes o pasados, eso da igual) de gente bella, atrevida, intrépida, superguay del paraguay. No encajo para nada en esos mundos: cuando me veo envuelto en ellos, siento que todos me miran como a una especie de mascota y deseo salir corriendo por patas. No hace falta que lo haga, en realidad, porque son ambientes en los que el Javi cotidiano que conocéis directamente desaparece: mis encantos se volatilizan como una bola de alcanfor, y no queda ni rastro de mí. Qué sensación tan desasosegante, de verdad. Igual por no ser capaz de moverme en esos ámbitos me estoy perdiendo a un montón de gente interesante. Podría ser… aunque en realidad pienso que determinadas fachadas esconden almas más vacías y menos sutiles que aquellas de las que me gusta rodearme.

Todo esto lo cuento porque, el otro día, por motivos que no vienen al caso, volví a sentirme así: pequeñito, inferior, incapaz de estar a la altura de determinada gente. Lo peor es que se trata de personas que ni siquiera forman parte del presente; a las que ni conozco, ni conoceré jamás; y que salieron a colación porque alguien afectísimo a mí trataba de explicarme lo estupendo y valioso y atractivo que me veía en comparación con ellas. Hay que ser muy capullo para tomar esas palabras; despojarlas de su auténtico sentido y volverlas contra ti mismo. Aun así, lo hice. El mecanismo de autodesprecio funciona como un resorte, no lo puedo evitar, es superior a mí. Valiente plan.

Verme en esa situación, y no poder controlarla, me genera mucha ansiedad. De pronto me muestro sombrío, hosco y meditabundo. En realidad, estoy librando una batalla interior para convencerme de que todas esas sensaciones son sólo ecos de un pasado que hace décadas dejó de existir. Cuesta trabajo lidiar con esas quisicosas tan emocionales, francamente. Al final, me da la llantina y se me pasa. Se ve que tiene que ser así. Qué le vamos a hacer.

Como ya llevo más de cuatro décadas conviviendo conmigo mismo, he aprendido a aceptar que algunas de las piedras de mi mochila emocional van a estar siempre ahí, como un lastre del que muy probablemente no me podré desprender jamás. A lo más que llego es a aliviar su peso, tirando de la ayuda de toda esa gente que tanto me quiere, y que me ve como un tío excelente. Para resumir el efecto que, en este sentido, mi gente querida produce en mí, tiro de autoplagio y recupero parte de una actualización perpetrada (por mí) hace algún tiempo.

Los que me bienamáis sois, para mí, un espejo que me devuelve la imagen de un Javi corregido y mejorado. O quizá de ese Javi que a veces se me olvida que soy. Mirándome a mí mismo a través de vuestros ojos, me siento más poderoso, más brillante, más capaz y mejor persona. Y a veces, incluso me veo también más buenorro. Esto último me reconforta mucho, aunque suene a frivolidad (porque lo es, una solemne frivolidad. Qué le vamos a hacer). La emoción que me asalta cuando me devolvéis esa imagen mía tamizada y enriquecida por vuestro buenamor hacia mí…. Bueno, eso no hay éxtasis ni LSD ni setas alucinógenas que puedan igualarlo. Y sin efectos secundarios, ni resaca ninguna. Deberíais estar financiados por la Seguridad Social.

Por fortuna, tengo a mucha gente a mi alrededor que me hace sentir así. Y ahora, además, tengo un cascabel (de carne y hueso), que ahuyenta con su música los fantasmas que me asaltan de vez en cuando. ¿Qué más se puede pedir?

PD: En la foto, de hace años, cuando estaba delgadérrimo. Me encantaba. Pero esa tristeza en la mirada... No, definitivamente, no merece la pena.

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